Corría el año 1996 cuando la carrera de Nicolas Cage llegó a su fin (en términos de calidad aceptable) tras concederle el Oscar al mejor actor por aquella cruzada nihilista-alcohólica titulada Leaving Las Vegas. Muy triste y tal, muy autodestructiva… muy de premio.

El sobrino de Francis Ford Coppola -aparte de por salir en las películas de su tío en papeles primero alimenticios y luego francamente resultones- era conocido por su papelón en Corazón salvaje (David Lynch, 1990), aquella en la que presumía de su chaqueta de piel de serpiente y de su “fe en la libertad personal”. (Con el tiempo, uno ha asumido que David nos legó un biopic-profecía sobre su alucinante carrera profesional… y la de Laura Dern, ya puestos).
A partir de ese fatídico momento (que se lo digan a Will Smith) y salvo honrosas excepciones (el único que quizás supo apaciguar a la bestia fue Werner Herzog en su no-remake de Teniente corrupto), un no parar de saldos de acción que cuesta ordenar de peor a terrible. En los últimos 25 años, contratar a Nicolas Cage ha significado lo que ha significado: invocar su “toque”, su “magia”, su arrebato. Está incluido en el sueldo y uno sospecha incluso de la existencia de alguna clausula contractual; ese momento del filme en el que resulta evidente que Nicolas opera por libre, que no hay dirección de actores que valga. Aquí he venido a desplegar mi show de caretos histéricos y ojos muy, muy abiertos.
Sin llegar a los extremos off-Hollywood de Bruce Willis, Nicolas Cage compagina el blockbuster con la película de autor fallida. Y las compagina divinamente, con el mismo criterio errático.
Camino de las 100 películas como intérprete, Cage puede confesar que ha vivido. Se ha casado cinco veces, la última de ellas en 2021 con la japonesa Riko Shibata (a la que conoció precisamente en una de las películas de la que os hablaré). Llevan ya añito y medio juntos, con lo cual no corre peligro el récord que ostentaba tras sus cuartas nupcias (100 horas de convivencia hasta solicitar la anulación del casorio con la maquilladora de una de sus películas, Erika Koike).
Abandonando su periplo amoroso, lo cierto es que su furor laboral tiene causas bastante groseras: sus deudas con el fisco desde 2009, tras empezar a jugar a las casitas e írsele el asunto de las manos (ríanse ustedes de Ludwing II de Baviera: en el lapso de cinco años se compró una isla y un par de castillos medievales).
En este 2021 de resaca pandémica, las cosas no le fueron del todo mal a nuestro histrión californiano. Le dio por filmar con Sion Sono -lástima que este no esté en su mejor momento- y utilizó su aurea de vengador irredento para descolocarnos a todos (positivamente) con una especie de Sin perdón con chefs, gorrinos… y ni un solo muerto.
A principios de año llegaba directamente a Netflix Prisoners of the Ghosland. Los últimos siete años del multifacético director japonés han sido para olvidar… rápida y caritativamente. Me gustaría poder decir algo bueno de un cine que antaño me cautivó a base de exageración, poesía y más exageración. Un cine de guerrilla cuya principal gracia residía en aquél acabado entre tosco e improvisado. El Sono que todos amamos, vamos.

Pero luego cayó en la hipérbole, el estropicio con look de gran presupuesto, la acumulación y el sinsentido. Este hombre lleva desnortado demasiado tiempo y en Prisoners of the Ghostland nos entrega un filme que, solo de manera generosa, podría calificarse como un mal Takeshi Miike.
Con estética de Mad Max y rodaje en generosos sets fellinianos, el ¿guion? nos sitúa en una tierra de nadie regida por un gobernador con una guardia pretoriana compuesta por samuráis y forajidos de leyenda. Pistolas y katanas, un clásico del trash nipón. El caso es que Nicolas Cage (bien pronto conocido como “el héroe”) deberá de rescatar a una princesa de barrio rojo y devolver al mundo de los vivos a una extraña tribu obsesionada con el paso del tiempo.
Puro Shakespeare, sí. Pero Cage sabe aprovechar la enésima oportunidad de reivindicarse: salta, berrea, pega patadas y suelta “profundos” discursos a cámara. Un horror, vamos. Lo único bueno es que por el camino veremos como le revientan un testículo y pierde un brazo. Nada tiene sentido, incluida la habitual media hora final de matanza gratuita, con guiños a Grupo salvaje y al cine de serie B reverenciado por Tarantino. La copia de la copia del homenaje del remake.
Yo me imagino a Cage igual que a Marlon Brando cuando aterrizó por la selva filipina, dejándole bien claro a Francis Ford Coppola que el guion de Apocalypse Now ni se lo había leído pero que tenía muy buenas ideas y tal. En ese sentido, tenía bastante lógica que un realizador tan pasado de vueltas como Sono acabase queriendo rodar algo con el actor (vivo) más empeñado en la autocaricatura.
A las órdenes de Michael Sarnoski (en esta su primera película, tras una década de experiencias televisivas algo alejadas en el tiempo), Cage rodó también en 2021 la muy estimulante Pig. Que así, de partida, también tiene argumento como para marcarse un Godard: a un tipo le roban su cerdo caza-trufas y esto es de suponer que desemboque en… ¿otra cruenta venganza?
Sorpresa mayúscula. No señores: Pig logra contener lo incontenible (a Nicolas Cage haciendo de chef autoexiliado, con una ducha pendiente desde 2012 y economía gestual de alumno aplicado del Actors Studio) y construye una correctísima pieza de cámara cuya principal sorpresa es de carácter anticlimático. Y me explico.
Tras tres docenas de películas en las que Cage mataba de mil maneras sádicas distintas a sus agraviantes (ya fuese volviendo en moto de entre los muertos, como señor de la guerra requeteempoderado o como aprendiz de mago) o, por qué no, a sus seres queridos (véase la muy cafre Mamá y papá (2018), que ofrece una deliciosa muestra de psicopatía actoral), a todos nos pilla a contrapié una historia en la que le hacen una putada y… ¡viven para contarlo!
Pero el director de Pig sabe perfectamente que está trabajando con una leyenda viva. El mejor peor actor del mundo. Así que le regala un papel de pocas palabras y muchos sobreentendidos, de esos en los que basta con mirar a cámara con cara de… con cara de ir camino de los 60 tacos, vamos. Y así logra que una situación de partida risible termine siendo un dramita sobrado de ternura por su amargado protagonista.

La idea no es nueva. Si en el cine post-clásico no había nada más a la contra que ver matar a gente a Tony Curtis o a Henry Fonda, ¿por qué no convertir a Nicolas Cage en un perdedor irredento? El símbolo de una manera alocada y cutre de hacer cine (y eso es independiente del presupuesto manejado) puede devenir hombre de los bosques capaz de atesorar… un cierto grado de iluminación personal.
Dos caras de la misma moneda: el Cage del “me dejo ir aquí y ahora, ¡apartarsus!” y el Cage del “joder, que aquel año también estaban nominados Anthony Hopkins, Richard Dreyfuss y Sean Penn! ¡No soy ningún crack, pero exijo un respeto!”. Para quienes seguimos la trayectoria descendente de este jornalero de la gloria, resulta todo un relámpago en el agua verle salir de vez en cuando del lodo y lanzar un ronco “¡¡banzai!!” a una audiencia curada de espanto.