“He luchado a brazo partido con la muerte. Es la contienda menos estimulante que podéis imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aún menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa” ‘El corazón de las tinieblas’, Joseph Conrad
Dos detectives, dos.
El mundano, el social. El que tiene don de gentes. El que quizás incluso vaya a misa los domingos y fiestas de guardar. El padre de familia que jamás ha disparado a nadie, con la banderita ondeando en el porche de casa. Pero también el adúltero recalcitrante, el paleto, el reprimido, el perpetuador de los prejuicios raciales. La fe. Esa que ya nadie presume de tener.
El anacoreta, el lobo solitario, el adicto. El abnegado servidor del orden público. El infiltrado que vendió su alma al Diablo y acabó abandonado a su suerte. El nihilista, el filósofo, el empírico. La ciencia. Esa a través de la cuál ya nadie busca la salvación.
Y una investigación criminal para atraerlos y atarlos a las tinieblas. De esas que le siguen a uno durante toda una vida, sin que haya manera de quitársela de la cabeza. ¿Cómo olvidar un crimen en el que la puesta en escena lo es todo? Las Memories of murder norteamericanas nos hablan también de un caso cerrado en falso, de un culpable omnipresente y suprahumano, de un Mal sin filiación ni castigo. Tres instantes en el continuo espacio-tiempo: 1995, 2002 y el presente. Un asesinato ritualizado que podría ser la punta de un iceberg macabro. Mujeres, niños. ¿Hay un monstruo al final del camino o el cuento esconde una enseñanza terrible sobre la dichosa condición humana?
True detective lo tiene. Eso. Lo que hicieron grandes a Carnivale, The wire, las dos primeras temporadas de Lost y las dos últimas de Breaking Bad. La certeza inoculada al espectador desde la mismísima canción de cabecera (la excelente Far from any road, del grupo The handsome family) de que esto… esto no es una mera anécdota, colega. La intriga es la excusa. La excusa ideal para hablarnos de lo que importa: nuestros miedos, nuestras expectativas. Nuestra continua necesidad de encontrarle un significado a todo esto.
Y tanto Marty Hart (Woody Harrelson) como Rust Cohle (Matthew McConaughey) saben mucho de miedos. El miedo a quedar expuesto, a que la mujer de uno descubra el pastel o el jefe se comience a hacer una idea aproximada de nuestras limitaciones. Y el miedo a perder el control, a deslizarse otra vez cuesta abajo sin canción alguna de Lou Reed para ilustrar la debacle. La zona oscura los llama. Y no están por las artimañas homéricas: no se atarán al mástil a escuchar, debatiéndose, el sugerente canto de las sirenas. No. Si se les empuja lo suficientemente cerca del borde, estos dos abrazarán el vacío.
Héroes. Chanchulleros y con las manos sucias, pero héroes al fin y al cabo. Durante una breve temporada hasta ellos se lo creen. Pero no por ello dejan de marcarse bien en corto aguardando un paso en falso del otro, el único que sabe que en realidad no son sino farsantes. Porque esta pareja sólo funciona sobre el terreno, cuando se trata de obtener información, conducir de aquí para allá o anotar con voluntad de entomólogo los más recientes y nada novedosos hallazgos alrededor de ese depredador aupado a lo más alto de la escala evolutiva. Fuera del ámbito laboral, no se toleran. Para Marty, Rust representa un lujo que ya no puede permitirse: dudar. Y para Rust, Marty es la quintaesencia del bípedo orgulloso de su condición vegetal. Transita por la vida sin hacerse las preguntas que de verdad importan. Aunque Rust también sepa que su mera formulación no le hace a uno mejor persona. Ni por asomo.
Silencios cargados de resentimiento, monólogos que hacen las veces de confesiones. La investigación se convierte así en el sentido último de unas vidas sin huella. No es mucho, pero cuando uno se ha acostumbrado a cenar a oscuras, comentar los programas de televisión en voz alta y pasar las horas muertas repasando las grietas del techo, quizás hasta pueda constituir un acto trascendente… encontrar al malo. Por una vez.
A vueltas con el sentimiento de culpa. Porque nuestra dúo maravillas (el uno, visiblemente alcoholizado, el otro, agotado de tanto pretender que las cosas le han ido mejor que al compañero) colaboró, sin saberlo, en este despropósito. Gracias a su concurso, a su dedicación… a su torpeza. Por acción y por omisión, cómplices necesarios.
Revolver el pasado acarreará consecuencias. Y como al Mickey Rourke de El corazón del ángel, quizás hasta les toque lidiar con lo sobrenatural. O con la propia locura, todo un paradigma del inframundo lovecraftiano. La senda queda jalonada de pistas falsas y testimonios inquietantes: un graffiti premonitorio, una chica catatónica, una ex–sirvienta senil. El hombre de las cicatrices y otros tantos eufemismos que se utilizan para nombrar al innombrable y describir lo inimaginable. Para imaginarlo, para ponerle nombre y apellido, hay que pertenecer al reducido círculo de iniciados. Carcosa. The yellow king. ¿Qué demonios…?
True detective vuelve a reinventar las razones para engancharse a una serie. Ocho horas donde no sólo asistimos a un recital interpretativo (McConaughey está mucho mejor en cualquiera de los capítulos que en la buenista y trillada Dallas Buyers Club y Harrelson se crece en la insalvable adversidad de tener que darle la réplica), sino a una constante sucesión de atmósferas inquietantes: de la carpa de un predicador en racha a las entrañas de una iglesia derruida, del idílico cementerio en el meandro de un río a una guerra de bandas desatada, de las inquietantes esculturas que celebran la muerte a una claustrofóbica sala de interrogatorios cargada de humo y mentiras piadosas.
¿Los responsables de este todo unitario? Una sólida construcción dramática por parte del guionista –uno y sólo uno, Nic Pizzolato, nacido en Nueva Orleans- y un mismo director para todas las entregas (Cary Joji Fukunaga, que demuestra, como ya hiciera en Jane Eyre, que lo suyo son los entornos sutilmente hostiles). La serie es el cauce serpenteante, las miasmas, las antorchas de combustión que invaden el agro. Las cruces que aparecen por doquier, hitos kilométricos en un territorio donde la religión ha devenido mera retórica.
Tanto Rust como Marty quieren tener razón. El fracaso personal no varía un ápice su visión cosmogónica: el hombre es un lobo para el hombre, el hombre es un ser débil que necesita creer en algo. Marty ha apostado a la manera de Pascal, Rust es más fan de Nietzsche en un pulso que recuerda al de Spencer Tracy y Gene Kelly en el clásico de los años sesenta La herencia del viento. Sólo se verán obligados a modificar su sistema de creencias cuando deban de enfrentarse a una de las numerosas manifestaciones de la Oscuridad.
Que no, que esto no iba de asesinos en serie. ¡Era teología para teleadictos!