Hace 28 años se nos vendió Bienvenidos a la casa de muñecas como el supuesto debut de un director de esos “raritos” -por propia y enconada elección-; de los que quieren a sus personajes tan poco como poco se quieren a ellos mismos, incapaces de ignorar esta hipócrita mascarada que representamos con desigual fortuna. Todd Solonz, apocado y reconcentrado, iba para rabino y les ahorró a sus potenciales feligreses lúcidas descripciones del infierno terrenal optando por el trabajo de guionista (que también tiene algo de pontificar, de lanzar discursos edificantes a una audiencia que siempre se hace la sorda).
Encumbrado como apóstol indie, el de Nueva Jersey (¿de dónde si no?) se consagró definitivamente con Happiness (1998), posiblemente una de las películas más hijas de puta de la historia del cine. Una cinta que, en los tiempos que corren, se me antojaría irrealizable: el Everest de la perversidad, de la desconfianza enfermiza en la humanidad sin mayúsculas. Criaturas disfuncionales amantes de las emociones fuertes… ¿mayor reto que el dejar testimonio de su propia estulticia?
Lo cierto es que después realizó dos cintas que no tuvieron la misma repercusión (aunque abundaban de una manera absolutamente coherente en aquel Universo desgarrador): Storytelling (2003) y Palíndromos (2004). Tras lo cual llegó el silencio, la distribución a trompicones y la falta de eco de sus mórbidos -ya más que morbosos- estrenos.
Tal es así que poco o nada sabía de sus últimos quince años de carrera. Así que con la excusa de su visita a Barcelona aproveché para repescar sus tres últimos films hasta la fecha: Life During Wartime (2009), Dark Horse (2011) y Wiener-Dog (2016).
Todd Solonz, visto desde la fila 8, se antoja un tipo asustadizo y discreto, abrumado por los tres cuartos de entrada que ha logrado reunir su última película, rodada hace ya más de 7 años. Habla en voz baja, apenas levanta la mirada del micrófono y contesta de manera tan comedida como irónica.
Dice no entender como todavía no ha sido cancelado y sentirse encantado con su faceta docente en la Escuela de Artes de la Universidad de Nueva York. Se disculpa de las cosas que le hizo decir a Julie Delphy en Wiener-Dog y no da la sensación de ser ningún maldito… más bien un inadaptado serenamente orgulloso de su condición.
Life During Wartime (2009) significó un retorno al controvertido “territorio Happiness”. Y esta necesidad de volver al que fuera su cenit como creador (en formato secuela free style) señala de por sí un indudable momento de crisis creativa. Porque creíamos que no había más espacio para conversaciones incómodas con la pedofilia por tema y… estábamos equivocados.
Tres hermanas judías y esta insaciable sed de trascendencia que caracteriza a los personajes de Solonz. Tanto da las veces que hayan fracasado: siempre queda esperanza para una nueva intentona, inasequibles al desaliento. Así que aunque al resto nos resulte evidente que la cosa no va a funcionar, ellos persisten. Como si la ingenuidad inherente al american way of life hubiese penetrado tan hondo en sus seres que fuesen incapaces de enfrentarse a situaciones cotidianas echando mano del… ¿sentido común?
Un padre pedófilo (o no) que sale de la cárcel, una mujer que quiere volver a empezar (aunque sea junto a un tipo poco agraciado), otra a la que gusta sacrificarse por una especie humana que no tardará en decepcionarla (atención al prólogo, una de las cenas de aniversario más deprimentes que uno recuerda).
Lo que en Happiness fluía avanza ahora con dificultad, aunque es innegable que el director conserva su pulso perverso… que aquí degenera en innegable regodeo sádico. Y es que no hay nada que dé más miedo en sus películas que un adulto dispuesto a mantener una conversación distendida con un menor de edad. Ay, Dios.
Dark Horse (2011) -lisérgicamente titulada en España Mi novia ideal– se centra en la figura de Abe, un niño de papá inmaduro y desconocedor de sus privilegios. Los privilegios de ser el hijo de un empresario forzado a emplearlo, intentando -en vano- hacer de él… ¿un hombre de provecho?
Imposible. Ya nos lo adelanta el título original, ese Dark Horse que en inglés designa a un ganador por sorpresa o, más exactamente, a un perdedor nato por el que nadie apuesta y que termina dando la campanada. Abe odia trabajar y odia, sobre todo, saberse un motivo de vergüenza para sus dos progenitores, la sobreprotectora Phyllis (Mia Farrow) y el lacónico y derrotado Jackie (un extraordinario Christopher Walken). Así que cuando se cruza en su vida la -a todas luces- mentalmente inestable Miranda, está convencido de que ha llegado su momento. O de que ha llegado algo, qué demonios.
A partir de ahí, como ya supondréis, todo es patetismo extremo. ¿Hasta qué punto puede llegar a humillarse este hombre por unas migajas de afecto? El límite es el cielo, oigan. Miranda, traumatizada tras su última relación, no le escatima su desprecio militante o, más concretamente… su absoluta indiferencia. Y a Abe ya le vale.
El héroe lamentable -un clásico solonzniano- tiene como principal función ahondar más y más en su miseria hasta que al espectador le duela mirar. Pero por este vago vocacional -encantado con su habitación-templo, ese lugar refractario a la impúdica realidad- es imposible sentir lástima: estamos ante un gilipollas olímpico. Cruelmente -sí, el director lo sabe- deseamos que la vida lo muela a palos a ver si así… ¿espabila?
Qué va. Abe ha hecho de la autocompasión un arte (su hermano licenciado es el responsable de un trauma que solo existe es su cabeza; su padre, anonadado ante su inabarcable estupidez, es una permanente amenaza castradora) y tras su última barrabasada nos tememos que va a tener un arsenal de nuevas razones para sentir lástima de sí mismo.
Dark Horse se resiente de un protagonista muy justito (Jordan Gelber), devorado en todas y cada una de las escenas que comparte por un Walken que parece una prolongación de aquel personaje hosco e inquietante que le regalase a Woody Allen en Annie Hall (1977). Aquí ha tenido un hijo y ha enterrado, bien hondo, todo motivo de regocijo.
Wiener-Dog (2016) demuestra, para empezar, el carácter de culto alcanzado por el autor, capaz de rodearse, hasta en la más humilde de sus producciones, de un reparto que incluye a gente como Greta Gerwig, Julie Delphy, Danny DeVito, Ellen Burstyn o la muy de moda Zosia Mamet.
Estamos ante otro machihembrado de historias poco edificantes marca de la casa. Como aquél oxidado winchester ’73 que iba pasando de mano en mano en el clásico de Anthony Mann, aquí el mcguffin para arrejuntar cuatro historias de miseria sin sordina es un perro salchicha bastante gafe a la hora de elegir (es un decir) dueño.
La odisea perruna arranca en la casa de diseño de una familia de clase alta. Por más que el hijo pequeño dé muestras de indudable sensibilidad, unos progenitores gañanes (impagable la explicación xenófoba con la que Julie Delphy le pone sobre aviso de lo que pasa con ciertos perros callejeros de incierta procedencia) se encargarán de dejarle bien claro que el mundo de los adultos… es bastante más salvaje que el de las mascotas huérfanas.
De aquí saltamos a una auxiliar de veterinaria todo corazón, pero algo alelada (ese otro significado, en argot, de wiener), que emprende un extraño camino de autodescubrimiento junto a su ligue vintage: un drogadicto que la recuerda lejanamente del instituto. Un esbozo de road movie para marginados.
La tercera historia es la más interesante y es de suponer que también la más autobiográfica. Un profesor progresivamente desmotivado de una escuela de cine escucha las obviedades de su poco inspirado alumnado, mientras a su vez suelta otros tantos lugares comunes de su más bien escaso repertorio como pedagogo. A la espera, eso sí, de colocar alguno de sus guiones y pegar definitivamente el pelotazo.
Una pieza de cámara que hace las veces de diván, exorcismo de sus propios miedos y proyección de sus propias cuitas como profesor. Nuestro wiener-dog tendrá un inopinado protagonismo en formato perrorista suicida.
La función concluye con una especie de Norma Desmond esperando la muerte entre el porche y el banco del jardín. En ese impass aparece una joven a la que le une un tenue parentesco y que le recordará la única razón para ser visitada en este su epílogo vital: pedirle dinero.
El descorazonador espectáculo incluye un lento plano secuencia resiguiendo la diarrea del can en cuestión, angustiosas entrevistas a futuros directores de cine incapaces de citar una película favorita y momentos de intimidad hiperbólicos con novios enganchados a la oxicodona. Es un Solonz, así que no os digo cómo termina el perro que apadrina la función.
Visto en perspectiva, Todd Solonz da la sensación de no haber sabido (¿o de no haber querido?) superar el éxito de Happiness. Su cine más reciente es un cine reconcentrado, replegado en sí mismo. El realizador no ha explorado nuevos horizontes, quizás porque esa amargura que destilan sus films no fuese un entramado ficticio, sino una (demasiado honesta) representación de su única fe: la de la derrota existencial como una de las bellas artes.
Su estilo episódico se convierte así en un diario plagado de aforismos. Como un conjunto de citas, recogidas en letra muy pequeña, a las que vuelve una y otra vez para recordarse a sí mismo que no estaba equivocado. Que nada ni nadie merece la pena.