Todo festival de cine que se precie debe de consagrar una parte de su programación a la eclosión estival, a ese interludio vacacional que coincide forzosamente con el laboro a destajo de otros. Pueblo, retiro espiritual o ciudad vaciada justo después de exámenes. El espacio, la compañía y las circunstancias terminan por moldear el que fuera… ¿el verano de tu vida?
Tirad de memoria sentimental. Un tiempo en familia cuando la familia importaba (o eso te repetían). Un tiempo en soledad esperando el milagro, ese milagro que se aguarda con impaciencia hasta no mucho más allá de los 18 años. Un tiempo de asueto que nunca se emplea realmente para la reflexión; irremisiblemente perdido, por mucho que se empeñase Proust en rescatarlo a golpe de epifanía (a posteriori, tramposo Marcel, hasta la magdalena puede pasar por artificio trascendental).
Esta edición del D’A arrancaba con la última película de una experta en veranos: Carla Simón. Los suyos vienen delimitados por espacios para el recogimiento, vinculados hasta ahora a una casa propiedad de una misma saga desde hace alguna que otra generación. Presentación de personajes, mucho dolor soterrado y… y a buscar cauces para expresarlo.
La revelación, de llegar, consistirá en la expresión del dolor a través de la forma más directa y honesta de hacerlo: las lágrimas. La cámara no se agazapa, pero tampoco tiene el mal gusto de perseguir a tumba abierta a sus no actores. Como en los cuadros de Vermeer, somos conscientes de estar asistiendo a un episodio muy íntimo, conectado -todavía no sabemos cómo ni de qué manera- a nuestra propia experiencia.
Y quizás ese sea el secreto de toda película genuinamente veraniega: querer comunicar un secreto tan sencillo como trascendental. Tirando de entomología, el estudio del hombre-insecto culmina con la libre asociación de personajes y arquetipos: un tío franco pero contradictorio, una mujer-madre cansada del continuo apaciguamiento de los desvaríos testosterónicos con los que cohabita, un hermano que se cree protector y únicamente es invasivo, un vecino hortera con síndrome de terrateniente. Los protagonistas del verano siempre son los mismos: los que dicen querernos, los que nos ignoran con discreción, los que están ahí por pura rutina, por casualidad… ¿por causalidad?
Alcarràs (tan efectiva, tan perfecta en la conjugación de costumbrismo y fatalidad que no conoce de orgullo de clase) es el pueblo que nunca tuviste, ese Sangri-La con piscina, ese infierno con árboles frutales. A sus héroes los conoces de los días de fiesta mayor, de los paseos por la plaza al atardecer, del petardeo de los motores de dos tiempos a la hora de la siesta. Ellos todavía no lo saben, pero están disfrutando del último verano, el que marca un hito que divide el ‘antes de’ del ‘después de’. La trascendencia verdadera es invisible para sus actores principales: un año más a las órdenes del viejo, otro tarro de mermelada, un baile de moda, juegos infantiles en el sitio -exactamente ese sitio- al que se les ha dicho que no deben ir.
En Francia -en una Francia meridional, insular y no por ello menos fronteriza, hasta en el habla, con la Italia del dolce far niente– la estación de la canícula no promete tampoco muchas alegrías. I Comete: A Corsican Summer (Pascal Taganti, 2021) es un trocito de vida arrancado entre procesiones, vicios digitales, breves reencuentros y despedidas alargadas.
Su gran logro: que la película concluya sin que uno tenga claras qué tipo de simpatías o consanguinidades unen/separan a los diversos personajes. Ecos de una familia poderosa, hijos pródigos que sólo cuentan los días que quedan para volver a irse, obreras del OnlyFans, ex-convictos incapaces de deshacerse de su propio personaje, fútbol, obviedades de clase media ociosa. El verano en Córcega es relajado y tenso a un tiempo: como si el final de la estación marcase también el final de unas afinidades sostenidas ya por puro compromiso.
Lo cotidiano, exaltado, termina teniendo un lado surrealista. Todos, nuevamente, nos suenan, nos remiten a alguien. Con ese potencial intacto para atraernos y repelernos por igual. Quizás nos provoca cierto apuro reconocer el eco de sus frustraciones en nuestra reiterada laxitud agostil.
Por último, abandonamos el Mediterráneo (los ecos de un mar inexistente tanto en Alcarràs como en I Comete…) y saltamos el charco hasta dejarnos caer, con aire capitalino, en Argentina. Sol y Pedro, Pedro y Sol: a punto de entrar en la Universidad -el gran desencanto por antonomasia-, a punto para empezar a balbucear con voz propia (de tenerla), a punto para ver en el compañero de devaneos intelectuales… también un cuerpo, un instrumento, una posibilidad de.
Es muy sencillo -y por eso mismo y como siempre, susceptible de ser confundido con simple– este Álbum para la juventud (Malena Solarz, 2021). Una recopilación de estampitas tristes, de ambiciones desmesuradas, de originalidades manidas. Vuelve a acercarse el verano (que coincide con la Navidad en aquellas latitudes), aquí con un halo amenazante porque marcará la separación de dos jóvenes que empiezan a desarrollar una genuina simpatía mutua. Más allá de los libros, de la música, del teatro que tanto les gusta.
El apercibimiento del otro -que con las horas del verano, estáticas y pesadas, corre el peligro de ser ignorado, mimetizado con un paisaje pródigo en espejismos y jaculatorias sudorosas- es el tema de este tránsito silencioso hacia la madurez (perdón, quise decir hacia el desencanto). Pero sin coming-of-age exasperante: el entomólogo apenas ha tenido unas semanas para efectuar sus observaciones y mediciones. Y es consciente de que partiendo de tan pocos datos… no tiene sentido extrapolar.
Pedro quiere escribir, pero todavía tiene miedo a lo que los demás puedan opinar de sus historias. Sol quiere componer y empieza aferrándose a un recuerdo de infancia, un exorcismo que revive el recuerdo de una madre ausente. Ambos malcomen, trasnochan y se contaminan con sus filias y fobias. Porque eso, después de todo, es el verano.
Películas sin presentación, nudo ni desenlace, sostenidas en un tiempo indefinido, diríase que amorfo. Flashes de una época (de otra época) que toca a su fin, transiciones turbulentas, tránsitos tranquilos. En alguna de ellas has oído a las cigarras histéricas, has presentido el tormentón de media tarde, la tele encendida que nadie ve, la conversación que ni empieza ni termina con los de siempre, los ojos de todos y cada uno a los que no besaste (o lo hiciste a destiempo).
De repente, aquél último verano. El que lo cambiaría todo, sin tú saberlo.