Desdichas a granel, mucha nostalgia y elevadas dosis de cinismo autoindulgente servirían para resumir un panorama cinematográfico anual caracterizado por su poca, ¡qué digo!, nula fe en la Humanidad. ¿Obras maestras que merezcan tal nombre? A lo sumo, una o dos.
Vuelven a convivir en aparente armonía los clásicos cinéfilos (Varda, Assayas, Scorsese, Zhang Ke, von Trier, Bellocchio, Azevedo Gomes, Tarantino, Lanthimos, Almodóvar) con sangre joven -no mucha, la verdad- e incluso con algún que otro al que creíamos incapaz de hacer una buena película (el Todd Philips de Joker, para qué negarlo).
El balance del año en el cine norteamericano (que aporta hasta 7 títulos a la lista) deja bien claro que Netflix se ha hecho con un lugar bajo el sol. Hay hasta tres películas de animación (dos made in Japan, auténticos blockbusters por aquellas tierras), un par de cintas españolas y muchas ganas de compendiar y reinventar, ya sea la historia reciente de China, la de la Mafia o la del mismísimo western. Sigue habiendo ambición, siguen habiendo outsiders (pero también mayor autocensura).
Venga, que hay mucho de qué hablar. Aquí comienza la cuenta atrás, del 25 al 1. ¡Feliz 2020!
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25.- Atardecer, de László Nemes
El problema de Atardecer, quizás, es que convierte los aciertos de la ópera prima de László Nemes (El hijo de Saúl (2015)) en un sospechoso tic de estilo que amenaza con repetir ad infinitum… sin importar la categoría del tema tratado. Si el acercamiento a los campos de concentración con un desenfoque continuado de ese segundo plano terrible parecía una solución brillante, ¿podemos decir lo mismo de esta Budapest a las puertas de la Primera Guerra Mundial?
Nemes es exigente, sí, y el espectador debe de reponerse continuamente de esa sensación de extrañeza, de estar dos pasos por detrás de las intenciones del director. Atardecer se disfruta perdiéndose con la protagonista en ese ambiente turbio de ocaso de Imperio con sorpresa consanguínea final. En realidad, László logra explicar lo inexplicable: la locura colectiva que suele ser el germen de cualquier contienda.
24.- Lo que arde, de Óliver Laxe
Galicia, enésimo año cero. Un pirómano hijo del terruño vuelve a casa tras cumplir la pertinente condena por quemar lo de todos: un bosque, una posibilidad de Universo. Nada es ya lo mismo: ni la madre por la que han pasado los años ni un vecindario deslavazado que lo reconoce y lo trata con suspicacia. ¿Qué posibilidades reales tiene de reinserción? ¿Volverá a reincidir? ¿Fatalismo o infalibilidad?
La sorprendente película de Laxe es posiblemente la que cuenta con menor presupuesto de las 25 de esta lista. Y sin embargo, sus soluciones son tan imaginativas (véase la secuencia del incendio forestal, aprovechando algún otro desastre de sospechosa periodicidad por aquellas tierras) que sólo cabe rendirse ante su apuesta y su discurso verdaderamente profundo. Porque el bueno de Amador, lo sabemos todos desde la primera escena, está juzgado y condenado nada más pisar de nuevo el escenario del crimen.
23.- Dobles vidas, de Olivier Assayas
Territorio Assayas. Esa burguesía en retirada, pero aún así encantada de engañarse, de perdonarse, de conservar lo que nunca cuestiona que le pertenece. Dos parejas, veleidades artísticas y muchísimo hablar por hablar. Sobre lo que importa y sobre lo que no tanto. Sobre el futuro del libro, del cine, de esta vida ausente y cada vez más reconcentrada.
La Binoche comanda el barco y se ríe hasta de si misma. Acepta el juego metacinematográfico, este divertimento-compendio de los “problemas” del primer mundo. Un Assayas ligero pero lúcido, imprescindible para completar su recorrido por la Francia de la fraternidad, las barricadas en las inmediaciones de la Sorbona, el picnic a orillas del Sena y el Frente Nacional.
22.- Mirai, mi hermana pequeña, de Mamoru Hosoda
En su última película, el director de Summer Wars (2009) o El niño y la bestia (2015) ensaya un acercamiento verista a la infancia, huyendo en todo momento de infantilismos (error en el que cayó el mismísimo Hayao Miyazaki en la blandita Ponyo en el acantilado (2008)). Podría haber sido esta una historia más de príncipe destronado; de mocoso consentido y afortunado que ve su mundo tambalearse al dejar de ser hijo único. Pero Hosoda aprovecha para hacer una radiografía no tanto del Japón contemporáneo como del Japón “deseable” (siempre conforme a las nuevas directrices del gobierno Abe) y para hilvanar otro cántico sinto-budista a la transitoriedad y la continuidad generacional.
Hay fuga fantasiosa, hay una crítica nada soterrada a esa figura paterna siempre ausente y hay una descripción casi preciosista de la casa: ese lugar tan ligado a infancias urbanitas donde todo nos parecía enorme, inabarcable… por descubrir.
21.- Varda por Agnès, de Agnès Varda
Pocas veces un director de cine señero tiene la suerte de poder despedirse rodando una película que sea en sí misma… pues eso, un adiós en toda regla. La Varda se autohomenajea en esta clase magistral en la que se enfrenta a sus películas, a algunos de sus protagonistas, a los paisajes y a los mismísimos espectadores que las disfrutaron. Sin afectación y sin falsa condescendencia, haciendo gala de una humildad que la acompañó hasta en el momento de su tardía consagración.
Pero esta película no está aquí sólo por razones mórbidas. Si para algo nos sirve Varda por Agnès es para recordarnos que la pequeñarra nos dejó títulos como Cleo de 5 a 7 (1961), Sin techo ni ley (1984) o Los espigadores y la espigadora (2000). Nos enseñó el valor de la primera persona, de anteponer el equívoco propio a la verdad ajena, de perpetuar la memoria de quienes más nos han importado, aunque no alcanzásemos a entenderlos del todo.
20.- Utoya, 22 de julio, de Erik Poppe
¿Puede resultar fascinante la puesta en escena del Mal? Por desgracia o por fortuna para la condición humana, lo cierto es que sí: se puede obtener un goce estético de rememorar de una cierta manera -y no de otra- un hecho luctuoso. Y eso abre un debate moral del que Utoya… se convierte en ejemplo quintaesencial.
22 de julio de 2011, Noruega. En la isla del título, un sociópata mató a 77 jóvenes. Y apenas ocho años después, el director Erik Poppe convierte aquella carnicería en un plano secuencia de 80 minutos donde el espectador puede experimentar, casi en primera persona y en tiempo real, lo que debió de ser estar allí.
Toda una prueba para mente y estómago.
19.- Ray & Liz, de Richard Billingham
Cumbre del feísmo autobiográfico, Ray & Liz es un recordatorio de que, por mucho que hayas demonizado tu infancia y adolescencia… estuviste de suerte, hermano.
Dos progenitores que compiten en miserias alcohólicas, vecinos tóxicos que se enseñorean de la casa, hermanos a los que torturar antes de que hagan lo propio con uno, santos inocentes martirizados. Un abandono cada vez más total y en el que la supervivencia pasa por alejarse de los que más dicen quererle a uno. O dicho de otra manera: costumbrismo británico a lo cafre, sin maquillar y con doble ración de realismo sucio.
18.- El irlandés, de Martin Scorsese
El enésimo intento de prestigiarse a través de premios y guirnaldas por parte de la insaciable Netflix se titula El irlandés. La dirige uno de los mejores directores de cine vivos y es todo lo que podemos esperar de una película de gánsters interpretada por algunos de nuestros mitos favoritos del celuloide. Impecable, disfrutable y casi hasta entrañable.
¿Estaba obligado a más Martin Scorsese? Quizás no. Pero lo cierto es que en la infalibilidad de la apuesta radica su principal defecto: pocas novedades en casi todos los sentidos. Excelente montaje, excelentes interpretaciones, excelente revisitación de otro tiempo superpoblado de verdugos.
Pero esta película, amigos, ya la habíamos visto.
17.- La ceniza es el blanco más puro, de Jia Zhang Ke
Vuelve a haber forajidos, honor y mafia dispuesta a subirse a la ola del capitalismo tolerado. Pero esta vez el conjunto funciona mucho mejor: Zhang Ke deja respirar a sus personajes e incluye alguna que otra fuga que nos devuelve a su mejor cine, erigiendo otro retrato verista de la China contemporánea.
La pareja de un hampón en lo alto de su carrera es la protagonista absoluta de esta historia de ambición, traiciones y desencanto. Con ella viviremos los años del derroche (aprovechando la privatización de antiguas empresas de gestión pública, como ya vimos en una de las historias de Un toque de violencia (2013)), la penitencia autoimpuesta y el intento de reconquista del hombre por el que se lo jugó todo.
Más sosegada que las anteriores e igualmente pesimista, Ash Is The Purest White es un excelente cruce entre noir, derrota romántica y crítica social (hasta donde se puede ejercer en el gigante asiático sin ser represaliado con la puesta en cuarentena de tu propio oficio, algo de lo que Zhang Ke ya sabe algo). Su mejor película desde Naturaleza muerta (2006), que no es poco decir.
16.- Los hermanos Sisters, de Jacques Audiard
Una de las propuestas más originales del año ha sido este antiwestern de Jacques Audiard (Un profeta (2009), De óxido y hueso (2012)), relectura realmente fascinante de códigos heroicos y búsquedas infructuosas.
Un bruto psicopático (Joaquin Phoenix) y un osete cabal (John C. Reilly) en pos de un merecido descanso. En contraposición, dos emprendedores que avanzan hacia la última frontera con curiosidad no exenta de ambición, dos aventureros con espíritu ilustrado. El encuentro entre la razón y la fuerza no se hará esperar y las consecuencias -bastante previsibles- no apuntarán hacia ningún culpable en particular. Porque todos, cansados de tantos cabalgar, se merecían volver a la tierra o, en su defecto, a una casa materna inasible y mítica.
15.- La casa de Jack, de Lars von Trier
Que sí, que sí, que el bárbaro de von Trier se merece un puesto en el cuadro de honor. La película más desagradable del año -aunque confíesalo: soltaste alguna risotada discordante- nos certifica que este danés no acabará muy bien porque básicamente… sigue sin tolerarse a sí mismo.
Un asesino en serie con demasiada suerte va acumulando cadáveres sin vislumbrar su detención y lógico castigo. Ese silencio tan incómodo -el de Dios, el de la ley- le lleva a ser cada vez menos cuidadoso, más chapucero incluso. Su falta de empatía, para von Trier, vendría a justificar el periplo de cualquier artista verdaderamente auténtico, en un símil que cuanto menos podríamos calificar de polémico.
Pero sobretodo La casa de Jack es el retrato de un hombre herido en lo más profundo y que ya sólo sabe hacer cine como forma de gritarle al mundo un “¡queredme!” desesperado.
14.- Parásitos, de Bong Joon-ho
Una de las películas asiáticas del año, indudablemente, lo que Parásitos no ha sido es esa película “definitiva” de Bong Joon-ho que todavía está por llegar. Lo que comienza perverso y sutil acaba en fábula previsible, en enésima parábola sobre las diferencias sociales y su armonía imposible. Porque desde el mismo título Joon-ho los ha juzgado a todos, dejándonos poco espacio para ejercer la indulgencia.
Eso sí, Parásitos tiene una parte que me interesa mucho, que incluso me fascina. Y es aquella que se desarrolla en la casa de los ricachones, esa en la que la familia protagonista, lentamente y sin excesivas dificultades, se acaba infiltrando hasta hacerla suya (sólo en ausencia de los amos, por supuesto). Ese enfrentamiento entre los nuevos y los “antiguos” moradores del inframundo debería de haberse descocado definitivamente, entregándonos un cuento cruel verdaderamente buñueliano.
13.- El tiempo contigo, de Makoto Shinkai
Adolescentes deificados. Realidades alternativas, mundos paralelos, poderes inimaginables pero muy difíciles de controlar. En el universo Shinkai -que siempre coincide con la etapa más exigente en la formación de un protagonista algo ausente, algo desubicado- es posible aquello que más echa en falta la sociedad nipona: el amor, el retorno a una espiritualidad ingenua y pura. ¿Medievalismo en pleno siglo XXI?
Pero esta vez lo más apasionante resulta la conclusión a la que nos avoca el filme y que se escapa por completo a los derroteros habituales en el cine japonés. El sacrificio, después de todo, no será necesario. El “bienestar de la mayoría” no se nos impone con otro desenlace derrotista. Makoto huye de la catástrofe, porque hasta 1000 días seguidos de lluvia pueden resultar llevaderos a cambio de… ¿poder ejercitar el libre albedrío?
12.- El traidor, de Marco Bellocchio
¿Que si es El traidor mejor película que El irlandés? A quien esto escribe no le cabe la menor duda:
esta es una elegía triste por un país que llega a la conclusión de que deberá de valerse de miserables para deshacerse de indeseables y la otra es la consabida oda a unos matones profesionales que Scorsese siempre pretende que nos caigan bien, que nos imaginemos yéndonos de copichuelas con ellos. Qué risa, oye.
No, el Buschetta de Bellocchio no es ningún soplón heroico, porque en este submundo del hampa roñosa no hay vidas ejemplares. Su testimonio tendrá una utilidad innegable para un Estado puesto contra las cuerdas, pero su supuesta “traición” no responderá a ninguna valentía ética. Por eso es infinitamente justo que sus últimos días se vean marcados por el miedo, por el recuerdo de sus tropelías, por lo insatisfactorio de una venganza judicial que siempre parece ejecutarse a cámara lenta, en comparación con la práctica de sus leyes“a la siciliana”.
11.- Midsommar, de Ari Aster
La mejor película de terror del año es esta liturgia pagana alrededor de cierta festividad escandinava que uno no volverá a ver con los mismos ojos. Desde el minuto uno el menos avispado de los espectadores sabe por donde van los tiros y no cesa de gritarles a esos hipsters ilusos que salgan por patas, que lo que no pinta bien sólo puede acabar peor. Pero por otro lado… quieres asistir a esta escenificación de la crueldad con vícitimas casi voluntarias, porque eso es lo que tiene el buen cine de género.
Aceptado pues nuestro sadismo, Ari Aster (el mismo que el año pasado nos entregó Hereditary con 32 añicos) nos sienta en primera fila y orquesta una ceremonia fascinante llena de bailes hipnóticos, estados de trance y tradiciones brutales cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. De alguna manera, es como si el mundo espiritual de algún antepasado del Hombre hubiese pervivido hasta nuestros días.
10.- La portuguesa, de Rita Azevedo Gomes
Como uno es muy fan de las películas de esperas -a poder ser infructuosas y desalentadoras-, La portuguesa tenía que estar en el top 10 del año. El supuesto héroe se va a la guerra y esta vez la habitual secundaria -la que aguarda, la que acostumbraba a vivir sin vivir en sí- se dedica a cultivarse, a regodearse con el entorno y a minimizar su literalizado mal de amores. ¿El resultado? Un goce estético continuado, una sensación de duerme vela, de cuadro simbolista convertido en imágenes en movimiento.
Pero el mundo sosegado de nuestra heroína del saber se ve importunado cada n años por la inopinada vuelta del señor de la guerra en pos de un descanso que no es más que avituallamiento, parada y fonda. Ella le da un par de hijos, le regala la ilusión del retorno y lo vuelve a ver partir con su armadura y su hidalguía espuria.
Pero él no nos interesa lo más mínimo. Lo que queremos es ver cómo emplea ella su tiempo, cómo se regocija en la ruina de este país que pasa a ser el suyo, de esta Academia olvidada donde ejerce de Reina Cristina de Suecia. La Arcadia sería esto: corrientes de aire, mitos que habitan en los cerros, lecturas vespertinas y la sorpresa infinita de un nuevo día, de un nuevo descubrimiento.
9.- ¿Dónde está mi cuerpo?, de Jérémy Clapin
La mejor película de animación apenas entrevista en una sala cinematográfica en este 2019 ha sido esta producción francesa de premisa bizarra: una mano amputada busca -¿a alguien, a algo?- en el París de las segundas oportunidades, las ensoñaciones árticas y los enamoramientos adolescentes. ¿Bastarán los recuerdos de la infancia en formato audio para hacer frente a la condición de exiliado sin referentes emocionales del protagonista?
La propuesta se disfruta a pesar de esta premisa algo marciana, de este arranque que atenta contra los supuestos principios de placidez entrañable que se le presuponen a las películas de animación. Y sin embargo, no debería de extrañarnos, porque los franceses siempre han sido muy buenos obteniendo poesía partiendo de principios feístas: recuérdense Bienvenidos a Belleville (Sylvain Chomet, 2003), Persépolis (Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, 2007) o La Vida de Calabacín (Claude Barras, 2016).
8.- Érase una vez en… Hollywood, de Quentin Tarantino
Quentin volvió con su penúltima película -si seguimos creyéndonos su autoprofecia-, un homenaje al “vivir cada día” en aquél Hollywood de finales de los sesenta, a puntito de vivir otra revolución fallida. Salpicada de estrellas de la época, de chistes que ya no son privados, de miseria del postureo y gloria de la caravana.
Dos jornaleros de la gloria: Rick Dalton, actorzuelo en declive a punto de emprender el exilio hacia la Europa del refrito y la coproducción y Cliff Booth, doble magullado, Sancho descreído, guardaespaldas, conductor por horas y amigo de sus amigos. Cada cuál va por libre, cada cuál cree en su propia suerte. Y ambos, de alguna manera, se niegan a reconocer que ya pasó su momento.
Mucha curiosidad por revisar el montaje definitivo de Quentin, en el que entendemos que tendrán mayor peso alguno de los secundarios demasiado esporádicos. En cualquier caso, un homenaje sin complacencias a las traseras de ese Gran Hollywood.
7.- Joker, de Todd Philips
No, Joker no ha sido únicamente el alegato “quiero mi Oscar” del año. Phoenix está estratosférico, quién lo duda, pero lo que nos ha hecho amarla es su inusual crudeza -viniendo de donde viene-, su retrato contemporáneo de una sociedad global con alarmantes síntomas de haber entrado en barrena. Joker, con sus frustraciones y soledades, creemos ser todos. Y eso no es nada bueno.
Bienvenido sea cualquier atisbo de cine crítico, sin condescendencias melifluas hacia un mundo implacable que cree poder extraer un sistema moral de un mero sistema económico. Y bienvenida sea cualquier película que coja una de esas figuras sobre las que se asienta la actual industria del cine yanqui -el milhombres, el fantoche enmascarado- y logre entregarnos el retrato humano, demasiado humano de un simple inadaptado.
¡Que mueran los superhéroes y que vivan los traumados pintarrajeados!
6.- La favorita, de Yorgos Lanthimos
El año en el que el Oscar a la mejor película fue para The Green Book -a veces tengo que repetírmelo unas cuántas veces, sin esperanza alguna de llegar a entenderlo-, Yorgos Lanthimos afianzó su carrera norteamericana con esta perversa -aunque menos- La favorita. Un juego de intrigas con excusa palaciega donde la protagonista es una maldad ingenua, casi vulnerable.
Porque estas dos mujeres en liza -que se creen tan astutas, tan maquinadoras- no son más que dos juguetes en manos de una reina caprichosa y temible en la aleatoriedad de sus afectos. Víctima y verdugo, será ella quien termine por comprender la dolorosa diferencia entre la lisonja, el placer y el verdadero amor.
¿Qué tiene todo esto de novedoso? Pues las langostas, los conejos, la crueldad, el cinismo y la voluntad de poder sin trasponer de manera cansina el modelo masculino. Como si Barry Lyndon hubiese triunfado en su intentona de promoción social para descubrir, allí en la cumbre, la terrible soledad tanto del que manda como del que cree mandar.
5.- Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar
Un Almodóvar que hace de su agotamiento -vital, no creativo- materia de un filme y logra caernos simpático… tiene que ser, a la fuerza, un gran Almodóvar. Dolor y Gloria es un confesión de debilidades, fobias e incluso alguna que otra mezquindad. Pero sobretodo es un homenaje a esa profesión suya cargada de reencuentros, homenajes a destiempo y continua sensación de haberse perdido algo… ¿como cualquier otro trabajo, a la postre?
Achacoso antes de tiempo y estupefacto por la atención que suscita, Pedro se deja llevar por la marea harto de intentar justificarse. Antonio Banderas -ese actor al que no le ha quedado más remedio que comprenderle- va más allá de la simple recreación: es un ego sin el alter, un farsante genial, un enfermo crónico que sigue queriendo deslumbrar. Y vaya si lo hacen. Los dos.
4.- Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach
Al próximo que me diga que esto es un telefilme barato, lo caneo. Para Baumbach se acabaron las expectativas de la vida adulta (Frances Ha (2013)) y las frustraciones derivadas de una adolescencia prolongada (Greenberg (2010), Mientras seamos jóvenes (2014)). Toca hablar del desencanto y de la derrota. Toca hablar de la vida sin fabulaciones babosas.
Dos personas enfrentadas sin querer estarlo, cargadas de razones personales e intransferibles. Dos búsquedas de la felicidad que en un momento dado deciden que el otro no es la respuesta (¿hay respuesta de carne y hueso, fuera de uno mismo, para la felicidad?). Hace daño lo que se dice, pero sobretodo, la parte del mundo del otro que te queda súbitamente vetada. La negación de una existencia en común.
Y esos detalles. El de una puerta corredera que ahora separa dos mundos. El del juego de niños que ahora hiere, el de un Halloween sin truco ni trato. La tristeza infinita que sabían destilar las mejores películas de Woody Allen, el agotamiento existencial del Bergman más amargo.
3.- El peral salvaje, de Nuri Bilge Ceylan
Bilge Ceylan es un grande que os invito a descubrir. Y no sólo porque Cannes lo adore (se ha llevado la Palma de Oro (Sueño de invierno (Winter Sleep) (2014), el Gran premio del Jurado dos veces (Uzak (2002), Érase una vez en Anatolia (2011)), el FIPRESCI (Los climas (2006) y un premio a la mejor dirección (Tres monos (2008)), sino porque es un desencantado estiloso y reincidente.
La derrota vital, contada en películas pausadas que no bajan de las tres horas, se convierte para el director turco en un leitmotiv en el que colaboran estrechamente naturaleza, entorno social y fatalismo. En el caso de El peral salvaje, hay tiempo para todo: para culpar al padre, tener peroratas existencialistas, ejercer el poserío, seguir cultivando sueños de grandeza y chocar, al final del camino, con una realidad granítica. La del propio país, la de las propias limitaciones intelectuales.
2.- An elephant sitting still, de Bo Hu
Cumbre absoluta del cine nihilista, An elephan sitting still es una de esas películas que no te recomiendo ver en un mal día. Ella solita se encarga de hundirte en la miseria, así que asegúrate de enfrentarla a tope de hormonas de la felicidad.
Portazo inmisericorde a la China capitalista (¿o ya casi deberíamos decir post-capitalista?), aldabonazo a cualquier mensaje de bonanza institucional, manifiesto suicida y terrible sobre el significado de no encajar, de no querer pertenecer a este mundo.
Una película que cabalga -y nunca mejor dicho- a tumba abierta, que rezuma una desesperación que se contagia por genuina y directa y que concluye con un plano llamado a formar parte de la historia del cine. Un gris que se mete dentro, invocando algún episodio de esta vida mía o de la de otro, ya no podría decirlo. Y porque en suma el dolor de su realizador y sus alter ego es insoportable, casi tanto como un futuro que se augura inhabitable para poetas, soñadores, enamoradizos e ingenuos.
1.- Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma
Me negaba a coronar este 2019 con la desolación de la película china, un “no hope” que también resuena en la turca El peral salvaje. Necesitaba de un filme luminoso, en el que el dolor -que cada vez copa más nuestros recuerdos con el correr de los años- conviviese en relativa armonía con la gloria exultante de aquellos instantes en los que casi podríamos… ¿confesar que hemos vivido? Y ese filme nostálgico-gozoso es, sin lugar a dudas, Retrato de una mujer en llamas.
La obra maestra firmada por Céline Sciamma es una parábola sobre el tránsito de la tradición clásica al romanticismo, un preludio enloquecido (pero contenido) a una vida de negaciones y autoengaños, un arrebato poético que les deberá de servir a dos mujeres para vivir en soledad sin tener nada que reprocharse. La una, vagando entre salones oficiales repletos de hombres que la ignorarán. La otra, “felizmente” casada y liberada ya de su labor reproductiva.
Vivaldi, el heavy metal de la música clásica, hará las veces de Celestino gozoso, recordándoles que todo aquello ocurrió. Que la tempestad emocional que tanto duele en pretérito, mereció la pena. Que el dolor de un imposible social vendrá siempre remachado por una sonrisa de exultante desolación.