La publicidad hace tiempo que se percató de ello: los consumidores de hoy somos esa legión de cuarentones sentimentaloides, los mismos a los que puedes seducir con un anuncio protagonizado por la abeja Maya o un recuerdo edulcorado de su mitificada (y no por ello menos infame) E.G.B.
Los niños de los 80 son la piedra angular de una industria del ocio que ya no puede confiar en los más pequeños –la paga de papá no da para tanto- ni en los mayores –menos sofisticados, menos vulnerables… más inteligentes, vamos-. Los antiguos canales por cable –presentes y futuros depositarios del streaming multimedia- también lo han visto claro: va siendo hora de elaborar productos ad hoc, diseñados especialmente para aquellos supervivientes que se empeñan en alabar la década más rácana, hortera y tóxica del siglo pasado.
Netflix abrió brecha el verano pasado con Wet Hot American Summer: First Day of Camp, una serie de ocho episodios que cogía un clásico del low cost ochentero (hasta arriba de tópicos, pero con un extraño regusto a autenticidad, revirtiendo esa sensación de “vergüenza ajena” que caracterizaba al mejor cine de acampada, iniciación y falsas promesas de tetas) y lo convirtió –por la vía del homenaje y el guiño post-moderno- en una maravilla de la comedia reciente. ¿Y qué si los mismos personajes se siguen comportando como adolescentes acneicos a pesar de tener –claramente- 20 años más? Una idea loca que se completaba con un elenco de secundarios fenomenales, dispuestos a mimetizarse entre una turba con un único objetivo: pasárselo bien.
Pues bien: Netflix ha vuelto a las andadas. Y lo ha hecho de la mano de un par de hermanos guionistas (The Duffer Brothers) dispuestos a trascender sus pasadas colaboraciones para la televisión –que incluyen varios episodios de la flojísima Waynard Pynes, otro fiasco del gafe de M. Night Shyamalan- y legarnos a todo el público con memoria una pieza icónica que poder mostrar orgullosos a nuestra desencantada prole. “¿Ves? Los tiempos de papá molaban”.
La primera temporada de Stranger Things nos sitúa en el archiconocido pueblucho norteamericano en el que nunca pasa nada… y que se ve sacudido súbitamente por la desaparición de un menor. A partir de ahí, todo un compendio de convenciones cuyo principal encanto radica, precisamente, en su falta de sofisticación: la investigación amateur emprendida por sus amigos, hermano y madre, la poca credibilidad de la que parece gozar esta última, la irrupción de los alegres muchachos del servicio secreto de turno, la existencia de una realidad alternativa donde pasan very bad things…
Imaginaos, pues, el caramelo ideal. Uno que apele –sin compasión ni mesura- a vuestro corazoncito o, más concretamente, a ese hueco reservado en el mismo a todas las placenteras sensaciones ligadas a la infancia, a las primeras veces. El primer malo al que odiamos cordialmente, sin importarnos sus motivaciones de marioneta guiñolesca. La primera persecución entre unos coches y unas bicicletas tuneadas. El primer beso. La primera vez en que la ingenuidad venció al Mal. La irrupción de la magia, de lo sensacional, de lo extraño.
El día en el que supimos que los hombres con mono que salían de furgonetas modelo Equipo A sólo podían ser lacayos del gobierno, dispuestos a silenciar un patinazo de catastróficas consecuencias.
Porque aunque Stranger Things ha acabado siendo un fenómeno transgeneracional –de culto instantáneo, de hecho- lo cierto es que los nostálgicos e hipotecados cuarentones no podrán evitar la lagrimita al reconocer los abundantes guiños que abarcan desde Carrie o Scanners a Posesión infernal y Alien, pasando por E.T., Los goonies, La cosa… ni Tarantino logra acumular en sus filmes mayor compendio enciclopédico de referencias cruzadas.
Pero la cosa no se queda en la mera mención. Porque sus artífices, en un verdadero ejercicio de arqueología de estilo, ruedan “como lo harían” sus colegas de aquella época, sus a todas luces idolatrados Steven Spielberg, Brian de Palma, John Carpenter, Richard Donner y compañía. Y esto nos podría llevar al único punto polémico de este desacomplejado revival: ¿qué sentido tiene filmar, en pleno 2016, conforme a los cánones cinematográficos de hace tres décadas? Copiar planos, cortes, banda sonora, transiciones, personajes arquetípicos… ¿es Stranger Things el pastiche perfecto o lleva más allá alguna de sus premisas fundacionales? ¿Mejora en algo los originales? ¿Qué aporta?
No creo que nada de esto les importe lo más mínimo a los muy conscientes del alcance de su jugada Duffer Brothers (traducible como “hermanos zoquetes”). Porque merced a uno de los mayores aciertos de casting que uno recuerda en mucho tiempo –todos y cada uno de los integrantes del elenco están perfectos en sus roles, desde los fichajes más controvertidos que parecen estar ahí únicamente por sus rostros ‘retro’ hasta los recuperados Wynona Ryder y Matthew Modine- se logra el milagro último de toda creación: que amemos hasta la locura a sus protagonistas. Entrañables, empáticos y angustiados: ¿cómo no entender la desesperación de esa madre haciendo luminosos equilibrios al borde mismo de la locura? ¿O ese canto a la amistad inquebrantable que dura lo que duran las seguridades del pre-adolescente? ¿Cómo no rendirse ante ese sheriff hawksiano, traumatizado pero muy profesional, dispuesto a echar el resto a pesar de estar secundado por una panda de patanes de uniforme? ¿O ese idilio en ciernes entre el marginal y la pija hacendosa? Se mire donde se mire, la trama está montada para devolvernos hipnóticos reflejos de virtudes olvidadas o, quizás, de ingenuos anhelos ligados a nuestra inmadurez.
Los 80 fueron eso: ausencia de sofisticación –si la comparamos, sobretodo, con la retorcida psicología de la que hacen gala los héroes de los seriales actuales-, deportivas blancas, películas de Tom Cruise, neo-pánico comunista, mucho repeinado, fantaciencia y, con todo, fe ciega en las posibilidades de la humanidad. Porque si hay algo que no se ahorraba el cine de aquella década eran los finales felices, de un optimismo casi insultante.
Quizás por todo ello uno vea con cierto escepticismo esa segunda temporada cerrada con sospechosa celeridad a finales del mes de agosto. Las ocho gemas en forma de episodios son ya memorables, incluyendo el coherente final abierto, con un sabor agridulce muy de agradecer. Protagonistas seleccionados a la edad perfecta, un par de treintañeros dispuestos a reivindicar su oficio de narradores con pasado freak y un gran emporio encantado de enriquecer su oferta televisiva. Era la tormenta perfecta… ¿por qué tentar a la suerte?
Yo mismo me contesto: pues porque queremos más. La primera temporada de Stranger Things no la hemos visto: la hemos devorado. Recuerda a otras muchas cosas, sí, pero el resultado tiene algo de inédito. Estimulante, reconfortable… absolutamente placentera. ¿Facilona? Otros muchos lo intentaron en los últimos tiempos y no superaron el estadio de la parodia. No se busca fotocopiar, sino crear un marco emocional en que puedan… suceder cosas. Entre otras, la rendición incondicional del espectador.