No puede ser más sencillo el punto de partida de este documental holandés. Unos alumnos, una maestra. Y tres escenarios: un aula, un patio y una sala de actos. El lugar donde se juega a aprender y el sitio donde aprendemos a jugar. La representación –al final de la película, al final del curso- hará subir a la tarima a todos esos niños, reafirmándoles en su condición de protagonistas cuando muchos de ellos no conocían otro estatus que el de víctimas.
Y es que no lo hemos dicho todo sobre los pupilos de la señorita Kiet. No han nacido en el país: a su condición de expatriados se añade el que algunos de ellos sean refugiados de la interminable guerra de Siria, la misma que ha provocado cientos de miles de desplazados y ha enfrentado a esta confederación de países convencidos de su derecho a la prosperidad a la que pertenecemos con… con la enorme contradicción existente entre sus principios fundacionales y los recientes pánicos populistas.
¿Pero cómo se puede enfrentar a esta abrumadora realidad no ya un sistema educativo en su conjunto, sino una simple profesora de primaria de un pequeño pueblo de la Europa más afortunada?
Han habido unas cuántas cintas (de ficción y de no ficción, si es posible establecer esta diferenciación cuando se trabaja con niños) que han sabido transmitir tanto la pasión por aprender de los más chicos como la aceptación, por parte de funcionarios sin aparentes superpoderes, de retos mayúsculos que constituían en sí mismos parábolas sobre la condición humana; celebraciones, en suma, del anónimo apostolado de este santoral laico de provincias o extrarradio con sueldos que rondan el salario mínimo interprofesional.
Pienso en dos películas francesas: las deslumbrantes Hoy empieza todo (Bertrand Tavernier, 1999) y Ser y tener (Nicolas Philibert, 2002). Dos tratados de pedagogía que triunfan en una de las labores más complicadas a las que puede enfrentarse un cineasta: plantar la cámara, darle al play y soñar con que, con el trascurrir de las horas (quién sabe si de los días o las semanas) ninguno de los presentes acabe notando su presencia. Es entonces y sólo entonces cuando la magia puede tener su oportunidad.
La honestidad de la propuesta (esa aparente “sencillez” de la que hablábamos al principio) debe de contar, paradójicamente, con la complicidad de un espectador educado en la espera y la fobia a las moralejas buenistas. No, no puede ser en modo alguno sencillo lidiar con chavales de 6 a 10 años que lo desconocen absolutamente todo del país de acogida. Y que arrastran, es evidente, traumas cuya completa manifestación quizás deba de aguardar hasta la edad adulta. No os esperéis dibujos reveladores con plastidecores tenebrosos, catarsis emocionales que responden a cierto “arco narrativo” ni manifestaciones de freudianismo barato. El diablo está en los detalles: en esas miradas huidizas, en esos momentos de desvalimiento, de soledad en mitad de un recreo donde nadie habla tu idioma ni conoce las canciones que escuchaste en casa.
El montaje nos deja claro la naturaleza de ese paraíso irreal que les puede ofrecer la señorita Kiet: una rutina, ni más ni menos. Ella misma prepara minuciosamente la puesta en escena, esa clase –con sus pupitres y sus sillas alineadas, con sus cuadernos de ejercicios, con los cajones de los que extraer objetos maravillosos, incluyendo esas ‘pegatinas-recompensa’- en la que el niño sólo tiene una obligación: pretender que todo es normal, que los problemas cesaron por siempre.
Hay que ser muy ingenuo para comprar eso. Pero eso –la ingenuidad y la divina candidez- es todo cuanto estos críos poseen. Y la señorita Kiet ejerce de cancerbera, de guardiana ante cualquier tentativa de automarginación. Le costará: unas maquillan su ansiedad con una hiperactividad tóxica, otros no se han recuperado del insomnio de las noches de bombardeo y los más, tímidos y reconcentrados, pugnan por imaginar su nuevo lugar en el mundo.
Haya, Leanne, Branche, Ayham, Rianna, Jorj, Abdullah y compañía, integrados a su manera en una clase que aspira a dejar de ser guetto en uno de los mejores sistemas educativos del mundo, nos permiten concebir cierta esperanza. La de que frente al histerismo sin memoria de la clase media en retirada y la nueva “tolerancia cero” que intentan imponer burguesías alienadas, exista una verdad sin ideología, un mandato universal: los países más afortunados debemos de compartir nuestra suerte con otros seres humanos, eufemísticamente rebautizados como migrantes, emigrantes, desplazados, refugiados o ilegales.
Miss Kiet’s Children se erige casi como una lección práctica de esa fantasía europea repleta de cumbres estériles, brindis al sol, manifiestos ampulosos y fenomenales proclamas irrealizables. Entre tanto político espurio y tanto interés creado –con capacidad para hacer que masas enteras de votantes relativicen el valor de la moral y aparquen sin sonrojo alguno la decencia- el optimismo pragmático tiene nombre de mujer.
Alabadas sean las señoritas Kiet de este continente jactancioso, esas que nos recuerdan el significado profundo de la palabra maestra: “persona que enseña o forma, especialmente aquella de la que se reciben enseñanzas muy valiosas”.