El mejor modo de arrancar la crítica de una película-boutade es con otra boutade: algún día, cuando el polvo se asiente y según avance el Antropoceno, No mires arriba será considerada una película de culto.
Hasta que ese día llegue tocará lidiar con comentarios sobraos, chascarrillos a costa de lo obvio de sus intenciones y de su falta de ambiciones intelectuales. Acercamientos todos donde lo único que queda claro es el complejo de superioridad del redactor, decepcionado ante la evidencia de que McKay no ha leído a Kierkegaard (ni falta que hace).
Estamos ante La escopeta nacional estadounidense. Por supuesto que carece de la inteligencia y de la sorna del gran Berlanga. Por supuesto que no es una película excelente. Por supuesto, siempre por supuesto (pero recalquémoslo de nuevo, por si se confunde la loa de lo pueril -por infantil- con la falta de criterio); porque no estoy pidiendo que nadie agache la vista y niegue lo evidente: ni el cometa ni el engranaje burdo que sustenta y arrastra este humor directo, tan poco sofisticado.
Vivimos tiempos terriblemente mediocres. Y la reacción a esta ausencia de excelencia acostumbra a ser la endogamia y el chiste privado, surgiendo por doquier parábolas culteranas para minorías que viven en el sobreentendido. Empiezan a faltar fábulas que no denuncien nada entre lineas, invocando siempre a algún referente de altura. Que desciendan al barro de la estupidez y la hagan suya. Donde no “parezca que quiere chotearse no se sabe muy bien de qué”, sino que la comedia bufa resulte evidente, fragante, insultante.
El responsable de esta Melancolía (Lars von Trier, 2011) para neurasténicos, hiperactivos, serieadictos y ágrafos en ciernes (reconozcámonos ahí todos, camino de la idiocia más absoluta) es el absurdamente ambicioso Adam McKay, perpetrador de alegatos carentes de cualquier sutileza. Como si Michael Moore rodase con más dinero y disfrazase su mala conciencia burguesa de pedagogía de gentilhombre (bueno, mal ejemplo… eso ya lo hacía, ¿no?).
En sus últimas películas McKay (nacido y criado en el Saturday Night Live) quiere dignificar la sal gorda -deliciosa materia prima de sus primeras comedias-, dándonos lecciones sobre cómo funcionan las crisis económicas (La gran apuesta (2015)) o sobre el bagaje corporativista y rancio necesario para llegar a ser vicepresidente de los EEUU (Vice (2018)). Todo con mucha imagen congelada y nota aclaratoria al pie, por si alguien se pierde la referencia -que no suele ir más allá de una búsqueda en Google-.
Dejando pues claro que no es santo de mi devoción, McKay se pone el mono de trabajo y vuelve con su brocha XXL a pontificar sobre el momento que le ha tocado vivir (esos Estados turbulentos de América que caminan con paso firme hacia su propia autodestrucción), componiendo a base de escobilladas una oda (una chirigota, no exageremos) al final de los tiempos y el reinado definitivo de la tontuna.
El punto de partida es sencillo. Un cometa se aproxima a la tierra en incuestionable trayectoria de colisión. Los científicos descubren y subrayan la certeza absoluta de esta suceso catastrófico. A partir de ahí, sólo resta ver cómo gestionarán esta información los que mandan, los que toman decisiones.
Por si después de dos años de pandemia nos quedase alguna duda, el mundo no reaccionará precisamente al unísono y lo que hay que hacer -aunque se sepa- sucumbirá a los intereses de partidos y corporaciones. Cualquier intento de exponer la tragedia inminente a las grandes audiencias chocará con las exigencias de los medios: superficialidad, emporio de la frivolidad, escarnio a cualquiera que reclame nuestra atención más de diez segundos sobre algo que no sea estrictamente banal.
La gran tragedia americana (que es la del mundo) convertirá a un astrónomo algo ensimismado en un animal mediático, deslumbrado por la inédita atención que despierta su persona. La doctoranda verá arrebatado rápidamente su descubrimiento, aunque por supuesto persistirá su apellido sobre la amenaza nefanda. El uno será el héroe coyuntural y necesario, la otra esa loca que magnifica las cosas. Aunque “las cosas” sean un pedrolo de 9 kilómetros de diámetro que va a impactar contra el planeta.
Y no hay nada que hacer. Porque el circo ya nos lo conocemos: nos perderíamos en debates ridículos, compensaríamos nuestro terror con dosis mayores de puerilidad y nos condenaríamos por no haber reconocido hace décadas lo evidente… que no decidimos sobre nada que importe en el devenir de nuestros países.
Bueno, un mensaje evidente. Del que no se desprende moralina alguna: pura exposición. ¿Subrayado absurdo? Puede. Y no, McKay no hace ninguna profecía brillante ni logra componer ningún gag magistral. No esperéis un festival de risas nerviosas. No mires arriba se ve con sonrisa fluctuante, como esa apología del feísmo y la falta de altura de miras que es.
McKay sabe muy cómo asistiríamos al fin del mundo: comiendo palomitas en el sofá. Dando nuestra opinión airada en nuestras redes sociales de referencia. Haciéndonos selfies resultones con la estela en forma de nube de gases de fondo. Incapaces de gritar, organizando la cubertería para una última cena sin rencor ni misticismo. Sin pena ni gloria, vamos, con esa fugacidad existencial que ha hecho de la vida moderna lo que es: una puesta en escena, un emoticono, una declaración de intenciones. La promesa de que haremos algo. Mañana.
DiCaprio y la Lawrence caminan hacia el desastre arropados por un casting espectacular, dispuesto a disfrutar de la fiesta. Meryl Streep como presidenta fumadora y mamarracha confesa, aupada por esa clase trabajadora a la que desprecia pero que elogia su “naturalidad y cercanía”. Jonah Hill como el hijo de la susodicha, con unas atribuciones (fruto del descarado parentesco) inimaginables para alguien tan limitado en todos los sentidos. Cate Blanchett es la presentadora del magazine televisivo ideal: encantadora, ingeniosa, amarillista con clase, siempre ecuánime en su reparto de sonrisas. Ariana Grande está impagable como ella misma; ídolo pop y compositora de un magnífico tema para despedirse del novio de la semana, la fama y cualquier otro oropel asociado a la existencia misma. O Mark Rylance (Dios, ¡este hombre trabajó con Peter Greenway hace ya 30 años!) incorporando al CEO de una todopoderosa empresa, sensei de una jerga llena de mensajes de crecimiento personal y metafísica sentimental merced a algo tan profundo y espiritual como… un puto móvil. Acabaré el repaso con el inefable Ron Perlman, suicida vocacional y neonazi en su tiempo libre.
Su imagen disparándole al cometa quizás sea la que mejor resuma una película que ni tan siquiera puede presumir de ficción, superada ampliamente esta por la realidad de un mundo donde todos hablamos superponiéndonos a todos, sin nadie escuchando realmente esta cháchara que no llega ni para evanescente polvo de estrellas.
No mires arriba es una comedia triste y bastante desesperada, con tanta verdad arrabalera que hace daño. No hay nada de lo que reír porque todo se nos antoja absolutamente verosímil. La bola del mundo con la que jugaba aquél dictador de Tomania llamado Hynkel ahora no es más que un amasijo de desilusiones individualistas y disciplinadas (no, no son antónimos), reclamando su derecho a ver reventar el planeta que habitan en prime time. “Lo cubre mi subscripción, ¿no?”
disfruté tanto de la película como del debate posterior: que cierta parte del público denuncie la falta de compromiso moral de un producto de entretenimiento es casi tan hilarante como cuando criticaban “El juego del calamar” por razones puramente triviales, sin reconocer lo acertado del mensaje de ambxs. Gracias por un artículo interesante, y nos vemos en las azoteas