1965. A un vertiginoso ritmo de una película por año desde que debutase allá por 1955, la filmografía de Ray ya sumaba una docena de títulos. Un momento tan idóneo como cualquier otro para empezar a hablar un poco de sus miedos, de los cambios (que siempre parecen inminentes) exigidos por la siguiente generación, de su oficio de director. Dominado el invento de los Lumière, tocaba explorar sus límites y cuestionar su esencia misma.
Lo habréis oído alguna vez y no es detalle baladí: Satyajit Ray comenzó en esto del cine localizando exteriores para Jean Renoir en la que sería su enésima obra maestra: El río (1950). Aquella experiencia le reforzó en su empeño de empezar a contar historias con la cámara, de hacer de su Calcuta natal materia cinematográfica.
Pero antes de esto Ray ya llevaba tiempo cultivando la cinefilia. Fue el fundador del primer cineclub de su país, uno de los muchos lugares donde degustaría y programaría un cine autoral que influiría decisivamente en su concepción de la imagen, el plano y la puesta en escena. Como le pasaba a Akira Kurosawa, sus referentes más admirados eran occidentales, porque de allí era de donde venía un lenguaje cinematográfico sofisticado, con ganas de diferenciarse de cualquier otra disciplina artística. Y eso, indudablemente, casaba con su propia concepción de arte.
En el siguiente puñado de cintas que abarcan los últimos 25 años de su carrera encontraremos referencias -pasadas por su particularísimo tamiz- al cine practicado por sus contemporáneos: de Fellini a Godard, de Antonioni a Cassavetes. Sin abandonar el clasicismo pero demostrándose interesado en cualquiera que pretendiese, de manera consciente, llevar a aquél medio de expresión un pasito más allá.
Si ya en El cobarde coqueteaba con el cine dentro del cine, en El héroe (Nayak, 1966) elige directamente como protagonista al arquetipo del cine más masivo. Un tipo apolíneo, seguro de sí mismo y convencido de haber alcanzado el estrellato merced a sus merecimientos. Uno de esos actores con los que a buen seguro le tocó trabajar a lo largo de su carrera.
Lo fascinante, claro está, radica en cómo nos cuenta lo que nos cuenta. Porque ya habíamos visto muchas veces a un supuesto triunfador rememorando su pasado durante el trayecto hacia algún sitio-símbolo. Aquí el mecanismo funciona impulsado por una periodista preguntona -pero con poco interés por los logros del entrevistado- y ese viaje en tren durante el que puede trabar conocimiento, después de mucho tiempo en su torre de cristal, con gente corriente. La que termina pagando (o no) por verle acometer sus hombradas en la pantalla grande.
Por supuesto que la decepción será máxima, porque descubriremos a un personaje acomplejado, alcoholizado y mortalmente desilusionado. Y a saber lo que fue primero. Un pobre diablo que necesita gustar, sentirse querido. Pero incapaz de comprometerse en lo personal o en lo político, pendiente siempre del dictamen de esa opinión pública que acecha en el compartimento del tren, en el anden de salida o llegada, en el estrecho pasillo que lleva al vagón restaurante.
El éxito se ha cobrado por el camino unos cuántos cadáveres que empiezan a abarrotar el armario de la memoria. El final de la inocencia, la mezquindad para con algún compañero de profesión, amores y desamores en cascada. Una fatalidad que, a la manera de los personajes defendidos por Marcello Mastroianni, apenas puede ya esconderse detrás del cinismo y la falsa sensación de seguridad en uno mismo.
Son muchas las películas sobre correrías masculinas en tiempo de asueto. El punto de partida es siempre el mismo: un corto periodo vacacional, toneladas de represiones y un desentenderse de las consecuencias de los propios actos.
En 1970, Cassavetes estrena su Husbands y Ray Días y noches en el bosque (Aranyer din ratri, 1970). Una tocata y fuga de cuatro urbanitas en pos del edén perdido. Bueno, en pos de algún ligoteo de baja intensidad, muy parecido a las supuestas “conquistas” de los héroes españoles del destape.
Sin tanta lubricidad y con bastante más mala uva, hete aquí a los recién arribados al campo: un deportista reponiéndose de su lesión, un feo vocacional y dos seductores Mañara a rebufo de la definición del poeta. ¿Sus víctimas? Prácticamente todo aquél con el que se cruzan: un celador al que comprometen para asegurarse alojamiento, una viuda descendiente de terratenientes venidos a menos a la que dar falsas esperanzas, una paria a la que besuquear tras contratarla por la voluntad para hacer las labores del hogar…
Todos, en mayor o menor grado, resultan tipos despreciables. Han venido a correrla lejos de Calcula, a echar una cana al aire o jugar al señorito en tierra de precariedades. Ray se muestra inmisericorde: Calcuta exporta al humilde agro una clase media arribista, dispuesta a regodearse en los mismos vicios que los maharajás de antaño. Sin séquito ni el ancestral deber de proteger al pueblo, ostentosos y anacrónicos antes incluso de imponerse como clase social.
El adversario (Pratidwandi, 1970), primera entrega de su trilogía de Calcuta (en base a la afinidad temática de tres de sus filmes de los setenta… sí, otro constructo de la crítica), hace todavía más ostensible este cambio de rumbo. Por hacer un símil con el cine patrio, sería como si después de demasiados Marcelino, pan y vino a Ray le diese por un enfoque más perverso, casi buñueliano.
Eso en lo referente a los argumentos (más patente en Días y noches en el bosque), porque en lo relativo a la forma El adversario es una película deudora ya de las nuevas olas. El héroe sartriano encuentra su particular nausea en ese inpass que trascurre desde el final de la vida universitaria y hasta la incorporación en el mercado laboral. Un periodo-compendio que sirve para hacer control de daños: dónde quería haber llegado y donde estoy, a quién me hubiese gustado parecerme y quien soy en realidad.
Para el recuerdo las memorables escenas de la entrevista de trabajo, casi un cortometraje con entidad propia. Si Godard se pasó casi una década buscando excusas burguesas para llamar a la Revolución de los otros (y perpetrando algunos de los ejemplos más aburridos de propaganda ideológica), a Satyajit Ray le bastan 15 minutos, un puñado de candidatos, mucho calor y pocas sillas para pergeñar un genuino alegato proletario. A la postre, el adversario podía acabar siendo cualquiera de la propia generación que optase a algo tan insustancial como… un medio de vida, una posibilidad de sustento.
Los jugadores de ajedrez (Shatranj ke khilari, 1977) es, ante todo y para el occidental constantemente desinformado, una lección de historia. Si alguna vez tenéis curiosidad sobre la manera sibilina como la Gran Bretaña pasó de ver la India como un protectorado a incorporarla al Imperio, este es vuestro filme.
La parábola es hermosa: dos funcionarios a los que les va bastante bien a la sombra del actual y contemporizador status quo, asistirán atónitos al derrocamiento de su señor y la entrada en primerísimo plano del supuesto “amigo” británico. Una vuelta de tuerca que se traduce en la definitiva pérdida de una independencia que ya era más que relativa.
¿Y qué harán estos dos factótums mientras su país cambia de manos? Pues nada en absoluto. Bueno, no, miento: jugar al ajedrez. Y hacerlo de una manera compulsiva, más allá de sus deberes maritales o profesionales. A manera de opio tranquilizador, las 64 casillas del milenario tablero les permiten no pensar en lo que ha de venir. Dos avestruces sin muchas ganas de sacar la cabeza de sus respectivos hoyos.
Para acabar El mundo de Bimala (Ghare baire, 1984) a Ray tuvo que echarle una mano su hijo, que por aquél entonces ejercía de cámara en el filme. Su ataque al corazón padecido el año anterior hizo de sus últimas obras trabajos mucho más estáticos, también menos elaborados. Nos adentramos en el socorrido mundo de las “obras menores”: ese eufemismo que quiere describir cierta decadencia en el prolongado devenir de un maestro consagrado.
Para empezar, olvidaos de lo de “el mundo…”. Se trató de una estratagema de distribuidor para enlazarla en la memoria cinéfila con El mundo de Apu (1959). Porque aunque parezca increíble, sí: Home and the world, el título original de esta nueva adaptación de Rabindranath Tagore, llegó a conocer estreno en España (la única de la luenga filmografía del indio).
Bimala tampoco es exactamente la protagonista de esta historia de fundamentalismo y populismo a tumba abierta. Comienzos del siglo XX: hinduismo e islam vuelven a tener uno de sus encontronazos recurrentes en la India. Esta vez el catalizador es un líder nacionalista hindú, en plena cruzada -supuestamente- contra los productos importados.
La India para los indios pero sin tener muy en cuenta la diversidad de credos, vamos. A este auge inopinado de la tontuna patriótica asisten una impresionable Bimala y su marido, uno de esos aristócratas-intelectuales tan frecuentes en la filmografía de Satyajit Ray. Un sabio decadentista dotado de una infalibilidad algo cargante.
A pesar de la cautela de su consorte -que en un inhabitual gesto para la época deja a su mujer “salir al mundo” y relacionarse con el pujante líder-, lo cierto es que Bimala se siente desde el principio fascinada por este patriota de pacotilla. Algo hay en el ritmo de su voz, en sus encendidas soflamas, en ese tono benevolente y a la vez enérgico.
Bimala es un resumen de esa “mujer confundida” o susceptible de caer en el engaño… todo un arquetipo en el cine de Ray. Más allá de los poderosos roles interpretados por su musa Madhabi Mukherjee, lo cierto es que la heroína de sus historias está casi siempre en un discreto segundo plano, acorde con el que era (¿por qué hablo en pasado?) su papel en la sociedad india. Ray no es un reformista, aunque en su cine, repito, haya personajes femeninos poderosísimos.
Un enemigo del pueblo (Ganashatru, 1989) es posiblemente su trabajo menos logrado. La obra teatral de Ibsen tiene aquí una transposición en imágenes más bien ramplona, con exceso de interiores filmados con apatía. El cuerpo y el espíritu de Ray ya no estaba para muchos trotes, pero aún así sabe quedarse con lo que más le debía de interesar del dramaturgo noruego: esa razón arrinconada y vilipendiada por los que dicen hablar en nombre del interés general.
Las ramas del árbol (Shakha Proshakha, 1990) no fue técnicamente su última película, pero es sin duda alguna la última en la que su arte brilló a gran altura. Una despedida a la altura de los grandes, con ecos al réquiem de John Huston (Dublineses (1987)) o a esa elegía colonialista de David Lean (Pasaje a la India (1984)).
La excusa para hablar de lo que realmente le importa (la corrupción moral que se va adueñando poco a poco de la India tras su saboreada independencia) es un encuentro familiar alrededor de la figura del patriarca. Un genuino prohombre que intentó que su enorme beneficio económico redundase de alguna manera en la comunidad que lo vio nacer.
En la actualidad trata de mitigar su soledad en la compañía de su propia padre -gagá perdido- y de su hijo Proshanto, que a consecuencia de un accidente de coche parece fuera del tiempo, anclado en un lugar particular e intransferible. Era el más brillante de todos, el llamado a heredar el legado espiritual del padre. Ahora, mitad orate, mitad profeta, se dedica a escuchar música clásica y a esperar que las cosas ocurran en el orden en el que están escritas.
Para el resto de hijos, el retorno a la casa paterna para rendir visita al convaleciente es… pues un coñazo. Una interrupción inoportuna a sus negocios, esos que se fundamentan -de manera confesa o no- en el tráfico de influencias y las cadenas de favores de dudosa legalidad. Lo de repartir parte de la fortuna amasada ha quedado ya como una excentricidad paterna, una anécdota que contar a los periodistas interesados por el pater de la dinastía económica. Lo acumulado redunda en uno mismo y en sus vicios más o menos confesables.
Si el cine de Ray arrancaba con un canto general a la vida -incluso a la mala vida-, terminaba sumido en la más completa derrota existencial. Del árbol poderoso habían brotado unas ramas que tenían más de malas hierbas que de retoño luminoso a la espera de la proverbial primavera. No nos debe chocar: a fin de cuentas la lucidez es un camino asfaltando en una sola dirección; la del desencanto por el cambio que ya no veremos en vida y por esa humanidad tan próxima como irreconocible.