“En la sociedad japonesa, que está fuertemente reglamentada, la libertad del individuo no existe. El tema principal de las películas japonesas son precisamente las emociones de los japoneses, que paradójicamente no tienen otra elección que vivir de acuerdo a las normas de esa sociedad”. Yasuzo Masumura
Sí, sí, os sabéis de carrerilla la santísima trinidad del cine japonés (Ozu, Mizoguchi, Kurosawa), ampliada desde hace unas décadas con el santo subito Naruse y sus romances fatalistas. Y sabéis que después vinieron muchos chicos malos, rebeldes con causa pero sobretodo con ganas de liarla parda. Masumura formaría parte de aquella Nueva Ola que funcionó por escuderías: Shinoda, Oshima y Yoshida en la Shochiku, Imamura y Suzuki en la Nikkatsu y Masumura en la Daiei. Fue un moderno, sí, aunque su obsesión por “matar al padre” quizás no fuese tan evidente como en el resto de sus compañeros de generación.
¿Estamos ante uno de los eslabones perdidos, ante alguien que podría servir perfectamente de bisagra, de leva conductora entre las dos generaciones canónicas del cine japonés? Yasuzo Masumura nació en 1924 y lo más llamativo de su formación es que estudió cine en Italia tras haberse graduado en filosofía. ¿Y a quienes te podías encontrar como profesores a principios de los cincuenta en el Centro Sperimentale di Cinematografia de la via Tuscolana de Roma? Pues ni más ni menos que a unos tipos apellidados Antonioni, Visconti o Fellini. Toma ya.
Total que con este bagaje que podríamos tildar de exótico para un asiático (y de envidiable para cualquier ser vivo) se planta de nuevo en su país un año después de finalizada la ocupación norteamericana (una ocupación que controlaba bastante estrechamente los temas “tratables” por la cinematografía japonesa) y termina de completar curriculum dirigiendo segundas unidades en filmes de Ichikawa o Mizoguchi.
En 1957 da el salto definitivo a la primera categoría, arrancando su filmografía con Kisses (1957). En el presente artículo nos centraremos en los primeros 12 años de la carrera de un realizador extraordinariamente prolífico (hubo temporadas en que firmó hasta cinco títulos), terminando sus 25 años de oficio con una filmografía que se acerca a las 60 producciones. Y sin embargo, continúa siendo prácticamente un desconocido en nuestro país.
El suyo fue un mundo de obsesiones (tirando a malsanas), represiones sexuales que acababan manifestándose de la manera más inopinada y crítica social revestida de sarcasmo. En este viaje suyo entre perverso y pervertido tuvo como compañera y confidente a Ayako Wakao, la quintaesencia de esa belleza letal made in Japan. Juntos rodaron 25 películas, aprovechándose de un tiempo en el que la necesidad de ofertar un producto distinto al de la mojigata competidora televisiva (no, los formatos panorámicos no bastaron) llevaron a las majors a capitanear una interesada “revolución sexual”. Como apunta Max Tessier “la Nueva Ola y su comitiva de erotismo y provocaciones no fue más que la coartada cultural de las compañías, ansiosas de ganarse a un nuevo público para aumentar los beneficios” (1).
Comenzamos este recorrido por siete de sus filmes esenciales (cinco de los cuales pudieron verse en un ciclo reciente de la Filmoteca de Catalunya) con la extrañísima Danryu (1957), traducida para el resto del orbe por algo así como Corriente cálida. ¡Menuda marejadilla social y emocional el de este cuento rohmeriano con protagonistas tirando a inestables!
Un médico traumado, una frívola de vuelta a casa y una enfermera soñadora con un extraño sentido de la abnegación personal. Era la tercera película rodada por Masumura y aunque uno la entiende algo ajena a sus intereses -la ligereza en el tratamiento convierte a la pretendida tragicomedia, por momentos, en farsa atribulada en la que sólo faltan como protagonistas Rock Hudson y Doris Day-, es innegable que ese hospital necesitado de un gestor responsable alberga una de esas comunidades en conflicto (por conservar sus prebendas aún negando la realidad, por contar con un nuevo líder que aspira a convertirse en benefactor universal y paladín del bien común) tan recurrentes en su cine posterior.
1964 fue un año de olimpiadas y también el enésimo con crecimiento sostenuto y esfuerzo colectivo mistificado. En este contexto cabe situar Otto ga mita ‘Onna no kobako’ yori (With My Husband’s Consent) (1964), una crudísima vivisección de la ambición y el materialismo imperantes.
Atención al triángulo: salaryman ansioso por ser ascendido en su empresa, yakuza metido a hombre de negocios y la mujer del primero, harta ya de tanta cena fría y noche solitaria. La pugna por hacerse con el control del mayor número posible de acciones del conglomerado al que sirve el marido la pillará a ella en medio, obligándole a poner orden entre los machos alfa y forzándoles a tomar decisiones que desvelarán bien a las claras cuales son sus objetivos vitales (la promoción social, por supuesto).
Manji (All Mixep Up) (1964) es uno de los muchos filmes-obsesión de Masumura. La gran Kyoko Kishida (otro nombre esencial del cine japonés de la época, una actriz y escritora que ese mismo año interpretaría la también escandalosa La mujer en la arena de Teshigahara) se queda prendada de … de Ayako Wakao, por supuesto. ¿Y cómo echárselo en cara? El marido es un muermo comprensivo. Su vida, una aburrida búsqueda de ocio trascendente. ¿Por qué no dejarlo todo por esta diosa hecha carne?
Pero claro, la Wakao no es trigo limpio (para variar): confabulada con un timador más bien amateur tratará de desestabilizar a la pareja, convirtiéndose en exigente vértice de otro triángulo que incluye chantaje, abandono en el otro y continuos intentos de suicidio a dos y tres bandas.
La esposa de Seisaku (1965) tiene como protagonista a un alienado patriotero, convertido en faro moral de su comunidad (un pueblo aislado, bastante dado al chismorreo y a los juicios sumarios de los vicios ajenos). La aventura imperialista de Japón acaba de comenzar y tras la guerra sino-japonesa por el dominio de Corea, le toca el turno a Rusia y la subsiguiente debacle de Port Arthur, epicentro y matadero de la conocida como batalla del mar Amarillo.
A todos estos conflictos de principios del siglo XX acude en pos de gloria nuestro valeroso soldado, quintaesencia de la afición por el martirio del pueblo japonés. Ante él, un brillante futuro como prohombre local, dispuesto como está a invocar el honor cada tres palabras. Lástima que en su vida se cruce… sí, efectivamente: la Wakao y su sentido epicúreo de la vida.
Ella ha tenido una vida más bien perra, convertida en moneda de cambio con la única contrapartida del bienestar familiar. Enviudada tras un matrimonio convenido con un anciano ricachón, el retorno al pueblo materno la dejará con mucho tiempo libre y pocos candidatos a la altura de sus exigencias amorosas. Es cuestión de tiempo que se acabe fijando en ese pedazo de carne de cañón condecorada que ronda la aldea. Y todo irá bien, mientras al muy mostrenco no le hagan elegir entre la bandera y ella.
Irezumi (Tatuaje) (1966) es una de sus obras más esteticistas, con un uso arrebatador del color, utilizado aquí para plasmar estados de ánimo (individuales y colectivos). El tatuaje del título es el que le hacen a traición a Otsuya, candorosa y desprendida amante en prácticas, recién fugada con el aprendiz de su padre. La araña que desde ese momento llevará en su codiciada epidermis se convertirá en anticipada sentencia de muerte para samuráis en horas bajas, tipos cegados por la lujuria y rivales amorosas que no respetan conquistas pretéritas.
El ángel rojo (1966) vendría a ser la versión guarrona de La condición humana (1959-1961) de Kobayashi. Permitidme que me explique: mientras en aquella se empleaba un acercamiento hiperrealista para denunciar las vergüenzas y abusos del ejército imperial, en esta el masoquismo militante de una enfermera (que lleva su devoción por la patria a extremos más bien ridículos) sirve para convertir el frente en una genuina trinchera de pasiones y entregas incondicionales.
Ayako Wakao (¿quién si no?) acabará encontrando el amor quince minutos antes del fin de su mundo (la aventura imperialista de Japón), no sin antes padecer un carrusel de vejaciones que van de la explotación laboral y la coparticipación en amputaciones sumarias a la violación y el destino-deportación a tierras ignotas.
Este repaso a la parte más interesante de la filmografía de Yasuzo Masumura debe de concluir con la que es su obra más conocida en occidente: la desasosegante y bizarra Blind Beast (1969), una de esas locuras que si alguien pudo imaginarla… fue para que otro la acabase filmando en el país nipón, por supuesto.
Porque a ver cómo os lo explicaría: Michio es un tipo pelín obsesivo. Muy volcado en su profesión, quiero decir. Lo suyo es la escultura y debido a su ceguera digamos que necesita de un acercamiento en primera persona a la arcilla (como materia prima) y a cualquiera que sea el molde original utilizado como inspiración.
Como es un perfeccionista nato y el arte exige este tipo de sacrificios, decide secuestrar a una modelo pujante con la ayuda inestimable de mamá. Para él constituye el prototipo ideal, la beldad suprema que llevará su arte a un nuevo estadio. Sólo le resta convencer a la víctima de que tanto sobeteo tiene realmente una función… digamos… trascendente.
¿El resto? Un espectáculo hentai inenarrable, con fetichismos, parafilias y una simpatía creciente por cualquier forma de dolor capaz de reportar placer. De verlo para creerlo.
El cine de Yasuzo Masumura -del que repito, tan poco sabemos- tiene una notable calidad media que lo eleva muy por encima de esa categoría de “artesano en segundo plano” en la que parece relegado en las principales obras de referencia e incluso especializadas. Su montaje es conciso y directo, sorprendiendo la enorme cantidad de cosas que suceden en unos filmes que pocas veces sobrepasaban la hora y media de duración. Ese ritmo (“extranjero”, en palabras de Donald Richie), ese sucederse de clímax tratados con idéntico rigor y, sobretodo, esos personajes que huyen del adocenamiento recurriendo a una especie de individualismo psicótico, hacen de de su obra un viaje intrigante y personal, estableciendo fructíferos diálogos entre unos filmes que a veces parecen continuaciones y otras, negaciones de los anteriores.
No hay contradicción. Masumura -él, que abogaba por “la destrucción el cine japonés mayoritario”– acabó siendo otro disidente asimilado. Pocas de las películas que firmó las reconoció como sus películas: tuvo que apechugar con guiones impuestos y careció de control sobre su propio material. El extraño pendular de su filmografía -que os invito a descubrir en el orden que os permita vuestra curiosidad- bascula entre la adaptación literaria y la relectura crítica de la historia más reciente de su país. Un aparente desorden, un continuo moverse entre lo alimenticio y lo fundamental, que a la postre termina expresando a la perfección toda aquella época de enorme desorientación.
(1): ‘El cine japonés’, de Max Tessier. Pág. 72.
(2): ‘Cien años de cine japonés’, de Donald Richie. Pág. 159