Un pajarillo rampante. El gran almacén de madera de la serrería Packard (que de facto ardería hasta los cimientos en el último episodio de la primera temporada) emitiendo humo por muchos sitios, excepto por sus dos chimeneas principales. Una máquina de oxicorte dando forma a los dientes de una sierra. Y luego… luego la curva de esa condenada carretera, con el cartel que anuncia la localidad y sus habitantes (51.201, para los amantes de la cábala). Las letras resaltadas en verde fosforito, todo tan kitsch. Y la música de Badalamenti alcanzando su cénit.
Era la entradilla original de la serie Twin Peaks, idílico prólogo que antecedía al sobreimpresionado de los nombres del reparto coral. Ya sabéis: la cascada a los pies de El Gran Norte, ese hotel hortera decorado con motivos indios donde se alojaban los visitantes más “ilustres” de la comarca. Un lugar de paso, de intrigas, de tiros a bocajarro y conspiraciones psicopáticas y psicotrópicas. Lo habitual de un pueblecito norteamericano al estilo David Lynch.
Después la cámara resiguiendo el curso aguas abajo, ya más calmada, en un barrido tan cuco como innecesario. Sombras de la arboleda perdida de Ghostwood.
¿Y si no he visto las dos primeras temporadas?¿Da igual?
Twin Peaks fue el resultado del matrimonio creativo entre David Lynch (siempre más interesado en “sus cosas”) y Mark Frost, quizás más pendiente de dotar al conjunto de, digamos… ¿una cierta lógica interna? Los dos provienen del noroeste rural de los EEUU y los dos –con esa distancia que media entre el artista y el artesano- se demostraron imprescindibles, cada cuál en su papel, a la hora de elaborar el más coherente tratado revolucionario que la televisión podía parir en aquél momento. Casi dos décadas antes de su eclosión definitiva como fábrica de ficciones adictivas.
David Lynch únicamente dirigió seis de los 30 episodios de las dos primeras temporadas filmadas hace ya 28 años. Los dos episodios pilotos de las temporadas canónicas, el tercero de la primera temporada ((Zen, or the Skill to Cath a Killer) aquél que marcó el antes y el después, el primero en que supimos del enano, la sala de espera y el telón rojo) y el segundo (Coma), séptimo (Lonely Souls) y último de la segunda (Beyond life and death). Se intuían allí sus ganas de marcar tendencia, de no delimitar el terreno de juego, de ampliar hasta el infinito su galaxia de desequilibrados que pretenden vivir su fantasía de normalidad. Por desgracia, las audiencias masivas fueron también inmisericordes: puedes hacer cualquier cosa con sus expectativas… excepto frustrarlas.
La mayoría de los episodios concluían con la foto de Laura Palmer, aquél retrato tan de comedor de casa, a poner encima de la tele –en aquellos tiempos los aparatos tenían un culo generoso- o como tope de la enciclopedia, allá por la tercera balda. La excepción a aquella foto fija, casi siempre, en aquellos rodados por Lynch: la taza de café humeante o el enano dejándose ir a golpe de cadera ralentizada.
La galería de personajes “raritos” de aquél pueblo tranquilo en el que se cometió un horrendo crimen (y luego otro y luego otro más) fue el elemento más rompedor de una de las primera ficciones televisivas en tomarse en serio a sí misma. Laura Palmer fue el macguffin más celebrado de una serie que fue, en sí misma, un sucederse de desvergonzados macguffins.
Vaya por delante mi confesión: la Twin Peaks original no pude verla en el momento de su estreno televisivo, cuando la recién nacida Telecinco presumía de producto extraño susceptible de ser cosido a anuncios cada seis minutos. Sí, las televisiones privadas acababan de desembarcar en España, yo contaba con 16 años, había una única televisión en casa y era el tercero en la línea de sucesión al mando a distancia, trono de hierro de la familia en la era pre-internet. Nunca tuve la más mínima oportunidad.
Así que opté por odiarla.
La odié por sistema, por haberse convertido en la comidilla de pasillo de instituto y motivo recurrente del forrado de carpetas de rubias y morenos inalcanzables. Además, no podía ser tan buena: ¡parecía gustarle a todo el mundo! (sí, ya apuntaba maneras como cultivador del postureo y el elitismo catódico).
Iba siendo hora de ponerle fin a este baldón en mi vida de mequetrefe. Volviendo al presente y sobrepasada ya la cuarentena (¿alguien puede negar que nuestra relación con cualquier manifestación artística tiene mucho que ver con cuándo accedemos a ella por primera vez, hasta con nuestro cambiante estado de ánimo?) me propuse hacer tabula rasa y acercarme, de hecho, al único producto de David Lynch que me faltaba por visionar. Con tiento y escepticismo, pero con unas ganas enormes de ser retado y soliviantado por enésima vez.
La primera pregunta que uno se hace en estos tiempos ajetreados es: ¿puedo lanzarme a disfrutar de la tercera temporada de Twin Peaks –esa en la que el control creativo de Lynch ya ha sido absoluto- ignorando las dos primeras entregas, tan añejas ellas? Mi consejo es que no lo hagáis, por muy entrenados que estéis en el principio de extrañeza. Tener frescas las dos primeras –una especie de prólogo naturalista frente a la fuga lisérgica de la tercera- me ha resultado imprescindible para entender el enorme cariño que el director ha llegado a profesar por sus criaturas, aunque tampoco os negaré que los nuevos personajes (casi sería mejor hablar de “apariciones”, en un sentido plenamente fantasmal) resultan memorables, despuntando entre unos habituales que parecen estar ahí como hitos para señalar el camino hacia el barranco.
Es más, os conmino también a que repaséis igualmente la película Twin Peaks: fuego camina conmigo (1992) –sí, lo peor de la filmografía de Lynch junto a Dune (1984)-, porque en esta última entrega también formará parte del puzzle alguno de sus más oscuros y desdibujados protagonistas.
Dejad que me venga arriba: en la tercera temporada de Twin Peaks, TODA la filmografía de David Lynch parece de hecho reverberar, hablarnos, exhortarnos. De ahí su excepcionalidad: el director de Missoula entrega un testamento-compendio televisivo que -¿alguien lo duda?- pasará a la historia del cine.
La cortina roja que separaba ambos medios ha sido definitivamente corrida.
Personajes, lugares, motivos de la serie clásica (T1 y T2)
Las dos primeras temporadas de Twin Peaks conservaron una relativa unidad geográfica en lo que se refería al desarrollo de la acción principal. El pueblo y sus misteriosos alrededores (bosques incluidos), con alguna incursión más lejana (y a todas luces innecesaria, como el idilio del chico de la moto con la ricachona turbia). En la tercera el Universo se expande hasta cubrir gran parte de los EEUU: casinos de Las Vegas, un loft-experimento en Nueva York, urbanizaciones clónicas, cárceles de mínima seguridad, ciudades de nombre equívoco… recónditos parajes donde los nietos del doctor Mabuse conspiran a sus anchas.
Pero existen una serie de personajes recurrentes en estos 48 episodios. Aquellos a los que Lynch ha podido rescatar, los supervivientes, los indispensables. A saber:
1.- El agente Cooper y sus invocaciones –grabadora en mano- a su secretaria invisible, la tal Diane. Monologuista nato, traumatizado, esclavo de sus sueños, muy fan del Dalai Lama, amante del café (y de las ex–monjas) y necesitado de mucho amor. No, no parece el perfil psicológico idóneo para alguien que debe de lidiar con un crimen sádico.
2.- Agentes del FBI con su idiosincrasia a cuestas y que se dejan caer algún fin de semana por Twin Peaks. El agente Gordon Cole y su sordera crónica (el sonotone parece ser uno de los inventos que menos ha evolucionado en estas casi tres décadas de gritos con el potenciómetro a tope). El sardónico enemigo de lo rural Albert Rosenfield, amargado (pero menos) también en la tercera temporada. O Denise Bryson (David Duchovny), que volverá a tener su empelucado minuto de oro en el cuarto capítulo.
1.- La comisaría y su fauna autóctona. Capitaneada por un sheriff (Harry S. Truman) sensible pero escasamente intuitivo, un indio que hace honor al tópico (sí, ‘Hawk’ es un gran rastreador), un ayudante de lágrima fácil (Andy Brennan) y una secretaria preñadísima en busca de un padre comprometido (Lucy Moran).
2.- Los teóricos “amigos” de Laura Palmer. Un novio que en realidad ya no estaba por la labor (Bobby Briggs), un motero con cara de gumio que va y viene como los ojos del Guadiana (James Hurley), una prima que se parece demasiado a Laura (Maddy Ferguson) y una compañera de instituto que la imita peligrosamente (Donna Hayward).
3.- Los dueños de El Gran Norte. Benjamin y Jerry Horne, un par de viciosillos neuróticos aficionados a los puticlubs discretos, la guerra de Secesión, las drogas duras y los bocadillos exóticos. La hija de Benjamin (Audrey Horne) se dedica por su parte a poner al descubierto la depravación paterna y a colarse de tipos complicados que siempre dicen estar de paso.
4.- La cafetería Double R Diner. La propietaria, Norma Jennings, se enamora de un hombre casado tiranizado por una mujer que vivirá después una regresión infantil a consecuencia de un golpe (de ambos (Big Ed y Nadine), sabremos también en la tercera parte). No la juzguéis: su marido está a su vez en la cárcel y los días entre tartas y reposiciones de café pueden hacerse muy largos. Le echa una mano Shelly Johnson, aficionada también a las relaciones tortuosas (es la amante del supuesto novio de Laura Palmer, Bobby Briggs).
5.- El bar Roadhouse. Con su neón chillón y su pistola disparando la onomatopeya (‘bang, bang’, por supuesto). El sitio donde ocurren las cosas malas… de noche, siempre de noche. Y noche en el cine de Lynch es sinónimo de subconsciente, de deseos pendientes de llevarse a cabo, de encuentros furtivos. Ah, y de actuación musical, casi a capella, con un público muy entregado. Coto de caza de chicos malos (moteros o no) y lugar de encuentro de parejas que no saben si lo son.
5.- La Logia Negra. Un no lugar, un limbo utilizado como sala de espera por almas en pena. En la tercera temporada no veréis a Bob o al enano, aunque tranquilos: Lynch les ha encontrado substituto. El nuevo maestro de ceremonias será el hombre manco (Mike, supuesto vendedor ambulante de zapatos).
5.- Otros. La señora Leño, amiga de tener largas conversaciones con el madero al que acuna y que le comunica secretos. El mayor Garland Briggs, embarcado en un proyecto supersecreto relacionado con la vida extraterrestre (Libro Azul). O el doctor Lawrence Jacoby, psiquiatra de Laura Palmer, tan perdido como ella misma.
… y en general, todos y cada uno de los habitantes de un pueblo enganchado a un culebrón (Invitación al amor) y adictos a las escasas novedades, esas que permiten olvidar de vez en cuando que el Mal tiene su morada allí mismo, en un inencontrable rincón de las afueras.
Twin Peaks 1989-1990. Preguntas sin respuesta
Recordemos cómo acababa todo: en el último episodio de la segunda temporada Laura Palmer le profetizaba al agente Cooper en la Logia Negra un nuevo encuentro a 25 años vista. Mientras tanto tocaba esperar, ensayando una pose estatuaria y enigmática. Y sin mirar mucho al suelo, que mareaba con tanta línea quebrada.
Sí, en el último episodio de Twin Peaks el agente Cooper daba con la ubicación de la Logia Negra. Una especie de club de gente chunga, maldecida, marchita o sencillamente que estaba muy mal de lo suyo: los que habían podido ver a Bob, rotos / escindidos por el dolor o el miedo. Uno no podía volver indemne de aquella experiencia, pero… ¿podía volver, siquiera? ¿Qué agente Cooper había retornado de entre los muertos?
En uno de sus últimos contoneos el enano mentaba ese palabro alemán que nos ha tenido un cuarto de siglos intrigados: doppelgänger. Con ella hacía referencia a la existencia del doble fantasmagórico de uno, un Mr. Hyde iracundo capaz de ejecutar las obsesiones más innombrables de nuestra psique.
Escuchad, escuchad el viento sacudiendo las copas de los abetos Douglas. Es hora de volver a Twin Peaks. Es hora de conocer, de verdad, al agente Cooper.
[Próxima entrega: parte I a IV]