Sensibilidad se escribe con ‘S’ de Sciamma. Porque es muy difícil hacer lo que hace esta mujer: convertir el drama -incluso la tragedia- en un itinerario fantasmagórico repleto de fantasía, autodescubrimiento y nostalgia. Como coger una película de Michael Haneke y pedirle a un Douglas Sirk revivido que la vuelva a filmar con algo parecido a… piedad hacia sus personajes.
Pero es que de hecho en el cine de Sciamma no existen “personajes” como tales. La intérprete -amateur, mayormente- pone un poquito de sí misma y un mucho de actitud, traduciéndose la entrega y la confianza hacia la realizadora / demiurgo en un ejercicio nada afectado de naturalidad e hiperrealismo que no quiere renunciar a un acabado evocador, casi romántico. La elaboradísima forma del cine de Sciamma jamás atenta contra su verismo.
Petite Maman me recuerda a El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), a En compañía de lobos (Neil Jordan, 1984). Sí, son muy distintas, pero ambas comparten infantes, juegos de niños, de niños nada interesados en traspasar el umbral hacia el incomprensible mundo adulto. En las tres películas existen diferentes modalidades de fuga: a través del cine, de los sueños-pesadilla, de las fabulaciones que una se susurra a sí misma en la penumbra.
La penumbra tiene un papel muy importante en esta narración escindida. Concretamente la luz natural, la luz de los atardeceres en el perpetuo otoño que arropa y contagia a los protagonistas. La historia arranca con adioses en el escenario por antonomasia de los atardeceres en las distópicas y “ordenadas” sociedades del primer mundo: un asilo. Una residencia donde una niña-símbolo ´(Nelly) va de habitación en habitación despidiéndose de las compañeras de pasillo de su abuela. Que ya no está, que ya no hará más crucigramas junto a su nieta.
El duelo arranca siempre en salida neutralizada, como si nos refugiásemos en la rutina ineludible de las jornadas inmediatamente posteriores a la desaparición de alguien de verdad querido. El tiempo para el dolor es substituido (¿pospuesto sine die?) por el tiempo empleado en deshacernos de su recuerdo, de su memoria. No es ni siquiera algo premeditado, perverso ni violento. Es lo que debe de hacerse para cerrar otro supuesto capítulo de nuestras vidas y esconder cualquier flaqueza vital en niqueladas cajas de latón. “Es por tu bien. Hay que seguir adelante. Nada se gana mortificándose. A ella le gustaría verte sonriente y…” Etc, etc.
Nelly regresa junto a sus padres a la casa de campo donde vivía la finada. El hogar de la convaleciente (así debió de conocerla su nieta), el hogar de la infancia (para la madre de Nelly). Todas estas evocaciones, todas estas confesiones entre cuento nocturno y susurro en duermevela, emergen en la conmocionada mente de la niña. Les da forma. Pero también les da vida.
La desaparición de la madre (en el tiempo presente) se ve compensada con el retorno de la misma (en un tiempo pasado que convive con el hoy de Nelly). En otras palabras: la hija tiene la fascinante oportunidad de conocer a la madre cuando debía de contar con su misma edad. De jugar con ella, de desplazarse por aquellos espacios que moldearon su sentimiento trágico de la vida, marcada por una tendencia depresiva que los recientes acontecimientos no han hecho más que acentuar.
La cabaña en el claro del bosque hace las veces de centro en esta cinta de Moebius temporal. Cojan el camino que cojan, ambas niñas desembocan en el mismo lugar: la casona donde viven el padre y la hija, la madre / abuela, la madre / hija. Dos espacios miméticos marcados por la transitoriedad: apenas tres días antes de empaquetar y abandonar el territorio de lo pretérito.
Tres generaciones de mujeres que tienen la suerte de convivir, de reconocerse, de compartir temores. Por lo venidero, por lo inminente, por lo pasado. Y sobretodo, una madre y una hija que podrán hablarse en el lenguaje universal de la infancia.
El viaje final de las dos hacia la pirámide en mitad del lago corona este adentrarse en el misterio. Uno de los símbolos esotéricos por antonomasia como experiencia compartida, como experiencia definitiva de la petite que encontró una amiga en su petite maman.
Una sombra final, una duda atenazante y terrible. Que la hija también esté hablando con una madre que ya está muerta. Que su tristeza desembocase en suicidio. Que aquella operación solo le permitiese sanar en el plano físico. Que Nelly se haya quedado sin referentes en su feminidad incipiente.
Sciamma -en el fondo siempre brutal, siempre terrible- envuelve en hermosura la constatación de una vida sobrada de reveses, de incomprensión, de prejuicios, de deseos inalcanzables. La felicidad siempre es para ella algo efímero, aunque el recuerdo de aquellos días -como la tormenta emocional invocada por Vivaldi en Retrato de una mujer en llamas– permita también a Nelly, en un futuro y un mundo imperfecto, regodearse en este sinsentido.