En los años sesenta del siglo pasado, el héroe en las nuevas olas cinematográficas pasó a ser un asocial (qué narices: ¡a veces hasta antisocial!) orgulloso de su condición; con algo de apátrida, amante con pánico al compromiso, orate y filósofo. Personajes situados en los márgenes mismos de la colectividad -siempre más alienante que el propio alienado-, desubicados y en continua confrontación con todo y contra todos. El trauma se intuía. El inminente ostracismo al que iban a ser condenados, también.
El protagonista de Sinónimos -empoderado de sí mismo, con la prepotente seguridad de los malheridos- llega a París vía Israel. Aparece ligero de equipaje, pero lastrado emocionalmente. Se las apaña para entrar en un céntrico domicilio -bastante similar a su circunstancia: vacío, por amueblar- y se pega una ducha. Al salir de la misma descubre que le han robado sus escasas pertenencias y que una maldición familiar está a punto de repetirse.
En su ayuda acude la burguesía francesa sin complejo alguno de culpa: el aprendiz de bohemio con papá empresario y la oboísta ensimismada. Ellos le concederán una segunda oportunidad a cambio de… a cambio de la novedad.
Pero Yoav (avasallador Tom Mercier, en el que es su primer papel para la pantalla grande) está acostumbrado a la lucha por la vida y quiere probar suerte en solitario en su país de adopción. Acaba en un piso destartalado, comiendo lo mismo durante siete meses, pertrechado con un diccionario del que espera aprender las palabras francesas que merezcan decirse en voz alta y tratando de olvidar ese clima de guerra permanente del que viene.
La comunidad judía lo acoge con cierto escepticismo -no acaban de entender muy bien su huida de la mitificada patria-, pero merced a estos contactos logra un trabajo como vigilante de seguridad en la embajada. Su círculo de amistades es reducido y poco selecto: tipos pendencieros con formación militar -la misma que tuvo él-, embarcados en un sionismo épico donde el enemigo, de no existir, se inventa.
Como la Carrie de Homeland, estos hebreos en el exilio están alerta las 24 horas del día, a la espera de un síntoma, de un reproche, de cualquier cosa que pueda ser interpretada como un rechazo. Bombas de relojería en potencia, se sobreentiende que han sido entrenados en el miedo y la paranoia, alimentada en la Francia del caso Dreyfus y las masacres yihaidistas. Hablan en su idioma, quedan para pegarse con nazis y, en definitiva, se saben de paso y en tierra hostil.
Pero Yoav desea fervientemente integrarse. Quiere aprender francés, olvidar hasta su lengua materna, formar parte de la República enciclopedista. Aprenderse el himno, regalar fraternidad a espuertas, relatar o inventar historias para sus nuevos seres queridos. Pero el cuento de hadas se cimenta en el construto inherente a todo país: las promesas hueras, la superioridad -moral y casi espiritual- de este nuevo mundo con pasado colonialista… un cúmulo de brindis al sol y proclamas desgastadas, de buenas intenciones y barreras invisibles.
Desencantado ante tanto hipocresía, nuestro héroe abandonará el paréntesis parisino equipado con un montón de sinónimos y con la certeza de que allá donde recale encontrará más o menos lo mismo: estados encantados de haberse conocido, buenismo identitario y la habitual división de clases, impermeable hasta en la ciudad donde se erigió y se tomó la Bastilla.
Rebelde con causa indeterminada, a Yoav lo que le duele es la vida y el propio mundo. Existencialista, godardiano y kamikaze, su intento por entenderlo todo concluye con la habitual victoria moral, de poco valor cuando lo que uno ansía es perseverar en la derrota y fundirse en cualquier paisaje urbano que asegure el anonimato y el olvido.