[Sí, el siguiente texto contiene información relevante relacionada con el devenir de la tercera temporada de’ Twin Peaks’. Leerlo implica asumir el destripe de la misma]
Parte XVII: Final en el plano narrativo
Es tiempo de confesiones. Gordon le cuenta a Albert que antes de su desaparición definitiva el mayor Briggs compartió con él y con Cooper su principal descubrimiento tras tanto viajecito dimensional: la existencia de un ente, “una fuerza extremadamente negativa” conocida desde la antigüedad como Jowday (Judy para los amigos).
El teléfono suena y Gordon y compañía conocen el destino final que encara Cooper, liberado de su disfraz mortal de Dougie Jones: se dirige a ver al sheriff Truman y para que todo “culmine” algo tiene que ocurrir a aquella fatídica hora de Las Vegas (2 horas y 53 minutos) en la que todo se desencadenó.
En los calabozos de Twin Peaks el gallinero sigue igual de revuelto: el poli corrupto, el zombi babeante de la cara mordisqueada, la invidente guturante, el chico de la moto, el chico del puño poderoso… en breve se convertirán en el centro neurálgico de la galaxia Lynch, percibiendo ya la cercanía del clímax.
(Por cierto: Jerry Horne aparece lejos de casa y en pelotas, allá por Wyoming).
En los bosques de Ghostwood esa niebla ya familiar da la bienvenida al Cooper oscuro. Ahora sí que ha llegado a las coordenadas correctas, esas que señalan el punto de entrada a la Logia Negra, pero que también pueden provocar trances premonitorios y súbitas translaciones espaciales. En este caso el vórtice lo dejará en la senda de la comisaría sin tener que pasar por la casilla de salida, merced a los tejemanejes del Bombero en ese teatro de la creación en el que trata de poner algo de orden a este mundo.
En las celdas de la comisaría las tulpas presienten la llegada del Mal. Andy le hace los honores a un Cooper que no es precisamente aquél que cree conocer, aunque las visiones / premoniciones que tuvo en el bosque lo ponen en alerta, amén de que el susodicho ose rechazar su ofrecimiento de una taza de café (¡imposible!).
El agente Chad logra salir de su celda y hacerse con un arma, siendo neutralizado por el chico del puño contundente.
Lucy recibe una llamada… una del auténtico agente Cooper. Se la transfiere a Truman, que entiende la magnitud de la tragedia demasiado tarde. Salvado in extremis por la secretaria más candorosa de Norteamérica, asistirán anonadados a la magia habitual que nuestros amigos deshollinadores vuelven a practicar sobre el supuesto cadáver del Cooper oscuro.
Del vientre de este emerge una esfera habitada por Bob: él es ese ente maligno y Todopoderoso. Freddie reconoce por fin su destino: mandar al mismísimo infierno a esa bola enervante, empeñada en meterlo en su “saco de la muerte”. El Cooper bueno por fin puede “desposar” al Cooper oscuro, poniéndole ese anillo que lo atará –y sabemos que ahora será para siempre- a la Logia Negra. Como nos avisó el gigantón (ver Parte I), ha logrado matar “dos pájaros de un tiro”.
“El pasado dicta el futuro”. Algunas cosas parece que van a cambiar, pero antes toca despedirse de tanto secundario: la asiática invidente resulta ser, como la propia Diane, otra tulpa que se extingue ante nuestros ya no tan sorprendidos ojos. La desaparición de la una propicia la llegada a este plano de la otra.
Cooper le pregunta a Diane si “lo recuerda todo”, como si temiese que lo que hubo entre ambos se pudiese volatizar en cualquier momento. Vuelven a ser las fatídicas 2:53’ y este mundo, el mundo “narrativo” donde confluyen las ficciones de Twin Peaks, ya no es el suyo. Su despedida no puede ser más clarificadora: “vivimos dentro de un sueño”. Y en ese sueño se va a sumergir.
Cooper, Diane y Gordon retornan a la habitación 315 del hotel Gran Norte. Cooper se despide en el umbral de sus dos acompañantes, abre la puerta –la responsable de ese “ruido” que tan mosqueado tenía a su gerente y principal consejera- y penetra en la Logia Negra.
“A través de la oscuridad de un futuro pasado el mago quiere ver. Una posibilidad para salir entre dos mundos. Fuego, camina conmigo”. Así es como lo recibe el manco–guía que lo ha ido escoltando por las revueltas del camino. Subimos las escaleras, esas que conducían hacia la hacienda en la que habitaba Phillip Jeffries, según supimos a raíz de su cita con el Cooper oscuro (véase Parte XV).
El encuentro con Judy se producirá, pero antes el Phillip–tetera remite a Cooper a un momento bien específico: la noche del 23 de febrero de 1989. También le facilita una pista: un ‘8’ que se parece más bien a una cinta de Moebius bidimensional. ¿O se tratará del último número de la casa donde habitaba Laura Palmer (708)? Habrá que invocar a la electricidad para averiguarlo.
Volvemos a revivir la noche de autos, esta vez en blanco y negro. Cooper reaparece en el lugar del crimen, justo antes de que los esbirros se lleven a Laura a su última fiesta perversa. Se está despidiendo de James y, de alguna manera, siente la presencia del agente. Fatalista y arrebatada, le declara su amor al chico de la moto antes de internarse en el bosque, antes de entregarse a sus matarifes.
Es allí donde le sale al encuentro Cooper, al que en realidad jamás llegó a conocer… más allá de sus sueños. Pero es allí donde estamos ahora: en el terreno de la fábula, ese en el que es posible reescribir la historia que el espectador cree conocer. Juntos de la mano, ¿podrán cambiar el curso de la mitología de Twin Peaks? ¿Podría ser que no pasase lo que todos sabemos que pasó?
“Vamos a casa” le dice Cooper, mientras los fotogramas viran al color y el comienzo de la historia (de la neohistoria) se repite: alguien va a pescar, alguien (no) encontrará un cadáver plastificado en la orilla.
Sin embargo el sufrimiento parece persistir en la casa de Laura Palmer, donde resuenan los lamentos de su madre. La confrontación entre los dos planos es inevitable: Cooper se acerca con Laura de la mano a las coordenadas que podrían juntarla con su mitad disociada, expectante en la Logia Negra. Pero el peso de la historia original es demasiado fuerte y Cooper no es capaz de mantenerla a su lado.
Epílogo: con la cortina roja de fondo, Julee Cruise canta The World Spins, con letra del propio David Lynch. Y es que por mucho que el mundo gire y el cometa Halley se empecine en ir y venir, lo único que le pediremos a nuestro amante es que vuelva… esta vez para quedarse.
“Moving near the edge at night
Dust is dancing in the space
A dog and bird are far away
The sun comes up and down each day
Light and shadow change the walls
Halley’s comet’s come and gone
The things I touch are made of stone
Falling through this night alone
Love
Don’t go away
Come back this way
Come back and stay
Forever and ever
Please stay
Dust is dancing in the space
A dog and bird are far away
The sun comes up and down each day
The river flows out to the sea
Love
Don’t go away
Come back this way
Come back and stay
Forever and ever
The world spins”.
Parte XVIII: final en el plano metanarrativo
En la Logia Negra, el Dougie disociado se quedará en la sala de espera, mientras su otra mitad “retorna” a ese mundo supuestamente tangible, supuestamente real. Si en la parte XVII Lynch ensaya un final para sus criaturas dramáticas, en la parte XVIII nos regalará el final soñado. El final que ocurrió u ocurrirá. “¿Es esto el futuro o el pasado?”.
Porque sus iconos televisivos merecen también un merecido descanso. “¿Es la historia de la niñita que vivía calle abajo?”, nos pregunta la Rama. El suceso quizás se convirtió en mito. O quizás todos lo olvidaron.
Allí, en la Logia, el padre de Laura Palmer le pide que encuentre a su hija, justo antes de que Cooper –y ya sólo hay uno- vuelva a emerger junto a Diane, que le pregunta “si realmente es él”. ¿Quiénes son realmente el uno para el otro? ¿Quiénes son los dos, más allá de la ficción pergeñada por su Creador?
Cooper y Diane en la carretera, rememorando aquél amor que pudo haber sido. Y dirigiéndose hacia ese hito kilométrico en el que tuvo lugar el accidente, ese accidente que les permitió volver a encontrarse, volver a escurrirse por ese estrecho pasadizo que une los dos planos (la supuesta realidad y la supuesta ficción).
La electricidad, mediadora mágica, vuelve a estar presente en forma de torres de alta tensión. “Una vez que crucemos, todo será diferente”. Por eso se besan apasionadamente: por si al otro lado ni tan siquiera se reconocen.
El día se transforma en noche. Los dos, solos en la carretera. Deciden parar en un motel. El silencio reina entre ambos. ¿Se están vigilando el uno al otro? Diane vislumbra otra Diane posible, quién sabe si la que debió de ser. Se regalan una última noche de amor en la que se escenifica su distanciamiento definitivo. Diane lo posee como si buscase negarlo, tapándole los ojos con sus manos.
Amanece un nuevo día. Cooper despierta solo. En la mesita de noche, una carta de despedida a nombre de Richard (¿él?): “por favor, no intentes encontrarme. Ya no consigo reconocerte. Lo que hubiera entre nosotros ya terminó”. Firmado: Linda. (Recuérdese otra de las pistas lanzadas por el Bombero en la Parte I: “dos nombres: Richard y Linda”).
¿Dónde han reaparecido Cooper / Richard y Diane / Linda? Cerca de Odessa, parece. Aquí Judy no es ninguna entidad maléfica: tan solo un bar de carretera al estilo norteamericano. La pregunta, pues, quizás no sea la adecuada: no es tanto el dónde como el cuándo. ¿En qué época estamos? ¿Es esto el pasado o el futuro?
Cooper entra en el local y allí sabe de una camarera que lleva tres días sin aparecer. También tiene un encontronazo con tres vaqueros, que nos recuerda que las formas y la rapidez de reflejos son las del Cooper-agente del FBI que ya conocemos. Aunque hay algo en su hieratismo y brutalidad que nos recuerda también al Cooper oscuro…
En el 1516 de una calle bastante abandonada habita la supuesta camarera, Carrie Page, que es exactamente igual que Laura Palmer. Cooper parece despertar en ella antiguos recuerdos, como si esa tal Carrie en realidad supiese que tiene alguna conexión con esa aparente desconocida. Un cadáver en vías de descomposición yace en un sillón de la casa, mientras algunos elementos del mobiliario parecen despertar extrañas asociaciones en la mente de Cooper.
Tras convencerla para que le acompañe nos aguarda otro largo viaje por carretera. Cooper sólo sabe que debe de devolver a Laura a casa de sus padres, aunque esta quizás no sea su Laura, aunque este quizás no sea ni tan siquiera su plano de existencia. El Cooper icónico está atado a su destino: resolver el caso más allá del tiempo.
“En aquél tiempo era demasiado joven para saber lo que hacía”, musita una adormilada Carrie / Laura. Las gasolineras se suceden, los faros iluminan carreteras con hojarasca en las cunetas. El coche atraviesa una ciudad desierta que ninguno de los dos parece reconocer. Han llegado a Twin Peaks.
Hay luz en la entrada del 708. Cooper viene a cumplir su mandato divino, el prefijado por el demiurgo. Coge nuevamente de la mano a Laura y le hace subir las escaleras de esa casa que para ella sigue siendo un hogar extraño.
Llama a la puerta y una completa desconocida acude a abrir. La propietaria no conoce a Laura Palmer. Cuando ya descienden las escaleras, contrariados, Cooper pregunta por el año en el que están. Justo entonces se escucha en la lejanía el grito de alguien buscando a Laura. Ella, el personaje, el concepto, el mcguffin, grita horrorizada mientras se apagan definitivamente la luces de esa casa-escenario donde tuvo lugar la representación.
Ambos, quizás, han llegado demasiado tarde. Como si dentro de dos generaciones preguntásemos a los espectadores coetáneos por un serial llamado Twin Peaks.
Epílogo: Laura Palmer musita algo en el oído de Dave Cooper, ese mantra (“nos veremos en 25 años”) que ha servido para tenernos en vilo durante 18 apasionantes episodios.
* * * * *
¿Dónde radica la genialidad de esta tercera entrega de Twin Peaks? ¿Qué es lo que nos ha arrebatado de este microcosmos eternamente psicótico y patológico?
David Lynch ha huido del autohomenaje, pero al mismo tiempo ha erigido un hermoso monumento funerario a toda su obra. El serial original –brillante, innovador, pero decididamente ramplón en su recta final- le ha ofrecido un tablero de juego idóneo para culminar unas aspiraciones que en esencia son las mismas que las que le llevaron a rodar su primera película, Cabeza borradora (1977).
Para el director el inconsciente es tan importante como la supuesta realidad (nada que no supiésemos ya por Luis Buñuel). Pero aquí el mundo de los sueños se enseñorea de unas tramas más oscuras que nunca, plagadas de elipsis y sobreentendidos. Lynch apela a la madurez del espectador y se dirige a los que no necesitan saber qué es lo que está pasando exactamente para disfrutar de la experiencia. No, no aboga por un televidente “intelectualizado”; diríamos más bien que se conforma con un sujeto paciente y desacomplejado.
En los diálogos de Platón no siempre se alcanzaba la Verdad, no siempre se hallaba una “resolución” a la cuestión planteada. Estos textos –llamados aporéticos- vendrían a ser la versión realista de las tramas policíacas más modernas y atrevidas; porque la mera posibilidad de que nunca sepamos quién lo hizo resulta mucho más interesante (y aterradora) que los tuyas-mías de crímenes y castigos.
En la tercera temporada de Twin Peaks Lynch perfila y dignifica el serial aporético. El que se disfruta sin estar pendientes del nudo o temer el siempre insatisfactorio desenlace. El que permite al espectador inventar, teorizar, divagar.
El Mal es una cosa muy seria para el de Missoula. Aprender a convivir con él –a reconocer su existencia sin necesidad de aferrarse a una metafísica- se convierte así en una de las principales obligaciones de cualquier mortal, por aislado que se crea en el más anodino de los pueblos del medio Oeste norteamericano. El limbo lynchiano es el infierno kafkiano: una sala de espera sobre fondo rojo donde nos podemos eternizar esperando congraciarnos con nosotros mismos.
Pero mientras se teatraliza este pulso entre la ingenuidad y la perversidad, también debemos de estar atentos a la representación en sí misma. Sus personajes se saben importantes, pirandellianos en sus aspiraciones de reconocimiento por parte del espectador. Amanezcan en el mundo que amanezcan, tratarán de llevar al acto sus respectivas potencias, ese credo inoculado por un narrador omnisciente dispuesto a carcajearse de su condición divina.
Disfrutar de Twin Peaks es disfrutar del caos. Esforzarse por ordenarlo y aceptar sin embargo las continuas derivas. Verla una y otra vez y creer encontrar nuevos patrones, como si se tratase de un puzzle caprichoso que no tiene que acabar pareciéndose a nada en concreto.
Por eso Laura Palmer morirá todas las veces que sean necesarias. Hasta que algún Dave Cooper –en esta o en cualquier otra dimensión paralela- consiga aterrizar en el instante adecuado y en el lugar idóneo, interrumpiendo así el inacabable círculo de sus reencarnaciones baldías.
Hasta entonces podremos ver pasear juntos de la mano a víctima y vengador, como si de dos músicos eternamente desacompasados se tratase. Pero… ¿y si la orquesta terminó su pieza hace tiempo? ¿Y si no hay banda?
Hola!
Muy bueno. Me gustaría citarte en un libro que estoy escribiendo sobre Twin Peaks (nada comercial, por cierto). ¿Puedes decirme un nombre o nick?
Gracias de antemano!