Existen películas de tesis puras y duras (sí, aquellas que se emperran en demostrar un particular echando mano de cualquier artificio a su alcance) que a pesar del lastre –intelectual, diría yo- resultan tolerables. A pesar, digo, de que nos traten de colar “mensaje” (por muy nihilista que este sea) de una manera no mucho más sutil que las otras películas de sufrimiento, superación y éxtasis.
Nightcrawler es una de ellas. Su argumento no es precisamente original: el primer mundo está fatal de lo suyo y para conseguir cierto éxito (¿o sólo cierto reconocimiento social?) basta con “relajar” el enfoque moral de la existencia. Vamos, camelarse a cualquiera que se ponga a tu alcance con ese perfil de psicópata charlatán que ya hemos visto recientemente en House of cards o El lobo de Wall Street.
El protagonista, ese merodeador centrípeto que sale de bajo tierra por las noches, no hace más que apropiarse de ese discurso-letanía que impera en la competitiva sociedad actual; ese que habla de “aplicarte a aquello que realmente te gusta”, “mostrar una actitud proactiva” y “ser inflexible hasta la consecución de tus objetivos”. Persevera y llegará tu momento, valiente. Siempre y cuando estés dispuesto a todo, claro.
Como el protagonista de Bienvenido Mr. Chance, Louis es un hombre “hecho a sí mismo”, uno de los paradigmas norteamericanos. Un autodidacta, oye, de los que “aprende” a través de la televisión y la dichosa internet. Porque todo está allí. Pero… ¿qué es ese todo? ¿Qué tipo de conocimiento está adquiriendo Louis, condicionando sus actos y aclarando sus metas?
Nuestro aprendiz de ave carroñera convierte su conversación en un continuo de eslóganes, frases promocionales de anuncios de seguros y aforismos de libro de autoayuda para jóvenes empresarios. Aspira a triunfar, aunque sea por puro mimetismo. No hace más que repetir lo que se supone que se tiene que decir –lo que se tiene que pensar- para abrirse paso en un “entorno altamente competitivo”. Louis aboga, ni más ni menos, que por la aplicación práctica del capitalismo salvaje.
Su área de negocio es muy específica y exige un enfoque… digamos que expeditivo. Ha decidido dedicarse a la venta de imágenes truculentas a una cadena de televisión local sedienta de sensaciones fuertes. Su elección no es baladí: sabe que están apurados, que están dispuestos a todo con tal de posicionarse debidamente en los ránkings de audiencia. Y cuenta con la ambición –tan infinita como la suya- de una directora de informativos que no quiere perder su sillón. Oferta, demanda. ¿Os acordáis del punto aquél en el que se cortaban las dos curvas?
Para satisfacer los requerimientos de su cliente exclusivo el “ojo público” sólo necesita centrarse en la naturaleza última de sus exigencias: desbrozar anécdotas macabras y recolectar sucesos donde las víctimas sean blancos con un nivel adquisitivo alto, con el fin de lograr la identificación inmediata de un ‘televidente-consumidor potencial’ con ganas de pasar miedo, cerrar la puerta de casa con tres vueltas de llave y acudir a la armería más cercana a procurarse medios de autodefensa.
En esa noche de Los Ángeles –que parece sacada de una de las jornadas de “relajación legal” de la franquicia The purge– todo parece posible: llegar al escenario del crimen antes que la propia policía, captar imágenes de un cuerpo anónimo retorciéndose entre los hierros de su coche (¿la misma mirada alucinada que lanzaba Sailor Ripley a las cunetas ensangrentadas en Corazón salvaje?), dejar de asistir a un ser humano agonizante con tal de lograr un plano cafre pero hipnótico… aquella selva plagada de chulos, obsesos, infieles y adictos en la que el Travis Bickle de Taxi Driver lograba, in extremis, la redención de sus pecados.
A nuestro hombre las cosas empiezan a irle bien. Hasta el punto de poder permitirse un becario copiloto, la mano de obra favorita del “emprendedor” -¿por qué utilizamos este vocablo –otrora asociado al pundonor, el esfuerzo y las jornadas interminables- para describir, hoy en día y con cierta sorna, al arribista? ¿Ha sido una consecuencia de esta transvaloración de todos los valores o siempre les habíamos supuesto espíritu cainita a los triunfadores?-. Su segundo de a bordo –vicepresidente de nada en concreto- es alguien al borde de la exclusión social, dispuesto por tanto a aceptar un trabajo en unas condiciones esclavistas (¿os suena?). ¿Louis es un desalmado? No, hombre, no: Louis es un empresario en ciernes buscando su trocito de cielo. Quizás no le ampare la ética, pero… ¿quién la necesita teniendo al capitalismo de tu parte?
Muchos diréis que Nightcrawler carga las tintas innecesariamente. Que el protagonista no es ninguna excrecencia del sistema, que únicamente está chalado y punto. Puede. Pero es innegable que sus controvertidas dotes para prosperar se asientan en un relativismo moral que le permite actuar así. Crecer sin parar, ingresar cada año más que el anterior, ampliar los márgenes de ganancias… todo se traduce aquí en una escalada armamentística: mejores cámaras (mejores medios) le permitirán mejores resultados (cadáveres más nítidos por los que cobrar a tanto por barba).
Cuando mejora su logística y logra acabar con la competencia (la coexistencia capitalista se demuestra aquí utópica: lo cierto es que sólo puede quedar uno), empieza a preocuparse de verdad por la captación de las imágenes. Cubiertas sus necesidades vitales, la estética irrumpe en su renovada pirámide de prioridades. El artesano deviene artista: busca encuadres más pulidos, el valor dramático del picado, la “verdad” que desprende un plano secuencia… sus ínfulas le llevan a trabajarse incluso la puesta en escena de un crimen inminente, un drama que él puede desencadenar con una simple llamada de teléfono. A partir de ahí volverá a su papel de “testigo pasivo”: esto es lo que pasó y así se lo hemos contado.
En un mundo perfecto, Louis acabaría en prisión. En los EEUU de 2015 –en la Europa de la recién disuelta Troika, en esa Asia de la burbuja inmobiliaria que no termina de reventar-, Louis puede pasar por un empresario modélico. Con iniciativa. Con sentido de la oportunidad. Atento a los vaivenes del mercado. Capaz de motivar a sus empleados. Sabedor de que hay oportunidades que sólo se presentan una vez en la vida.
Para triunfar “a lo grande” (léase: pasándole por encima a quién ose interponerse en tu camino), quizás sólo exista un único secreto: que la gente no te caiga demasiado bien. El corolario de un mundo infeliz en el que demostrar empatía comienza a ser considerado una debilidad. (Vaya. El autor de este texto, al igual que el de la película, ha terminado encantado de poder demostrar su tesis, sea o no cierta).