“A mí me parece que cuando se desentierra el inconsciente se encuentra una fuente infinita de creatividad y que el problema se reduce simplemente a encontrar una forma elocuente de expresar lo que ese rico yacimiento produce. Leonora ha ido muy lejos, casi demasiado lejos como para regresar de esas regiones” Anaïs Nin, Diario III (1939-1944)
Imaginaros un cruce imposible entre El Bosco, Frida Kahlo y Dalí. Sí, pienso en criaturas y monstruos, en simbología-terapia con la que hacer frente al dolor y a la pena, en el surrealismo como campo de experimentación de la más amplia de las libertades temáticas. Pienso, quizás, en el Botticelli de Nastagio degli Onesti, la ilustración -en formato cofre matrimonial o panel decorativo, dejemos que los expertos sigan con sus cábalas- de aquel purgatorio en bucle al que estaban abocados los “amantes crueles”.
El resultado de todo esto -para quien necesite de referencias antes de asumir y poner nombre a una experiencia genuinamente original- vendría a ser la obra de Leonora Carrington (1917-2011), cuya primera retrospectiva integral en nuestro país ha podido verse estos primeros meses de 2023 en la Fundación Mapfre de Madrid. Para quien esto escribe, enfrentarse a sus cuadros -enfrentarse a un mundo codificado, a ese “sitio seguro” donde huyó y congregó en torno a fogatas liberadoras a sus queridísimos híbridos salidos de la isla del doctor Moreau- ha resultado una de las experiencias más intensas y desasosegantes de los últimos tiempos.
La Carrington, apellido mediante, nació para ser alguien. Historias de orgullo británico, rancio abolengo y grandes esperanzas. Solo que a ella aquel lugar en el mundo… pues como que no le llamaba. No había manera de domeñarla y entre otros internados pijos -a manera de grand tour de la insatisfacción- le tocó recalar en Florencia, en una de aquellas escuelas para señoritas en las que su padre esperaba que la (re)condujesen por el buen camino, entrenándola con sadismo falocéntrico en el que acabaría siendo su triste sino: el exilio permanente.
Con apenas 20 años de edad y tras la epifanía -en lo artístico- florentina, conoce a Max Ernst. A veces pienso que resiguiendo la vida sentimental de este genuino practicante del “arte degenerado” (formó parte del nutrido dream team de una de las exposiciones más gloriosas del siglo XX, organizada por los nazis para echarse unas risas con artistas tan cotizados (entonces o poco después) que acabarían sufragando su guerra con la venta de sus “repulsivas” obras) se pueden resumir un par de corrientes artísticas. ¿Exagero? Lo cierto es que Ernst fue compañero de trío de Gala antes de que esta conociese a Dalí y tras su apasionado idilio con la Carrington se casó con Peggy Guggenheim -que tampoco es mala idea si uno quiere darle salida a su trabajo, llamadme mal pensado-. Para remate de feria acabaría su vida con un matrimonio de tres décadas con Dorothea Tanning, otra fascinante mujer del renacimiento que en lo pictórico se centró en retratar pesadillas infantiles que a mí todavía me acompañan.
A lo que íbamos. No eran buenos tiempos para la lírica ni para el amor: finales de los años 30, Francia. La pareja -con un cuarto de siglo de diferencia de edad- trata de huir de todo -pero sobre todo, del padre iracundo y del mundo enloquecido- y se refugia en un entorno rural hasta donde también acabarían llegando los largos tentáculos de la Gestapo. De esta etapa extraordinariamente fructífera para ambos en Saint-Martin-d’Ardèche se conservan partes de… de la propia casa, convertida en obra de arte total. Fascinante el bestiario con el que decoraron puertas y ventanas, la creación de una mitología personal e intransferible de gárgolas, quimeras y furias reformuladas que se hablan entre sí… o quizás tan solo sea hitos para delimitar sus respectivas áreas de influencia dentro de aquel hogar-santuario. Dentro para ella, fuera para él (un reparto cualquier cosa menos casual).
El final de la relación -marcado por el final de la paz, por el final de la esperanza europea- significa para Leonora el comienzo de una odisea cuasi medieval, de un via crucis que, milagrosamente, logró terminar conservando cierto grado de salud mental. Su paso por nuestro país fue un descenso cavernario al más puro estilo de las pinturas negras de Goya: violada grupalmente por unos requetés (la apartación tardocarlista a la cruzada franquista), ingresada en un sanatorio mental en Santander, huida a salto de verja de médicos milagreros y mengeles en prácticas. Su pintura no volvería a ser la misma: de aquel catálogo temprano de mujeres entre el mito y la leyenda (la serie Sisters of the Moon me parece lo más parecido a una liga de la Justicia en femenino, maravilloso compendio de portadas comiqueras empoderadas) a una obsesión palmaria por desaparecer y renacer en forma de mamífero ingenuo, cánido o equino alejado lo más posible de la condición humana.
En 1942 y tras su paso por los Estados Unidos, arriba a México como tantos y tantos niños de la guerra provenientes de España. En sus últimos cinco años de vida ha conocido el tormento y el éxtasis, la plenitud y el horror. Es hora de volver al trabajo, ese mantra que señala el tiempo de los supervivientes. Allí retoma viejas amistades (nuestra Remedios Varo, para quién lo de “ciudadana del mundo” también resultaría reduccionista, casi localista) y prosigue una obra que se adentraría en las culturas precolombinas para evolucionar de una manera natural hacia el feminismo.
Los universos hostiles de Carrington producen extrañeza y desconcierto. Despiertan la empatía y el miedo. Quieres saber, pero entiendes que lo que ella quiere es olvidar. ¿Animales fantásticos o seres humanos trastornados y luego transformados, mutados, con un dolor psicosomatizado como en el imaginario cinematográfico de un David Cronenberg? Pájaros que disfrutan de un desayuno en la hierba: lo mismo podrían estar en el carnaval de Venecia que en el infierno musical de El jardín de las delicias. Máscaras con las que tapar más máscaras. Fauna que devine flora, árboles que emergen de cérvidos yacentes.
Caballos aparentemente libres. Caballos copulando a traición. Caballos fauvistas a los que solo les falta cogerse de las patas y ensayar una danza matissiana. Gansos emergiendo de debajo del sayo, melenas de trigo y oro. Barcos-narvales cruzando los siete mares, naves de los locos que por no tener no tienen ni pasaje. Extraños circos romanos en ruinas, dioses olvidados de Egipto, esfinges genuflexas, estrellas que no señalan el camino. En un extremo, hilanderas que siguen a lo suyo: tejer destinos, burlarse de las empresas humanas. Todo vacío puede ser purgado con un jeroglífico (solo que aquí no hay piedra Rosetta con la que orientarse).
Y esos fondos de tabla renacentista, de Patimir bíblico, de pintura flamenca preñada de proverbios, refranes e inviernos inmisericordes. Seres en latencia, momificados, en ese territorio de nadie entre la razón y las tinieblas. Cuadrúpedos amarrados a mástiles apenas floridos, aquelarres sin brujas, edenes dispuestos en órdenes inquietantes. Al pie del cuadro, el inframundo colándose por las primeras grietas, como si el mundo del revés de la televisiva Stranger Things hubiese tenido su primera manifestación en el extremo de unos pinceles-escalpelo que rasgan el lienzo sin dejar en él heridas aparentes.
No es de extrañar que alguna obra tuviese como propietario al mismísimo Luis Buñuel. También encuentro un vínculo natural entre su trabajo en los sesenta (que culmina con el casi diegoriverístico El mundo mágico de los mayas) y las películas más lisérgicas de Alejandro Jodorowsky (de psicomaga a psicomago). Me sonrío ante las prisas de última hora por encasillarla en algún movimiento de nuevo cuño, enfermizo ejercicio de supuesta dignificación post mortem (“ecofeminista” la Carrington… pues vale, oigan, ¡por qué no!), cuando estamos ante una surrealista cuatrocentista (¡etiquetad, etiquetad, malditos!) a la que sencillamente toca aupar muy por encima de lo que los cánones habían considerado hasta la fecha. Carrington, Duchamp, de Chirico, Tanguy… sin que nadie pueda intimidarnos con supuestos sonrojos intelectuales.
Bienhallada pues, 12 años después de desaparecer (de desmaterializarse, como el azul de sus cielos sin horizonte) del mundo de las apariencias. Una Alicia que no supo ni pudo volver, hermeneuta de sí misma, animal humano hembra, asesina del freudianismo diletante, fauno y laberinto. Cada cuadro, una religión sin dogmas. Cada obra, un suicido postpuesto.
Sed testigos.