La Maratón más multitudinaria del último día del festival de Sitges, en esta su 50 edición, nos deparó una tarde-noche de venganzas broncas, primeros auxilios sin anestesia, flash backs innecesarios y relaciones familiares… distintas.
La cosa empezó con la francesa Revenge (Coralie Fargeat), un ejercicio de empoderamiento femenino en el que tres depredadores acabarán ejerciendo de presas. Y es que el fin de semana con amigotes falocráticos se pone cuesta arriba cuando el más aprovechable de los tres se planta en el picadero mancomunado con una amante nimfulense heredera del mito de Nabokov.
Se llama Jenny, tiene edad de gustarse y no calcula adecuadamente cómo pueden afectar sus encantos a tres cuarentones con demasiado dinero y muy poca moral. Uno por acción y los otros dos por omisión, el trío acaba siendo copartícipe de una violación que deja bien a las claras el papel que le reservan en sus vidas a la mujer (o quizás, a cualquier manifestación de la belleza).
¿Y cuándo empieza el desmadre (sí, esto es Sitges)? Pues en el momento en el que este prototipo machista deviene vengadora sanguinaria, derrotando en su propio terreno a estos cazadores de ventaja. Preparaos para un ejercicio de supervivencia extremo (e increíble, para qué negarlo) en el que todo es posible: cauterizar heridas a lo holocausto caníbal (vale, el peyote ayuda), tirotearse en curvas y contracurvas solitarias y chapotear en la propia sangre mientras la teletienda, de fondo, se empeña en que compremos objetos del todo prescindibles.
Que los EEUU están muy mal de lo suyo es una cosa comúnmente aceptada. Dos filmes, en esta maratón, parecen refrendar este parecer tan de cuñado desatado. Por una parte, Brawl in Cell Block 99 (S. Craig Zahler), un drama carcelario nihilista y por otro, Wind River (Taylor Sheridan), un esforzado ejercicio de contención (¿o una falsa propuesta clasicista?).
Brawl in Cell Block 99 podría ser una action movie al uso: tío duro obligado a hacer cosas feas para salvar a la parienta preñada. En fin, una misión para Charles Bronson o Steven Seagal. El caso es que el filme se convierte en un ejercicio de ultraviolencia sádica, en el que el mayor interés radica en ver cómo nuestro justiciero arrastra, escarifica y descoyunta a sus víctimas.
El director, Craig Zahler, es amigo de las puestas en escena teatrales y la yuxtaposición de géneros, como ya vimos en Bone Tomahawk (2015). Planos sostenidos, acción real y atrocidades en primer plano que acaban dejándonos con un sabor de boca indudablemente amargo, sí, pero… poco más.
Wind River es una historia de profesionales ejerciendo en entorno hostil, en este caso en los alrededores de la reserva india del mismo nombre. Existe una construcción arquetípica de personajes, esa que deja –a menudo, por pura dejadez- que el espectador tire de memoria, recuerdos de Hawks (aunque a mí me recuerde más a El rastro de la pantera (William A. Wellman, 1954)) y psicologías transplantables de unos personajes míticos a otros que pretenden serlo por pura simpatía.
Nieve, un crimen, una pequeña comunidad. Ah, y sed de redención. Es difícil poder acabar aportando algo nuevo cuando se parte de lugares tan comunes, pero Wind River se esfuerza en hacerlo, aunque, como en la película anterior, la solución por la que apuesta sean dos o tres escenas catárticas que “solventan” el conflicto por la vía rápida. Ensaladas de tiros muy bien rodadas, salvajismo revestido del aroma de la justicia. Y con la Naturaleza, mira tú, como testigo impasible. (Que sí, que ya la habíamos visto).
La dupla final de la que quería hablaros aborda el tema de la familia (y otros animales) desde dos perspectivas contrapuestas. La una, pretendidamente transgresora, se queda en tontería poco inspirada. La otra, firmada por el director de Canino (2009) o Langosta (2015), se erige como una obra adulta y compleja. Gran cine, vamos.
Mom and Dad (Brian Taylor) podría ser tildada directamente como una gilipollez de no ser por su as en la manga: esa bomba termonuclear llamada Nicolas Cage. Atención al argumento: un buen día (¿la culpa la tiene tanta pantalla táctil?, ¿la frustración acumulada?, ¿el consumo indiscriminado de antidepresivos?) a los papás americanos les da por asesinar a sus hijos. Pero no en sentido figurado (demonios, ¡¿quién no lo ha deseado alguna vez?!), sino en sentido literal: van a buscarlos a la puerta del colegio para saldar cuentas después de tantos años de privaciones y conflicto generacional.
Convendréis conmigo que con este punto de partida tan desfasado, la cosa prometía ser un ejercicio descacharrante. Pero no, lo políticamente correcto no deja respirar a un filme que en manos de un Miike –por poner un ejemplo- podría haber trascendido hasta constituirse en una deliciosa apología del filicidio. No es el caso.
Eso sí, Nicolas Cage… como siempre. A su bola. Es otra liga, señores: un histrión totalmente desatado que hace ya décadas que no actúa. Él reacciona. Gesticula, grita, pone caras. Rompe cosas. Y quién lo ve –que nunca termina de dar crédito- levita con un sentimiento inenarrable de admiración y vergüenza ajena.
Nos hemos dejado para el final lo mejor: The Killing of a Sacred Deer (Yorgos Lanthimos). La familia es para este director griego un laboratorio en el que ensayar la crueldad y practicar la incomodidad. Y en este caso -y con la coartada hasta de un mito griego- nos ofrece una muestra sobresaliente de suspense y perversión.
La irrupción de un joven en un entorno burgués nos remite de inmediato al Teorema (1976) de Pier Paolo Pasolini. Pero Lanthimos utiliza aquí una cámara voyeur y amenazante (en los pasillos sin fin del hospital, en las escenas de alcoba, en los encuentros –al principio furtivos- entre el cirujano de renombre y el hijo vengativo) para hacernos extrañamente copartícipes del proceso.
Un ojo por ojo, diente por diente que pondrá al patriarca ex-alcohólico en una tesitura imposible: elegir de quién prefiere prescindir. ¿Hijos o mujer? ¿Existe alguna otra escapatoria? ¿Son tan terribles los poderes desatados por el joven? ¿Cómo contrarrestar tamaña maldición?
Con la ya clásica ‘no-interpretación’ de sus actores-símbolo, con elevadas dosis de mala leche e inefables diálogos desasosegantes, The Killing of a Sacred Deer volverá a ser una de las sensaciones de la temporada, merced a la habilidad de su director para convertir lo cotidiano en aberrante y disfuncional.