American Graffitti (G. Lucas, 1973) transcurre en 1962 y fue rodada once años más tarde. Entre la llamada Movida del 76 y Dazed and confused (R. Linklater, 1993) pasan 17 años.
La primera acababa en tono elegíaco, con el pregón de los destinos de cada uno de los protagonistas, marcando no sólo el final de una etapa para sus protagonistas sino de una época en la historia de los USA; se acabó el tiempo de los dinner, los lolly pop y las carreras de autos. En 1962, Vietnam estalla con una sangría en ambos bandos y revienta la América Feliz. En 1973 Hollywood se hunde y la acción fílmica se va desplazando de la Costa Oeste de Lucas y Spielberg al Nueva York sucio de Scorsese, Schrader y Coppola. La producción de Dazed and confused coincide con cierto renacer del poder americano: Clinton sucede a Bush sr., que ha echado a Saddam de Kuwait, invade Haiti y se prepara para intervenir en Europa, mientras Eastwood hace renacer el western con Sin perdón y Windows interviene en el mundo entero. Dazed and confused no es tan melancólica como pretendió Lucas con su obra pero sí se plantea como una mirada hacia atrás, hacia el punto de arranque de lo que podría ser una prometedora carrera.
Y si Dazed and confused se cierra con las aventuras de un grupo en el último día de instituto, Everybody wants some!! se abre, transcurre y se cierra en el breve lapso de los tres días previos al inicio del curso universitario. De hecho, la nueva obra de Richard Linklater arranca con la mirada, entre lasciva e inocente, del joven Jake, a su llegada a la calle principal de la ciudad universitaria y se cierra con la caída de párpados de un cansado Jake tras su primera noche de amor. Entre ambas escenas Jake conoce a sus compañeros del equipo de baseball (una de aquellas extrañas costumbres americanas, de becar a negados para el estudio para que la universidad luzca atlética) y con todos ellos habla, bebe, baila, sale a ligar, fuma porros, bebe más, folla un poco, habla mucho más, hace alguna novatada, habla aún más, bebe de nuevo… y se enamora.
Es cierto, no pasa nada digno de mencionar en ningún resumen de la película. Y si lo que deseas es una trama elaborada sobre el amor, el sexo y la pareja… no vengas a verla. Si lo que buscas en Todos queremos algo son diálogos como los de Waking life, sólo aparecen de tapadillo en algún digresión de fumetas. Si quieres ver el transcurrir de la vida, como en Boyhood, te equivocaste de película. Porque, precisamente, lo que Richard LInklater hace ahora es todo lo contrario. Todos queremos algo representa la dilatación del tiempo. De un tiempo feliz, totalmente desprovisto de preocupaciones, de un instante arcádico lleno de bebida, ligues asegurados, buenrollismo incluso con los más ariscos compañeros (el palurdo Bieter o Beuter, el competitivo Mac, el obcecado Niles…) y de amor. De un inverosímil instante de la vida en el que se suceden fiestas orgiásticas, disco, country o arty. En un mundo en el que la fiesta sucede al deporte y viceversa, casi sin solución de continuidad. Un mundo que ya pasó (y en el que probablemente vivió el propio Linklater antes de una lesión de rodilla y de abandonar la universidad) y que el director decide inmortalizar.
Posiblemente no empatizamos con los miembros del equipo de baseball. Seguramente huiríamos de ellos como la peste, de coincidir en algún bar o en alguna fiesta. Sin embargo Linklater se las apaña para que veamos con agrado sus limitadas peripecias. Y ello no es debido sólo a los gags que puntean la película, ni al excelente grupo actoral (ya les veremos surgir en obras menos corales, estoy seguro), ni a la imponente banda sonora (de My Sharonna a éxitos disco y funky, de Queen a Pink Floyd, de Dire Straits a Talking Heads, de Blondie a Patty Smith…)… La podemos ver con agrado porque deseemos vivir allí, en este mundo fantástico que se desarrolla entre un abrir y cerrar de ojos, en un mundo de Oz de los 80, antes de los genocidios de Rwanda, Sudan o Serbia, antes del Septiembre de 2001. París fue una fiesta entre guerras y, para Linklater, lo fue la universidad de entonces. Por ello, el personaje más relevante de la trama no es Jake, ni el verborreico Finn, sino Willoughby, el desterrado. Willoughby (Wyatt Russell, hijo de Kurt y Goldie), el hombre de 30 años que simula ser un joven para poder seguir viviendo en el equipo de baseball. No por el deporte, ni por el dinero o la vida fácil, sino por vivir en esa eterna juventud que, en realidad, es tan breve. Ese brevísimo instante de felicidad plena que Linklater evoca, plenamente, en Todos queremos algo.