El pasado 29 de marzo moría a los 90 años de edad Agnès Varda, una freelance irreductible nacida para el cine en tiempos de la nouvelle vague. Aunque en los últimos tiempos su figura hubiese quedado ligada (¿simplificada?) al calificativo de “entrañable”, lo cierto es que su cine -y su memoria- distó mucho de ser condescendiente. Así se encarga de recordárnoslo su última película (Varda por Agnès), una lección magistral de oficio, humanidad e inteligencia envidiable más allá de la tercera edad.
Agnès debutó en 1954 rodando en Sète, uno de los territorios “emocionales” de esa Francia que tan bien llegó a conocer. Por aquél entonces (ella misma lo dice) lo desconocía casi todo del arte cinematográfico. Y así es como debía de ser: le bastaba con la necesidad de querer rodar, de querer contar una historia a quien no estaba allí.
Tenía 26 años y se adelantó en el largometraje a Jean Luc Godard, Claude Chabrol o François Truffaut. Curiosamente, durante mucho años creí que su ópera prima había sido Cleo de 5 a 7 (1961), posterior a la “puesta de largo” del movimiento con El bello Sergio (1058), Los cuatrocientos golpes (1959) o Al final de la escapada (1960).
Formó parte del elenco de directores que firmaron la furibunda Lejos de Vietnam (1967), más que un documental, la puesta en imágenes de un cabreo monumental. Allí estaban Godard y Resnais, pero también Joris Ivens o Chris Marker. Y aquí, me gusta pensar, quedó Varda contagiada del poder de la realidad ficcionada, del diario de viaje forzosa -y orgullosamente- subjetivo.
Cuando pienso en las mejores películas de Varda, me viene a la cabeza Marker, maestro absoluto en su disciplina. Compartían pasión por los gatos, sí, pero sobretodo su propia versión del principio de incertidumbre de Heisenberg: era imposible ubicar la cámara y pretender que ese mero hecho -la intromisión en el devenir ajeno- no tuviese ninguna consecuencia sobre la realidad. Si querías saber la velocidad a la que ocurrían las cosas, te quedabas sin conocer su posición…. y viceversa.
Marker asumió este hecho y lo vinculó con la propia historia del hombre, con la imagen arqueológica, la imagen predicha, la pendiente de ser captada por cualquier dispositivo. La Varda confiaba más en los estados de ánimo, en la capacidad de una cineasta cotilla para proponer un tema y colarse en la representación. Cuando Agnès abandona su papel de entrevistadora o de simple voz en off aprovecha para regalarnos alguna aparición luminosa. Su felicidad es contagiosa; su perplejidad, genuina. Duda de su material, de su pericia, de las motivaciones que le llevan, la mayoría de las veces, a lanzarse a la carretera en busca de la estampa pastoral, en pos del último hombre libre trastabillando en algún recodo del camino.
Sus experimentos, como sí llegó a ver en la última década de su vida, debían de acabar forzosamente en museos. Pero antes de que le diera por construir casas de madera efímeras donde desplegar su ajuar de intuiciones, Agnès supo adaptar su narrativa (y su dialéctica) al momento y al lugar: filmó el 68 en la costa Oeste de los EEUU con algunos de sus protagonistas más combativos (Black Panthers (1968)), buscó una actriz cómplice y la hizo reencarnarse en heroínas propias (Jane B. por Agnès V. (1988)) y celebró el centenario del cine (Las cien y una noches (1995)) con todo aquella gente con la que jamás hubiese trabajado… de no querer hablar precisamente de eso, de su trabajo (Ardant, Aimée, Mastroianni, Piccoli, Deneuve, Delon, de Niro, Depardieu…)
Me salto a posta su película más reconocida de la época, Sin techo ni ley (1984). Y no porque no haya resistido bien el paso del tiempo: la odisea anti-todo de esta joven lanzada a un vagabundeo nihilista sigue teniendo una indudable fuerza, regalándonos uno de los personajes retratados con más verismo (y por lo tanto, sin renunciar a cierta crueldad) del cine de su tiempo.
La Varda que más me interesa tampoco es la empeñada en perpetuar la memoria de su amado -bastante más allá de la muerte- Jacques Demy. Jacquot de Nantes (1991) me pareció una película donde la emoción propia -es indudable su categoría de filme-terapia- se imponía a cualquier otra valoración por parte del espectador. Sus intentos por mitificar la juventud y etapa formativa de Demy se tradujeron en uno de sus trabajos más acartonados y que menos tenían de sí misma, prosiguiendo su duelo durante la mitad de los años noventa con homenajes, repito, demasiado sentidos (Les Demoiselles ont eu 25 ans (1993) y El universo de Jacques Demy (1995)).
… lo cuál no quita que la relación con su segunda marido (tres décadas de armoniosa convivencia con alguien que, lo supimos por ella, era abiertamente homosexual) lleve años exigiendo de alguien lo suficientemente lúcido como para convertirlo en la epopeya amorosa -sí, muy por encima de tendencias sexuales reduccionistas- y creativa que fue.
Y eso nos lleva a la Varda que más me gusta, a mi Varda. Mi trilogía irredenta la compondrían Daguerrotipos (1976), Los espigadores y la espigadora (2002) y Caras y lugares (2017). Tres películas sobre casualidades, sobre la empatía convertida en revolución permanente, sobre querer buscar y encontrar por el camino… cualquier cosa. ¿Su mérito? Aguardar el milagro cámara en mano, aún sin llegar a creer nunca en él.
Daguerrotipos nos habla ni más ni menos que de su calle (la rue Daguerre), de sus vecinos, de la cotidianidad más absoluta. Lo hace sin prisa: esperando el cambio en la trastienda de la panadería, los gestos (re)conocidos, el saludo bajo el portal. ¿El resultado? Como si un cuento moral de Rohmer se hubiese rodado en el bloque de vecinos de Mi tío (Jacques Tatí, 1958).
Los espigadores y la espigadora es un canto a la sostenibilidad y a la supervivencia, pero sobretodo una denuncia del derroche. Que sí: pero el tema, por sí solo, no hubiese sido nada sin las personas que ayudan a ilustrarlo. Esas con las que Agnès se topa, muchas al borde mismo de la exclusión social. Ellas son los que ilustran el sinsentido de una sociedad que prefiere ver pudrirse los excedentes agrícolas antes que regalarlos (Agnès pudo morirse viendo que su filme ayudó a obrar el prodigio: desde hace tres años y por ley, Francia prohíbe desperdiciar la comida sobrante de los supermercados).
Y por último, Caras y lugares. Otro paseo por su pasado, un brindis por el futuro de los que la sobrevivirán. El método Varda depurado: la ligereza e inmediatez de lo digital, la intervención artística como arma de seducción masiva, el hablar de una como forma de hablar de todos. Ah, y el regalo de escuchar a alguien llamar “rata” a Godard… ¿quién sino ella se lo podía permitir?
Varda por Agnès nos regala la oportunidad de escuchar a la directora francesa hablar de su cine, categorizar sus obras, reencontrarse con alguna de sus actrices, explicar el por qué de algunas de sus soluciones técnicas. Dicho así, parecería un capítulo de Cineastas de nuestro tiempo o los extras de un DVD con audiocomentarios de la susodicha. No, aquí es distinto: Agnès Varda cita a su público en el cine absolutamente consciente de que esta será la última vez. Y no está por la labor de convertir este repaso a su filmografía en un ejercicio de nostalgia lacrimal.
Demuestra así que su cine fue como su vida: irregular, apasionado, rodado a trompicones, sin pedir permiso y sin esperar mayor gratificación que el disfrute propio.