La última de Steven Spielberg, sí. Sobran las presentaciones. El director para el que se acuñó el término “taquillazo”. El reivindicador por antonomasia del cine de evasión, del cine neo-colosal, del cine -también- como prolongación infantiloide de pulsiones pueriles. ¿Culpable de idiotizar a las masas, de practicar un cine-noria tan bueno como el dinero que ingresa en taquilla y que ha terminado degenerando en insufribles seriales de enmascarados arrebatados al noveno arte?
Sí, os lo concedo. Pero dejadme hacer un poco de abogado del diablo. Porque así como él nació para el cine viendo algo tan olvidable (pero apoteósico) como El mayor espectáculo del mundo (Cecil B. DeMille, 1952), servidor despertó de su mano a los estímulos banales y el encanto infinito de la sala oscura. Otra verdad incómoda: aunque muchos críticos traten de convenceros de que el cine se lo descubrió Carl Theodor Dreyer, Ingmar Bergman, los Straub-Huillet o Jonas Mekas, lo cierto es que -¡incluso ellos!- en algún momento fueron niños… y es ahí, en esa edad difusa, donde se forjan las pasiones que nos acompañan el resto de nuestra vida.
Los Fabelman es lo más parecido que puede hacer Steven Spielberg a todos los Ocho y medio (variantes ha habido unas cuántas) que ha dado el cine en las últimas seis décadas. Porque para él nunca fue una cuestión creativa, una cuestión de crisis de ideas, de búsqueda de ningún estado de pureza. El cine de Spielberg, desde el comienzo, quiso trascender a través de la técnica. De esos trucajes toscos que le habían deslumbrado de niño, de las triquiñuelas de cameraman amateur que llevamos creyendo reinventar cada poco desde la época de Lumière, Méliès, Guy y compañía. Puede parecer un anatema, pero para hablarnos de su forja como cineasta Steven necesita hablarnos primero de su adocenada adolescencia, de su convencional familia, de todos los condicionantes que hicieron de él un nerd con vocación audiovisual.
El cine que nunca llegó a estrenarse de Spielberg, oh sorpresa, es un cine de masas en movimiento, de bromas inofensivas, de épica impostada y cretinos chupando cámara. Tres grandes momentos, tres grandes “estrenos” vertebran Los Fabelman: la película familiar para ilustrar un fin de semana de acampada, su filme bélico para deslumbrar a sus colegas scouts (Escape to Nowhere, 1961) y su corto de graduación (nunca mejor dicho) para reivindicarse ante unos compañeros de instituto a años luz de sus intereses y aspiraciones. Spielberg se hace el sorprendido con todo ello -como si de un found footage se tratase- y tiene la jeta de volverlo a rodar (pero con lo que ahora sabe).
Durante la realización -pero, sobre todo, durante el montaje- de estas tres muestras arqueológicas de lo que acabaría siendo todo su cine posterior (el disfrute que proporciona la genuina intimidad, la búsqueda del tesoro substraído por parte de un héroe ya monolítico y el sacrificio con redención; El color púrpura, Indiana Jones o Salvar al soldado Ryan, por entendernos), Spielberg descubre el poder increíble del aparato que tiene entre manos. Gracias a esas imágenes y gracias a su correcta y hasta perversa ordenación, puede descubrir cosas tan increíbles como que su madre no solo quiere a su padre, que puede ser capaz de contagiar estados anímicos a actores por accidente y que hasta puede hacer que los demás perciban a alguien exactamente como él quiere que lo vean.
Lo importante ocurre casi siempre en un segundo plano. La profundidad de campo, los márgenes en los que se mueven los verdaderos protagonistas de la acción. Los hechos decisivos ocurren entre bambalinas y mientras tanto el espectador poco perspicaz se queda con los personajes frontales, con los que copan la pantalla aunque no hagan nada decisivo.
Y la acción, por terrible y violenta que sea, necesita traficar con emociones humanas que la dignifiquen. Estas las puede transmitir un plano alargado más de lo aparentemente necesario (para los standards estadounidenses) o el seguimiento de un bípedo-símbolo con los hombros encogidos y el andar tambaleante. La música “prestada” de Elmer Bernstein o Jerome Moross termina por obrar su magia (y en esta, paradoja cruel, contamos con la última partitura compuesta por su insustituible John Williams).
Pero quizás la enseñanza más poderosa se la proporcione el material recopilado durante una fiesta en la playa. Tanto da la simpatía que te despierten tus semejantes; en tus manos, con el picado o contrapicado adecuado, pueden ser Dioses griegos. Émulo de la Riefenstahl de Olympia (1938), el joven prestidigitador es capaz de hacer del tipo que lo martiriza en el instituto un modelo de virtud y esfuerzo triunfante.
Lo de Spielberg, en efecto, es el triunfo de la voluntad (perdón por el chascarrillo). Los Fabelman nos habla del episodio que acabó dinamitando sus certezas (el divorcio de sus padres) y, ciertamente, convierte su trauma en un camino de iniciación con todos los tics habituales del autor: algún exceso dramático, su papel de víctima, el inminente éxito como justificación de cualquier penalidad (quizás, junto a Capra, nadie haya hecho más por nutrir ese sueño americano: el uno antes de su implementación, el otro cuando ya estaba finiquitado).
Familias aparentemente felices que implosionan. Casi un género dentro del cine estadounidense. Podría constituir una sesión doble interesante proyectar la presente antes de Ruido de fondo (Noah Baumbach, 2022), otro estudio sobre la clase media que aspira a su consolidación como “algo más” y que termina descarrilando por impedimentos tan mundanos como la depresión, las drogas experimentales o los amores de cercanía.
El drama más terrible quizás sea que Spielberg -lo crea él o no- tiene poco que ver con su madre. Si ella representaba la rama artística de la estirpe -concertista de piano, fabuladora, necesitada de chistes malos y alegrías pasajeras-, Steven es… “el ingeniero”. Un tipo flipado con el cómo se hacen las cosas, por qué explicación tiene que unas imágenes se perciban de una manera y no de otra. Para quien esto escribe Steven Spielberg es un director de cine imprescindible, genial y escasamente contradictorio. Si de pequeño disfruté con sus obviedades y sus montañas rusas, de adulto he acabado comprendiendo que la cinefilia consiste en conjugar precisamente la autoría y el trabajo artesanal, incluso cuando este recurre una y otra vez a imposturas y trampas empáticas.
Los últimos diez años de Spielberg -e incluyo este último film- son de una madurez ecléctica incuestionable. Mucho más que la que desprendía aquel cine que le diera prestigio y premios. Lincoln (2012), El puente de los espías (2015), Ready Player One (2018) o West Side Story (2021)… no renuncia a la grandilocuencia -su pecado original- y sin embargo es capaz de hacer un biopic plagado de tiempos muertos, un thriller de guerra fría y agentes dobles, una película de ciencia ficción que funciona como homenaje y como profecía y el inteligentísimo remake de un musical clásico.
Spielberg se quiere grande. Y para ello se regala una hagiografía en la que recortar pasajes oscuros y solaparlos con brillantes momentos de… de trabajo delante de la moviola. Es su potestad, ese gran poder que siempre ha gestionado con gran responsabilidad. Así que dejémosle que imprima la leyenda (ese encuentro con John Ford) y que corrija el plano que cierra su film conforme al consejo de un verdadero artista (este sí) que de lo único que presumía era de hacer películas del Oeste.