“Vosotros, masas ceñudas de ojos incendiados
Que vitoreáis cuando desfilan los soldados,
Id a casa y rezad para no saber jamás
El infierno al que la juventud y la risa van”
Este mismo año el veterano Terence Davies estrenaba Benediction, una ficción alrededor de la ajetreada y sufriente vida del poeta británico Siegfried Sassoon. La película tenía todo lo que se puede esperar del cine de Davies desde la cautivadora The Deep Blue Sea (2011): preciosismo a nivel estético, maestría en el tratamiento de las elipsis argumentales y los silencios significativos, pesimismo militante e incluso, cómo lo diría… un desencanto patológico en todo lo concerniente a las relaciones humanas.
Una cinta que transcurre un siglo después de Historia de una pasión (2016), su anterior filme que giraba alrededor de la enclaustrada vida de otra masoquista mórbida: Emily Dickinson. En ambas Terence le da una vuelta a aquel cine de época de James Ivory (e Ismail Merchant, ¡menuda dupla!), el más british de los directores estadounidenses. Lo que en aquél era producción poderosa y pompa y circunstancia algo impostada -pero muy efectiva, no le hagamos de menos al príncipe del cine de tacitas-, en Terence Davies es soledad y genuino drama existencial. Dos caminos perfectamente válidos, aunque Ivory restará siempre como sinónimo del cine de qualité buscapremios y Davies cultiva un clasicismo sobre el que no parece cernirse fecha de caducidad alguna.
En cualquier caso: el genio y la figura de Siegfried Sassoon que se esboza en Benediction basta y sobra para azuzar la curiosidad del más apático de los espectadores. Así que permitidme una pequeña semblanza biográfica -salpicada de sus versos, la razón de su inmortalidad- de uno más de los millones de hombres que tuvo la mala suerte de ser convocado a aquella carnicería conocida como Primera Guerra Mundial.
Conocí a un soldado raso
Que sonreía a la vida con alegría hueca,
Dormía profundamente en la oscuridad solitaria
Y silbaba temprano con la alondra.
En trincheras invernales, intimidado y triste,
Con bombas y piojos y ron ausente,
Se metió una bala en la sien.
Nadie volvió a hablar de él.
Al parecer Sassoon venía de familia privilegiada, aunque algún que otro revés económico los alejó de la crème de la crème, de esa aristocracia clasista de la que ya heredó más de un vicio (el críquet y la caza, sin ir más lejos). Lo suficientemente niño-bien, en cualquier caso, como para poder vivir sin trabajar. La llamada a filas de 1914 lo pilla con 26 años y una euforia patriótica intacta. Poco le iba a durar.
Lo que vería allí durante sus siguientes años de servicio lo empujó a escribir sobre ello con un único propósito: denunciar la matanza, avergonzar a los dirigentes de su país y pedir responsabilidades por aquel sinsentido prolongado en el tiempo para jolgorio de enterradores y paseantes de camposanto. Sassoon fue uno de los primeros pacifistas militantes y lo fue con una hoja de servicios difícilmente cuestionable: llegó a comandante de compañía y se ganó fama de suicida. Fue consecuentemente herido y condecorado (de su Cruz Militar se deshizo, como se ve en el filme, lanzándola a un río).
Los poemas de Sassoon son pletóricos, salvajes, irónicos, brutalmente realistas, recargados de adjetivos y muerte. Es difícil encontrar una traducción en nuestro idioma que les haga justicia. Todos están llenos de las imágenes poderosas que dejan la ira y los traumas de cualquier excombatiente: cuerpos reventados al lado de uno, coroneles psicopáticos perorando a una distancia prudencial del frente, loas patrioteras que ya a nadie engañan y bayonetazos que no desgarran solo la carne. En su tiempo nadie pudo negarles su fuerza… aunque más de uno viese indecoroso poner por escrito lo que la mayoría callaba y se guardaba para sí.
Filas de rostros grises, murmurantes, máscaras de miedo
Abandonan sus trincheras, pasando por la cima,
Mientras el tiempo pasa en blanco apresurado en sus
Muñecas
Y aguardan, con ojos furtivos y puños cerrados,
Luchando por flotar en el barro. “¡Oh Dios, haz que pare!”
Sassoon se codeó con otros poetas, diletantes e intelectuales que compartían su tendencia sexual (de una manera que nunca pudo ser expresada abiertamente en sociedad: véanse en la película los inteligentes diálogos plagados de sobreentendidos entre el herido en el alma Sassoon y su terapeuta). En su círculo constaban su mentor Robert Ross (que había frecuentado al mismísimo Oscar Wilde), E.M. Forster (algunos de cuyos libros centrados precisamente en personajes homosexuales no pudieron publicarse hasta después de su muerte) y el episódico pero esencial Wilfred Owen: se conocieron como convalecientes y acabó siendo -bajo el influjo de su admirado Sassoon- el más conocido de los bardos de las trincheras (una fama a la que ayudó su condición de mártir: Owen murió en 1918, en la recta final de la guerra).
No sé si Sassoon llegó a conocer a otros escritores británicos homosexuales más jóvenes, la siguiente generación que se vería sacudida por otra conflagración mundial. Pienso en Christopher Isherwood (que dejaría un testimonio impagable sobre los albores de la Alemania nazi en Adiós a Berlín), Stephen Spender o W. H. Auden (la convivencia tirando a tormentosa de estos tres últimos en Portugal se puede reseguir en Diario de Sintra).
Terence Davies no nos ahorra su etapa final, marcada no tanto por la decadencia como por el desencanto. El desencanto de tener que transigir, negando su propia naturaleza y negándose, de alguna manera, cualquier posibilidad de felicidad. Sassoon se vio impelido a un matrimonio de conveniencia, tuvo el preceptivo hijo e incluso una crisis de fe que le llevó a convertirse al catolicismo.
Su vida, pese a la inercia de eso que llamamos existencia (¿supervivencia?), había concluido mucho antes de su muerte física en septiembre de 1967. Se la había dejado bien atrás, en alguno de los campos de batalla de Francia o Bélgica, en aquellos años de locura, discursos, bendiciones y rostros desfigurados en los que vio a hombres rezar, arder, ulular, agonizar y cantar.
El obispo nos dijo: “Cuando los muchachos regresen
No serán los mismos. Porque ellos pelearon
En una causa justa: lideraron el último ataque
Contra el Anticristo; su sangre de camaradas compró
El nuevo derecho para multiplicar una raza honorable.
Ellos retaron a la muerte y la enfrentaron cara a cara”.
“¡Ninguno de nosotros es el mismo!”, replicaron los muchachos.
Para George fue perder sus dos piernas; y Bill está ciego como una piedra;
Al pobre Jim le perforaron los pulmones y le gustaría morirse;
Y a Bert se lo llevó la sífilis: “Usted no encontrará
Un chico que no haya tenido un cambio al servir”.
Y el obispo dijo: “Los caminos de Dios son extraños”.