La próxima semana llega a su fin el ciclo que la Filmoteca de Barcelona le ha dedicado a la controvertida Nikkatsu, una productora de cine nipón fundada en 1912 y con una etapa final deliciosamente cochambrosa.
A principios de los años setenta la crisis económica (y palabra que estoy hablando de otra distinta a la actual) se cebó con el sistema de majors japonés, teniendo estas que recurrir a fórmulas comerciales infalibles para fidelizar a un público que ya huía en estampida hacia el medio televisivo. Para salir de números rojos a la Nikkatsu le dio por lanzar una nueva línea de películas: las roman-porno (“románticas-pornográficas”) que le permitieron seguir con vida dos décadas más [1]. Cuál ave fénix, la esforzada y pragmática productora quebró y volvió a refundarse, perviviendo en la actualidad como un estudio menor sin vinculación exclusiva con el “cine adulto” (con su dinero se han financiado, sin ir más lejos, las películas más arriesgadas de Kiyoshi Kurosawa, Takashi Miike o Sion Sono). No estuvo sola en su épica apuesta falo-vaginal: más de setecientos roman-porno se estrenaron entre 1971 y 1988, fecha en que el VHS apuntilló el disfrute compartido para convertirlo en goce solitario.
Directores muy poco conocidos por nuestras latitudes (tal es el caso de Yasuharu Hasebe, Keiichi Ozawa, Shogoro Nishimura, Koreyoshi Kurahara, Tatsumi Kumashiro o Masaru Konuma) defendieron el pabellón perpetrando un cine a medio camino entre Emmanuelle y el cine clasificado como ‘S’ en nuestra transición y con títulos tan picarones como Aventuras vespertinas de un ama de casa, Sex rider:wet highway o True story of sex and violence in a female high school. A cambio de cuatro escenas de sexo por hora –esas eran las directrices de la productora- los directores gozaban de un abultado presupuesto y de una inusual libertad creativa.
Pero antes de llegar a las tetas y los pubis pixelazos, la Nikkatsu le había dado la alternativa al que sería uno de los directores más influyentes de los siguientes cuarenta años: Shohei Imamura. En 1961 estrenó su primera película, Cerdos y acorazados (Buta to gunkan), una tragedia desmadrada protagonizada por un chico malo que no quiere dejar de serlo, a pesar de la machacona insistencia de una novia redentora. Había bases militares extranjeras, malas compañías y gorrinos con los que hacer negocios.
En la misma línea cabría situar El paraíso de Suzaki: luz roja (Suzaki paradaizu: aka shingô, 1956), un excelente filme de Yûzô Kawashima –a quién Immamura siempre trató de maestro- y que nos devuelve a ese mundo de la prostitución tantas veces abordado por algunos de los realizadores más reconocidos en Occidente (Mikio Naruse o Kenji Mizoguchi). Barrios rojos amenazados con el cierre, parejas con ganas de volver a empezar y un poquito de fatalidad. Un Douglas Sirk en blanco y negro y sin conflicto racial.
¿Y qué decir de El sol de los últimos días del shogunato (Bakumatsu taiyôden, 1957)? Nuestro prota –un cuentacuentos con más cara que espalda- decide llevarse a sus colegas de putas, con el único inconveniente de que no tiene dinero para pagar la minuta. Si fuese un restaurante tendría que quedarse lavando los platos, siendo un burdel tendrá que apechugar y echarles una mano (o las dos) a las mozas en el ajetreado trato diario con la más dispar de las clientelas. El pícaro con buen corazón se convertiría en un personaje bufonesco imprescindible en la nueva etapa de la Nikkatsu.
Sirvan estos tres ejemplos –de una calidad incuestionable- para enmarcar los microuniversos sórdidos que acabarían explotando hasta la saciedad decenas de producciones mediocres posteriores. Bastaba con tener una protagonista con furor uterino, secundarios seborreicos, halitósicos y sobones y un entorno limítrofe con la ilegalidad (la delincuencia, el rodaje de películas “exóticas”, más puterío, yakuzas como socios inversores…). Japón ya estaba preparado para su particular destape.
El mundo de las geishas (Yojôhan fusuma no urabari, 1971) nos situaba en el último tercio del siglo XIX y estaba plagada de sensualidad, colorido estridente y soldados con ganas de echar un polvo triste antes de partir a la guerra. Las escenas de sexo están tratadas con un preciosismo más propio de las estampas japonesas de género (las conocidas como “imágenes de primavera” (shunga)), con la salvedad de que aquí el cámara se las tenía que ingeniar para no mostrar machihembrados ni órgano sexual alguno.
Esta aproximación recatada y sin embargo tan hentai a la cópula y su circunstancia la explica muy bien Gian Carlo Calza en su libro Poema de la almohada y otras historias de Utamaro, Hokusai, Kiniyoshi y otros artistas del mundo flotante: “En Japón, donde no existía la tradición de contemplar el cuerpo desnudo y el sexo no se asociaba al pecado, algunos artistas consagrados empezaron a realizar obras eróticas sublimes sin llegar a mostrar el cuerpo desnudo (…) En el arte nipón, la actividad sexual raramente procede de situaciones rutinarias como un matrimonio que hace el amor desnudo bajo el calor del verano, sino que surge de circunstancias transgresoras: un encuentro clandestino, un momento fugaz de intimidad durante una excursión, un amante que entra a hurtadillas mientras la pareja legítima duerme o un hombre que posee por sorpresa a una joven dormida”. El autor se refiere a los grabadores que cultivaron el género del ukiyo-e hace más de 200 años, aunque los preceptos estéticos se pueden aplicar también al ámbito cinematográfico.
Es un cine el de principios de los setenta caracterizado por los prolongadísimos prolegómenos, con un macho cabrío y libidinoso tratando de cubrir a jóvenes escurridizas que no parecen gozar lo más mínimo de esos asaltos alevosos. El cuerpo masculino está prácticamente vetado –ni un triste culo, apenas-, mientras la desinhibida y sufridora protagonista ve recorrida su dermis perlada de sudor por una cámara intrusiva, que lo mismo se demora en planos cerrados de dudoso gusto (todo un clásico: el protagonista estrujando un pecho como si se tratase de una bola antiestrés) que se regodea en su condición de voyeur (observando la escena desde el otro lado de una puerta entreabierta, por ejemplo).
El gato salvaje del rock: cazador sexual (Nora-nekko rokku: sekkusu hanta, 1970) permite levantar legítimas sospechas sobre la salud mental de su creador, Yasuharu Hasebe. Se trata de la tercera entrega de una saga repleta de gangs disfuncionales: bandas racistas, perras callejeras y traumas de la ocupación norteamericana. Con un look rabiosamente moderno -¿soy el único que piensa que debió de hacer las delicias de Quentin Tarantino?- y una heroína homenajeada por Sion Sono en Love exposure (2008), esta especie de película de James Dean para féminas aguerridas cuenta con uno de los finales más incomprensibles y dadá de toda la década. Les conmino a que lo vean y me lo expliquen.
El oficio más antiguo del mundo ((Maruhi) shikijô mesu ichiba, 1974), de Noboru Tanaka, inaugura la perniciosa moda del cine guarrindongo con veleidades artísticas. El diagnóstico está claro: demasiado Godard. La hermosísima Meika Seri comparte proxeneta con su madre (que también es prostituta, mira tú por donde) y alivia manualmente de vez en cuando a su hermano retardado (semen retentum venenum est). Como pueden ver, es un pinku eiga que va fuerte. Lástima las fugas “psicologistas” en lo que podría haber sido una gran muestra de hardcore exploitation.
Terminamos con dos películas donde ya se enseña más cacho, aunque persista cierto contagio autoral. Hasta al mismísimo Oshima llega a citar el protagonista de El éxtasis de la rosa negra (Kurobara shôten, 1975), dirigida por Tatsumi Kumashiro. Todo ello para justificar su legítimo afán de rodar sexo explícito entre humanos, pero con espíritu de entomólogo. Tras tanta palabrería se esconde un simple problema logístico: su musa se ha quedado embarazada, por lo que tiene que buscarse una sustituta con un apetito carnal similar. ¡Y vaya si la encuentra!
Este recorrido en diagonal por aquellos depravados años podría concluir con El voyeur del ático (Edogawa ranpo ryôky-kan: yanuera no sanposha, 1976), de Noboru Tanaka. Aquí, los fornicadores accidentales devienen en asesinos impenitentes, sumidos en una espiral homicida que sólo podrá frenar un terremoto. Hay perversiones casi buñuelescas (el payaso ‘cunnilingusero’ o la silla convertida en fetiche animado) y un indigesto discurso piadoso hacia el final de la función (¿sólo sobreviven los castos y puros?).
La Nikkatsu empezó a cultivar este género maltratado en el mercado interno, a un ritmo endiablado (hasta tres títulos nuevos cada 10 días [2]) y ateniéndose a las reglas impuestas por la censura del país (no mostrar ninguna pilosidad sexual). Curiosamente, sería un director no vinculado con la casa –Nagisa Oshima- el que acabaría sorteando la prohibición mediante una maniobra inteligente: hacer que su filme fuese coproducido por los franceses. Aquello fue El imperio de los sentidos (1976) y a partir de ahí, nada volvería a ser lo mismo.
Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
[1]: El cine japonés, de Max Tessier. Capítulo 6.4. La revolución sexual en las pantallas
[2]: http://elpais.com/diario/2010/02/12/tentaciones/1266002581_850215.html