Abbas Kiarostami (1940-2016), el más afamado de los realizadores persas, entregó su ópera prima a principios de los años setenta. Tanto este como el resto de sus trabajos primerizos los produjo el departamento de cinematografía del Instituto para el Desarrollo Intelectual de Niños y Jóvenes Adultos, un entramado cultural que él mismo había ayudado a levantar en Teherán, la capital donde había estudiado bellas artes. Así que podemos decir que Kiarostami habilitó él mismo los medios para que su cine acabase siendo una realidad, facilitándole un humilde altavoz a toda una generación que empezó en esto del cine en tiempos del sha y que con mayor o menor fortuna pudo proseguir su oficio tras la proclamación de la república islámica por el régimen de los ayatolás.
Esta primera etapa del cine de Abbas Kiarostami se caracteriza por un verismo rayano en lo documental; una fe ciega en la infancia y en la adolescencia atropellada, en esos personajes por pervertir que se aventuran, a su pesar, en una madurez por imperativo social. El niño deviene obrero y el adolescente… el adolescente apenas tiempo para ejercer como tal. A manera de cuentos morales el iraní ilustra los primeros tropiezos, la credulidad traicionada, la exacerbada confianza en unos amigos no siempre leales.
El primer título de Kiarostami tras un par de cortos previos, La experiencia (1973), no llegaba a la hora de duración, tiempo más que suficiente para ofrecernos un estudio en escarlata de otro descastado que capea la cochina realidad con una imaginación poderosa (¡qué remedio!). Quizás la culpa, como siempre, la tengan esas perniciosas imágenes a las que tiene acceso, las mismas que en movimiento devienen cine (o algo así).
Porque nuestro huérfano trabaja durante el día en un estudio fotográfico. Por las noches, y para alivio del hermano mayor, también duerme allí. Convive con una fauna de profesionales más o menos reconcentrados, pero sobretodo lidia con un jefe perdonavidas, distante y grosero. Su supuesta etapa de “formación” consiste en traer bebidas calientes, fregar suelos y hacer ese trabajo repetitivo que nadie quiere para sí. Un empleo basura sin ninguna perspectiva de mejora, pero que le permite jugar con retratos malogrados, modelos publicitarios en tamaño natural y demás quimeras sobreimpresionadas.
Desde el principio Kiarostami nos deja claro que la única vía de escape de este chaval consiste en refugiarse en poderosas fantasías alrededor del único tema posible: una vida mejor. ¿Por qué no elucubrar con la posibilidad de entrar a formar parte del servicio de una familia bien, integrada por una moza que le tiene obnubilada la sesera?
Noches de descartes y cabezadas. Días de recados y enamoramientos a pie de calle. En los zapatos del jefe -y en ese lustroso traje de repuesto que le queda varias tallas más grande-, nuestro chico para todo se siente capaz de cualquier hazaña. Su tentativa es tan ingenua como valiente, así que al espectador solo se le pide una cosa: acompañarle hasta las mismísimas puertas del paraíso y entender junto al zagal en qué consiste eso de “ganar experiencia en la vida”, perverso mantra recitado por nuestros desilusionados mayores.
El viajero (1974), filmada en el curso siguiente, narra justamente eso: el accidentado tránsito del protagonista desde un pueblo hasta esa capital-meca donde poder ver… pues un partido de fútbol. A Qasem los estudios se la traen al pairo y su siguiente hito vital consiste en amasar la fortuna necesaria para poder costearse el viaje en autobús y la entrada al estadio.
Poco más que una chiquillada para la que encontrará un cómplice continuamente sorprendido por lo que su amigo está dispuesto a hacer en aras de su efímero sueño. Qasem no dudará en sisarle dinero a su señora madre, timar a sus compañeros de escuela sacándoles fotos con una cámara norteamericana que ni tan siquiera funciona y, acto nihilista final, vender el balón y hasta las porterías con las que juegan cada tarde su equipo y el contrincante de rigor.
De estas primeras cintas quizás sea la que deja más patente la afición por la fotografía que acompañó al realizador durante toda su vida. Una colección de rostros de infantes en el patio del colegio, un catálogo neorrealista de estrecheces y silencios dignos. El viajero está más cerca de Pasolini que de Rosselini, aunque nuestro hincha adormilado lo mismo podría ser el Accatone de la película homónima que el desencantado Edmund de Alemania año cero (1948). Y no porque haya ningún standard establecido en lo que a la representación de la infancia castigada se refiere: el golfillo de Kiarostami ni siquiera ha empezado la lucha por la vida, pero este amargo prólogo no vaticina precisamente días de vino y rosas.
El adulto, con todo, tampoco es un ejemplo a seguir o tener en cuenta. El director de la escuela es un machirulo que humilla a la madre y emplea los castigos físicos con un sospechoso deleite. Los profesores se comportan como niños investidos de un poder absoluto que no saben muy bien cómo emplear: aprovechan la clase para hacer cálculos de gastos mensuales y se enfrascan tranquilamente en la lectura del periódico decomisado al pupilo futbolero. El padre delega por completo sus responsabilidades en lo que se refiere a la educación del hijo. Por último, ya en las gradas del estadio de fútbol, Qasem traba conversación con un artesano -uno de esos para los que posiblemente termine trabajando- algo fatuo, orgulloso de una condición cuasi burguesa -en la Persia de los años 70 del pasado siglo- que le permite costearse… el partido de los domingos.
Esta primera trilogía concluiría con la magistral Un traje para la boda (1976), que tiene algo de cine quinqui español (sí, sálvense todas las distancias necesarias) y Vivir cada día con aroma afrancesado. El patio de vecinos, la cercanía impostada, el monopolio de la sinrazón ejercido por los más veteranos.
La piel de nuestros quinceañeros se sigue curtiendo (¿casualidad que fuese de ese mismo año La piel dura de François Truffaut?). Esta vez el escenario es una corrala donde coexisten diversos negocios y donde los de siempre -los que tuvieron que dejar colgados sus estudios, los que nunca llegaron a estar escolarizados- realizan las labores gregarias de rigor: traer y llevar tés, ayudar a tomar medidas a algún sastre laborioso, mostrarse obsequiosos con cualquiera que traspase el umbral de la tienda…
Esta vez asistimos a una red de explotación en sentido descendiente: el que más y el que menos abusa de quien cree más débil. Ya sea un golfillo echao pa’lante (que presume de karate y vida nocturna y que amedrenta con la mirada) o un guapete de cara que empieza a frecuentar al invisibilizado sexo opuesto. Abajo de todo -por juventud, inocencia e indefensión- se sitúa el aprendiz de sastre enfrentado a un dilema macanudo: ¿a cuál de los dos prestar por unas horas un traje recién confeccionado?
La importancia de las apariencias vuelve a mostrarse de manera palpable y hasta dolorosa: el traje sigue haciendo al hombre, aunque este no levante dos palmos del suelo. Una necesidad por obtener reconocimiento que pondrá en un brete a quién no se atreve todavía a decir que no.
El tramo final de la intriga -desarrollada nuevamente en menos de una hora- es sencillamente espectacular. Suspense casi hitchcockniano: ¿conseguirán los tres salir bien parados de la aventura? ¿Se dará cuenta el cliente de que la vestimenta ya ha sido maltratada antes de su estreno?
Queda bastante claro después de ver esta notabilísima tríada que la muy posterior ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987) -a mi entender, su mejor película- se nutría de la experiencia acumulada en estas intrigas mínimas -destiladas y perfeccionadas- para regalarnos una de las más emocionantes aproximaciones a la infancia y sus valores por malear.
En estos tres primeros filmes las conclusiones son tristes, casi desoladoras. Abbas es un fabulista macabro: las pequeñas odiseas de sus todavía más pequeños protagonistas concluyen con el sabor amargo de una primera decepción, una de esas que le marcan a uno para siempre. La generosidad de compartir lo que no es de uno, la pasión por el deporte, un amor que pretende saltar barreras sociales… lujos que no se pueden permitir los que tiene que servir, los rehenes de un régimen despótico a la occidental que en pocos años verían el triunfo de otro régimen despótico sin el beneplácito de Washington.
Mal presente, peor futuro. Y Kiarostami, sin saberlo, dejó para los restos un retablo viviente de niños-buscavidas, mayores autistas y sueños lapidados a fuerza de collejas y falta de oportunidades.