Era tan alto el nivel esgrimido hasta la fecha por el coreano Bong Joon-ho, que estaría por asegurar que Okja –tan simpática, tan inofensiva en su idealismo naif- es casi un tachón en su espectacular carrera (recuérdese que estamos hablando del director de Memories of Murder (2003), The Host (2006) o Snowpiercer (2013)).
Precisamente con esta última inauguró su aventura de producciones conjuntas entre su país de origen y los EEUU. Un intento –bastante brillante, a tenor de los resultados- por llegar a más gente sin ser fagocitado o, lo que suele ser peor, directamente lobotomizado por la industria cinematográfica norteamericana. Joon-ho conserva intacta tanto su personalidad como su mala leche, sin renunciar por ello a un cine espectacular y muy atractivo en las formas (acabado visual, montaje, desarrollo espídico con interludios grotescos…). Una autoría indemne, que no cae en el blockbuster de qualité.
Así que la polémica que ha rodeado en las últimas semanas a esta producción se revela… pues eso, una pifia francesa que deviene en fenomenal altavoz publicitario. En Cannes la seleccionaron –sí, un filme con estreno directo en canal de pago, ¡pero no un telefilme, carajo!- y en seguida se echaron para atrás, horrorizados los distribuidores galos ante las consecuencias a corto y medio plazo de la medida. Ridículo por partida doble: Netflix entrega cada temporada una docena de joyas audiovisuales muy superiores a Okja (lo cuál demuestra que el criterio de programación atendía más a lo “consagrado” de su responsable que a la supuesta calidad del filme). Y por otro lado, todos sabemos que Cannes volverá a programar en las secciones potentes cintas salidas de lo que todavía, despectivamente, algunos denominan televisión. Bastará con que Godard firme con HBO.
Okja nos cuenta la candorosa historia de amistad interespecie y bigger than life entre la susodicha (un cerdo tamaño XXL resultado de la experimentación transgénica) y Mija, la nieta de un granjero pelín agarrado. Ambos han sido vilmente utilizados por la perversa multinacional Mirando, empeñada en que comamos cualquier cosa, bastando para ello “que sea lo suficientemente barata”.
Un animalista mediático –a su manera, otra víctima del marketing- se aventurará hasta su granja perdida para darles la noticia: el animal que llevan diez años engordando ha sido elegido como el cerdo más bello de entre los cerdos de laboratorio. El premio: un viajecito hasta Nueva York –con escala obligada en Seúl- para maravillar al mundo y convencer al cliente potencial, a pie de calle, de que hincarle el diente a tan tierna criatura es justo y hasta necesario.
Ni que decir tiene que la pérfida Lucy Mirando (cabeza loca visible de la firma) tiene planes bien distintos para la bestezuela y su entregadísima acompañante. Pero en su camino, ¡oh maldición!, se cruzará una organización ecoterrorista integrada por un líder persuasivo, un coreano aficionado a las traducciones “creativas” y un crudivegano estricto (entre otros). Su misión: salvar a la cerda Okja, devolverla a su hábitat y denunciar al mundo el holocausto porcino. Ahí es nada.

OKJA
Por aniñado o surrealista que resulte el planteamiento, al timón está Bong Joon-ho. Y, no lo olvidemos, es un gran director. El resultado son set pieces deslumbrantes: desde el prólogo arcádico en la cordillera surcoreana hasta el descenso a los infiernos del matadero estadounidense, pasando por la persecución en los pasillos del metro de Seúl. Joon-ho nos atrapa con su sentido del ritmo, aunque lo que nos cuente ronde constantemente el ridículo.
Pero el nombre que acudió a mi cabeza desde las primeras escenas fue el de Totoro. Más criatura que espíritu, Okja comparte tamaño descomunal, afán proteccionista y comunión perfecta con el mundo rural. La ciudad –las dos megalópolis, al menos, protagonistas de la trama- volverá a presentarse como ese entorno pesadillesco en el que el mal campa a sus anchas. Con este y otros clásicos de Miyazaki y la Ghibli comparte también mensaje ecologista –sí, después de verla fijo que cenaréis una ensalada-, dudas razonables hacia el capitalismo, espíritu de aventura y maduración a golpe de trauma (poca cosa, comparada con la tendencia huerfanista de Disney).
Curiosamente, Joon-ho no renuncia a sus crueldades habituales. Auténticas boutades en el marco de un filme que, aún apelando a un público juvenil, se permite cafradas tales como el apareamiento-violación de Okja o el pormenorizado repaso a las etapas de una cadena de despiece cárnico.
Por lo demás volvemos a tener un casting pasadísimo de vueltas, sobretodo por parte del equipo “occidental”. Empezando por Tilda Swinton y su papel doble, un histriónico Jake Gyllenhaal en el rol de naturalista-colaboracionista y un Paul Dano adicto a los papeles de “tipo tranquilo con sus repentes”. Los tres hacen lo imposible por subrayar lo caricaturesco de sus personajes y aspiraciones. El tono resulta a veces desconcertante, aunque alejando, sin duda alguna, de cualquier producto al uso.
… y ahí radica el principal logro de Okja. Una película tierna y cruel, inocente y tendenciosa, panteísta y militante. Una película infantil que no trata a los niños como idiotas (¿os imagináis E.T. dirigida por Sion Sono?). Una película adulta que se ríe de las convenciones y de los activismos-postureo. Una película que, por desgracia para Cannes y otros festivales autistas que se apunten a la nostalgia casposa, no hubiese encontrado su hueco en la cartelera. Porque pocas productoras cinematográficas cuentan con que un realizador acostumbrado a los grandes presupuestos opte también por conservar la independencia artística.
Dichosa sea pues Netflix y dichoso este perro verde titulado Okja.