Dos flashes, dos sensaciones, dos prejuicios antes de entrar en materia. En el libro de Michael Booth The almost nearly perfect people. Behind the mith of the scandinavian utopia –una cruel autopsia del triunfo de la economía mixta en los países nórdicos- se abunda (todavía más, si cabe) en la fama de serios y envarados de los suecos. Sus vecinos y archienemigos daneses les tienen una tirria especial, convencidos ellos mismos de ser lo más parecido a un mediterráneo que te puedes encontrar en las riberas del Oresund. Una falta de flexibilidad que ha dado pie a chascarrillos al más puro estilo de nuestros chistes de Lepe: cuentan que si juntas a varios suecos alrededor de una mesa bien surtida de alcohol acabarán discutiendo –incluso y sobretodo borrachos, sí- de cómo reflejar la ingesta de ese artículo de lujo (las botellas de licor) en sus respectivas declaraciones de la renta. Porque hay que declararlo. Todo.
Y como va de exabruptos y exageraciones, aquí va una mía en forma de conexión imposible: el Jaime Walter de Museo Coconut (2010-2014), director de un prestigioso museo de arte contemporáneo con una querencia especial por los cuadrúpedos, las cogorzas con lagunas y los espejos en los que atusarse el pelo y ver qué tal le queda su fular de letraherido. En aquella comedia alocada con la firma de los sospechosos habituales de Muchachada Nui, el máximo responsable de una institución sustentada por la filantropía de una ricachona vivía atrapado en su propia estulticia, paseando / acechando por las inevitables salas de color blanco policlínico.
Partamos pues de estos dos contrarios: el figurín que se las tiene que dar de intelectual (aunque su honrosa y hasta titánica función no sea otra que defender proyectos imposibles y poner en contacto a seres humanos más bien prescindibles a los que sólo frecuenta en cócteles) y el constructo social resultante del innegable triunfo de la bonanza económica en apenas cinco países ateridos de frío.
Ruben Östlund, otro director de la desconfianza en el género humano (un pelotón de mal pensados encabezados por Buñuel, Rohmer, Kubrick o los contemporáneos Haneke, von Trier o Seidl) dejó claro en su anterior y también notable Fuerza mayor (2014) la terrible importancia que acaban teniendo los gestos insignificantes; las reacciones que no controlamos y que quienes nos rodean (y creemos que nos quieren) deciden utilizar como definitorias de nuestra personalidad. Las vacaciones instagrameras se pueden convertir en un infierno y todo porque durante un alud impostado primó más nuestro instinto de conservación que cualquier fantasía de apego familiar.
Tras el encadenado de situaciones fuertemente pautadas –esa vida guionizada que interpretamos la mayoría-, el azar irrumpe y lo único que provoca es… pánico. E imaginaos esa sensación de estar “a merced de los elementos” en la mismísima Suecia. Porque ser sueco en Suecia –creérselo y defender al personaje, por entendernos- se me antoja una carga digna del mismísimo Atlas. Tener que ser siempre el más tolerante allá donde vayas, el más políticamente correcto, el más concienciado, el más alto. En su Venecia del norte, el habitante del país más feliz del mundo (la estadística es una ciencia tan aburrida que es justo que la copen los escandinavos) disfruta de su estado del requetebienestar, pagando a cambio el más justo de los peajes: una vida sin sorpresas.
En The Square, nuestro programador de museo (Christian) es, ante todo y por encima de cualquier cosa, un excelente relaciones públicas. Su conocimiento y valoración del arte propiamente dicho es incluso secundario: le basta con ser un maestro de ceremonias atildado, con don de gentes. De esos que lo mismo te suelta un discurso motivacional que te hace creer que estás a punto de asistir, en exclusiva, a la inauguración de una exposición que te va a cambiar la vida. Justo después de los canapés.
Servir fielmente a los mecenas que patrocinan la institución a base de generosos donativos conlleva la obligación de ser un animal social. Tener reflejos, darle a esa élite pretendidamente ilustrada exactamente lo que pide: un ligero toque de emoción que además sea deducible en el balance fiscal anual.
La competencia es dura: los grandes transatlánticos culturales de las ciudades señeras de Europa aspiran a ser espectáculos de masas. Sin rubor alguno, imponiéndose al evento cercano (sea el fútbol o el concierto de la pop star de moda) y empleando para ello cualesquiera estrategia de marketing a su alcance. Instalados en la infracultura del ‘like’ y los videos virales, quienes deberían de estar al margen de todo ello son en realidad los más preocupados por el feedback, la dictadura de las mayorías y, cuando todo parece perdido y se imponen las soluciones desesperadas, la polémica absurda e interesada.
Por más que dé sobradas muestras de patetismo durante gran parte del metraje (cobardía, soberbia, manejo del chantaje emocional, uso y abuso de su posición de poder), Christian no es exactamente un miserable. Es un habitante de un cuadrado ideal –utópico leitmotiv de su siguiente exposición, imposible espacio en el que cultivar la bondad y defender unos ideales de justicia universal-, zona en la que los verdaderamente elegidos se creen, si cabe, todavía más seguros. Ese 1% de privilegiados globales que hablan continuamente de democracia y confianza, mientras siguen tratando al inmigrante con condescendencia, a la mujer con un sexismo apenas edulcorado y a “sus” artistas –esos a los que apadrinan y orgullosamente sustentan, sin saber siquiera si cuentan con su respeto- como animadores chic de sus cenas con traje de gala.
The Square participa de esta suspicacia tan propia de nuestros tiempos. Un doble lenguaje (realidad y posverdad) que se desmorona cuando el ser humano forjado a partir de la posición social que ocupa (y que en el caso del filme, implica concienciación medioambiental –la nómina da para un Tesla-, multiculturalidad de boquilla y obsesión por la propia imagen) comienza a intuir la opinión que suscita en los demás, ya sean desconocidos, empleados, hijas o amantes.
La caída de las últimas defensas precipita la crisis personal (uno de los “temas” por antonomasia en la todavía escasa filmografía de Ruben Östlund), superpuesta aquí a un desaguisado laboral a resultas de una campaña publicitaria torpe, infantil y faltona. Las supuestas chanzas a costa del arte contemporáneo no deberían distraer nuestra atención de las tres escenas que clarifican y elevan el significado global de esta fábula moral. A saber:
– La brutal performance (una escena que apostaría pasará a la historia del cine) durante la cuál los moradores de ese mundo feliz descubren que un artista digno de ese nombre tiene casi la obligación de poner en entredicho las certezas (morales e intelectuales) de aquellos que lo patrocinan y encumbran. Que no hay cuadrado ni zona de confort que valga: epatar a la burguesía es y será siempre la postrera forma de resistencia.
– La rueda de prensa en la que asistimos al linchamiento del antihéroe. La doble moral (a la sueca) se despliega en todo su esplendor: autocensura mental en medio de una continua apología de la libertad de expresión. Maniatados por su propio código de buenas costumbres, la canallesca cae en la trampa tendida por un par de descerebrados: lograr que hablen de uno partiendo de lo anecdótico y circunstancial. El museo tendrá su primera portada en mucho tiempo, carnaza ideal para los tabloides abonados a la pornografía.
– La visita al chico de extrarradio, víctima indeseada de una venganza tan indiscriminada como, a la postre, efectiva. La exoneración no llega: las hijas no podrán asistir a la revalorización de la figura paterna, aunque de vuelta de ese viaje al otro lado del espejo (la Suecia que pide, la Suecia que vino de lejos) entendemos que algo se ha roto para siempre. Como en el autobús que bajaba de la estación de esquí de los Alpes al final de Fuerza mayor: tras la epifanía (esa que nos revela nuestra propia mediocridad) sólo queda el silencio y la vergüenza.
* * * * *
Post scriptum (a manera de coda). Corre por YouTube un video que levanta acta de la inmensa frustración del director sueco cuando supo que su anterior filme no estaba nominado al oscar a la mejor película extranjera. Cierto o impostado, su sola existencia demuestra que estamos ante un personaje exhibicionista que dará mucho que hablar y que quizás sólo ha querido perpetrar La gran belleza a la sueca.
Mi único deseo es que acabe colidiendo con Lars von Trier y su ego quede lapidado por el del gran danés. Vaya tropa.