El cine -no digo la Industria, no digo el medio de comunicación de masas, no digo el pasatiempo- sigue gozando de muy buena salud, siempre y cuando uno entienda que debe de evitar los títulos que acaparan salas (las pocas que van quedando) y duermen a niños y ovejas (azules todos) con su duración desproporcionada y sus guiones solo aptos para futbolistas de selección nacional.
Godard se murió y sí, a pesar de todo el mundo marcha… aunque no tardarán en cogerle el relevo otros voceros del milenarismo cinematográfico. Envidia siempre cochina de la insobornable Francia: la Grande Armée y asimilados vuelve a colocar hasta 5 títulos (Hansen-Love, Harari, Audiard, Noé, Gravel) en este top personal pero muy transferible. Por el contrario, apenas se cuelan un par de títulos estadounidenses, en la que va camino de constituir su crisis (¿sistémica ya?) más prolongada en décadas.
Pero lo realmente sorprendente este año ha sido el gran número de títulos notables (y hasta memorables) paridos por el cine español. Mientras nos congratulamos por ello, no podemos dejar de recordar que el impacto entre el gran público sigue siendo poco menos que anecdótico. Aquí, en lo que a recaudación se refiere, la campeona fue Padre no hay más que uno 3. No hay más preguntas, señor juez.
El cine rumano también está a tope y junto a Entre valles y Un polvo desafortunado o porno loco podría haberse colado la recién llegada a nuestras carteleras R.M.N. (Cristian Mungiu, 2022). Las temidas plataformas no colocan nada digno de mención en el top 10, a pesar de abundar los títulos con sed de nominaciones en esta etapa final del año.
Fin de las conclusiones autocomplacientes. Allá vamos, en riguroso orden (de notable a excepcional):
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25.- La isla de Bergman, de Mia Hansen-Love
Convertida en lugar de peregrinaje cinéfilo, la isla de Farö es aquel triángulo de las Bermudas bergmaniano en el que coincidieron hallazgos creativos, retiros depresivos y las preceptivas escenificaciones -eso que tanto le gustaba al director sueco- de rupturas y desencuentros amorosos.
Y en el lugar donde Ingmar Bergman escribió y amó (bueno, tiene pinta de que lo amaron bastante más de lo que merecía mujeres-mártir que cargaron con sus neuras y sus hijos), van a recalar un tándem creativo contagiado rápidamente del karma del lugar. Como El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) pero en plan gafafasta, vamos.
Como inopinado secundario, el ex-crítico de cine Jordi Costa, que demuestra bien a las claras que un agitador cultural haciendo de actor es una anomalía mayor que un notario metido a poeta.
24.- Sundown, de Michel Franco
Doblete -así de partida- de ese ser maravilloso que responde al nombre de Tim Roth. Y es que Sundown tiene sentido porque Tim Roth existe. Y sabemos que si este tipo bajito y nervioso decide de repente dejar de correr y encadenar cervezas a pie de playa… es que ya no hay nada que hacer, oigan.
Film construido en base a sobreentendidos (germen por antonomasia de los malentendidos) y en el que la laxitud del lujoso resort contrasta con la tensa espera de la (verdadera) línea de costa mexicana. Nada le importa a este hombre que pudo reinar y no sabemos por qué. Pero aprendemos, conforme avanza el metraje, a respetar su decisión. Cualesquiera que esta sea.
Prolongación del personaje protagonista de la serie Tin Star -sin necesidad de excusa vengativa-, la mirada de Tim Roth es sinónimo de vacío existencial asumido, de espera nada angustiada en el recibidor del purgatorio. ¿Quizás porque es de los que sabe que solo merece el infierno?
23.- Onoda, 10.000 noches en la selva, de Arthur Harari
30 años se pasó Hiro Onoda, militar japonés de oscuro pasado, en las Filipinas hasta su “rendición” en 1974. Llegó a la isla de Lubang con órdenes bien claras, cuando ya la guerra estaba perdida sin remisión. Y para su desgracia, con un mantra al que le fue imposible renunciar: no rendirse, no suicidarse (una socorrida solución que le hubiese ahorrado tres décadas de ensimismamiento y embotamiento mental).
El film de Harari condensa en tres horas este periplo incomprensible, esta genuina conquista de lo inútil. Y lo hace con un cine aferrado a un supuesto clasicismo legitimador, a una linealidad apenas alterada por esa dosificación del desenlace (el encuentro con su compatriota y la búsqueda del inmediato superior que anule de viva voz la validez de una orden irrevocable para el Onoda-símbolo). Más traumatizado que John Rambo, igual de belicoso -aunque sin antagonista uniformado- que el Toshiro Mifune de Infierno en el Pacífico (John Boorman, 1968)… al héroe cinematográfico le basta con mostrar la misma resolución que el héroe real.
22.- Close, de Lukas Dhont
Es esta una película con la rara cualidad de arrojar una mirada nueva (por lo verista) sobre asuntos de esos que creemos “superados” en el primer mundo.
No es una denuncia tremendista partiendo de algún delito de odio fragrante de esos que salpican los periódicos. No. Aquí la homofobia es sencillamente la norma, una norma poco sutil que deviene criminal sin necesidad de agredir directamente a ninguno de los niños (¡niños!) protagonistas. El trabajo sucio lo harán sus propios compañeros.
Porque tras el entorno seguro en el que disfrutan de su amistad (ninguno de los dos ha necesitado definirla de otra forma), llega la cruda realidad de la enseñanza secundaria. Incorporarse al grupo. Al patrón institucional, a la necesidad de aceptación… al juicio más o menos sumario al distinto. Lo que Close señala es la vigencia de esa segregación, de ese “control de calidad” que se hace en las aulas, en el patio de los colegios.
Y la consecuencia no puede ser más cruel: terror a ser como uno es.
21.- Entre valles, de Radu Muntean
Hay muy, pero que muy mala baba en la última película de Muntean. Rumanos capitalinos can ganas de sentirse mejores personas (traducido: con ganas de correr una aventura con excusa humanitaria y estrechar lazos dentro de su endogámico grupo de “sobraos”), reparten dádivas entre sus depauperados compatriotas de una remota región montañosa.
Pero como Buñuel nos enseñó… desconfía de los piadosos. Un incidente en la carretera sacará lo peor de una comparsa aparentemente alegre y desinteresada, pero a la que lo único que le importa es saber quién anda solter@, cuándo renovar el todoterreno y… y, sobre todo, cuando toca volver a casa y dejarse ya de tratos con esta gente tan básica (¡hasta se ayudan los unos a los otros!) del agro y su circunstancia.
20.- Sin novedad en el frente, de Edward Berger (Netflix)
Me daba una pereza tremenda esta Sin novedad en el frente vía Netflix. Dirigida además por Edward Berger, un director forjado en las series (Deutschland 83, Patrick Melrose, The Terror), se preguntaba uno si realmente era… ¿necesaria?
Todos nos la sabemos de memoria: el aleccionamiento a los niños-soldado, el traumático encuentro con la realidad de las trincheras, la escena del cráter, el final del mentor-padre… Sin novedad en el frente (2022) vuelve quizás a rodar lo mismo, sí, pero lo hace asquerosamente bien. El resultado es asfixiantemente correcto; me refiero a un cine impepinable, clásico, poco efusivo pero infalible.
Berger trae bien aprendida la lección: si sabes que no vas a cambiar la historia del cine, al menos haz que los personajes importen. Y si de paso algún cinéfilo se puede deleitar con parecidos razonables del calibre de Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957) o Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg, 1988)… pues tanto mejor.
19.- Un polvo desafortunado o porno loco, de Radu Jude (Filmin)
Desde Rumanía nos llega una película rodada desde el principio mismo de extrañeza, ese que se ha adueñado (¿fue en aquél lejano-cercano marzo de 2020?) de la mirada de cualquier espectador (no solo cinematográfico: también del de la vida misma). Esa sensación inquietante de no haber sido el protagonista de una distopía de proximidad y bajo presupuesto, sino de haber hecho de mero secundario en una performance colectiva alrededor de la paranoia y el miedo.
Aunque esta cinta cáustica podría venir firmada más bien por algún director griego de la última y malrollera hornada. Porque sin llegar a extremos tan surrealistas, estamos ante una obra en la que es difícil no quedarse en algún momento con la boca abierta, extasiado por lo libérrimo de la propuesta.
Una libertad formal -la que reivindica el autor, la que reivindica la protagonista- que nos lleva a uno de los arranques más “en crudo” del cine reciente: un acto sexual explícito que desencadena un juicio alrededor de algo que jamás debería de ser enjuiciado. Pero como ya hemos dicho… corren tiempos extraños.
18.- La aspirante, de Lauren Hadaway (Filmin)
Las películas de autoflagelo y penitencia en vano abundan. Desde Rocky (John G. Avildsen, 1976) a Whiplash (Damien Chazelle, 2014) pasando por Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010), disciplina artística y deportiva -llevadas al extremo- pueden acabar conformando hermosos cuadros masoquistas.
Por lo visto la Hadaway vivió en su etapa universitaria una experiencia similar a la de la protagonista de su film. Se apuntó a un equipo de remo y eso de la competitividad y la “mejora continuada” se le fue de las manos. Os la podéis tomar como una parábola alrededor del capitalismo o quizás a la forma como se educa desde las instituciones más prestigiosas.
El montaje y el crescendo climático, de lo mejor del año.
17.- Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson
Sí, quizás sorprenda ver tan abajo de la lista a una película de Thomas Anderson. Pero es que esta pasión por la anécdota sublimada compartida con los trabajos más recientes de sus compatriotas Linklater o Gray empieza a ser una preocupante -pero también, certera radiografía- de ese impasse en el que parecen sumidas las filmografías de algunos de nuestros realizadores estadounidenses de cabecera.
Como si la sabiduría enciclopédica del recientemente fallecido Peter Bogdanovich se hubiese reciclado en purito entretenimiento sin ínfulas… aunque a fin de cuentas Paul Thomas Anderson puede utilizar su inagotable genio para hacer una feel-good movie sin tener que dar explicaciones a nadie.
Así que a disfrutar del collage: ecos del John Cassavetes de Así habla el amor (1971). Encuentros, desencuentros, conversaciones a pie de coche. Reflejos de aquél inquietante tipejo que aguardaba a Cybill Shepherd en la puerta de la sede electoral en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), y que aquí da pie a una escena-homenaje cuya resolución no es ni tan siquiera necesaria. Locuras, marcianadas. Reverberaciones a Harold y Maude (Hal Ashby, 1971), aunque allí era la octogenaria la que pecaba de optimista sin mesura.
¿Cine para combatir la desmemoria o simple necesidad de hacer un alto en el camino?
16.- Un héroe, de Asghar Farhadi
A las películas del doblemente oscarizado Asghar Fashadi (Nader y Simín, una separación (2012) y El viajante (2016)) empiezan a vérseles las costuras. Construye un sólido esqueleto narrativo que más que una parábola empieza a esconder siempre una trampa o, quizás, un mcguffin con el que abordar temas “elevados”. Es efectivo y pulcro, a veces hasta genial. En Un héroe no brilla especialmente por su sutileza, aunque da una clase magistral de escritura de guion.
Aquí alguien sale de la cárcel de permiso y una deuda debe de ser saldada. Aprovechándose de la tendencia al sentimentalismo de esa sociedad que tan sumariamente lo ha juzgado, Rahim parece dispuesto a utilizar a todos: un hijo tartamudo, una novia abnegada, algún familiar generoso. ¿Víctima o verdugo? ¿Dónde termina la candidez y empieza el cálculo puro y duro?
El resultado es una crítica de la doble moral, pero también una lección de ética pragmática para aprendices de ingenuo.
15.- Fire of Love, de Sara Dosa
El único documental de nuestra selección es una fuga lírica compuesta con los materiales filmados por la pareja de vulcanólogos compuesta por Katia y Maurice Krafft. Viajaron por todo el mundo estudiando erupciones más o menos sorpresivas y preguntándose de qué manera podían estas ser previstas en el tiempo y, lo más importante, su consejo científico escuchado y seguido por esas autoridades amigas de la especulación y la minimización de los problemas (aunque estos sean potenciales catástrofes naturales).
Con un ramalazo suicida ciertamente inquietante (sobre todo por parte de Maurice, una simpatía por el abismo que supongo explorará más en profundidad el siempre perverso Werner Herzog en el réquiem que prepara sobre ellos) y con alma de científicos-vedette, esta pareja amiga de las emociones fuertes acumuló datos y trató de hacer de este mundo un lugar un poquito mejor… el mérito de Sara Dosa ha consistido en llevar toda esta ambición al ámbito de la emoción, la cercanía y las confesiones a partir de las miradas, los gestos y los renuncios.
14.- Benediction, de Terence Davies
En el apartado de vidas nada ejemplares, el biopic de Terence Davies ha sido el más sentido y a un tiempo el más perverso (¿junto al Elvis (2022) de Baz Luhrmann?). Una (apenas) ficción alrededor de la ajetreada y sufriente vida del poeta británico Siegfrid Sassoon, con todo lo que se puede esperar de su cine: preciosísimo a nivel estético, maestría en el tratamiento de las elipsis argumentales y los silencios significativos. Un pesimismo militante, en suma, que aquí ralla con un desencanto patológico en lo que concierne a las relaciones humanas.
Una cinta que transcurre un siglo después de Historia de una pasión (2016), su anterior film que giraba alrededor de la enclaustrada vida de otra masoquista mórbida: Emily Dickinson. En ambas Terence le da una vuelta a aquel cine de época de James Ivory (e Ismail Merchant, ¡menuda dupla!), el más british de los directores estadounidenses. Lo que en aquél era producción poderosa y pompa y circunstancia algo impostada -pero muy efectiva, no le hagamos de menos al príncipe del cine de tacitas-, en Terence Davies es soledad y genuino drama existencial. Dos caminos perfectamente válidos, aunque Ivory restará siempre como sinónimo del cine de qualité buscapremios y Davies cultiva un clasicismo sobre el que no parece cernirse fecha de caducidad alguna.
13.- Belle, de Mamoru Hosoda
Maltratada más de lo esperado por la crítica, lo cierto es que la última película de Hosoda podría entenderse como una continuación -convenientemente actualizada- de su Summer Wars (2009), con una subtrama de malos tratos infantiles que nos puede saber a poco en el perverso panorama de anime y metaverso (y aquí estoy pensando en una pieza canónica: la Paprika (2006) de Satoshi Kon).
La celebrity democratizada -esa falsa sensación de reconocimiento que proporcionan las redes sociales- y el espacio virtual como vía de escape al trauma. Héroes que solo lo son donde nada importa y miserias del día a día que cada vez resultan más invisibles… precisamente por eso: porque todos estamos jugando a estrellas con purpurina en el giliuniverso de la falsedad.
12.- Pacifiction, de Albert Serra
Para quien esto escribe, el tridente formado por Albert Serra, Pedro Costa y Tsai Ming-liang (con Sang-soo repartiendo juego en el medio del campo y el tailandés Apichatpong Weerasethakul como carrilero izquierdo) simbolizan… la alineación soñada por la alienación filmada. Patrocinadores no tanto de mis siestas en salas de cine (ese es patrimonio exclusivo de Carlos Boyero, a quien por cierto este año le premiaron por su ceguera crónica con una hagiografía digna de Hemingway) como del monólogo interior revisitado y el cabreo silente como forma de desconexión mental frente a unas imágenes que me empujan hacia comportamientos antisociales.
De ahí mi sorpresa mayúscula cuando el ínclito de Albert Serra (y que conste que sigo enamorado del personaje, no del filmmaker con complejo de diva minoritaria) me regala este curso la por momentos fascinante Pacifiction. Novela de Joseph Conrad, diario decadentista, boomerang colonialista, remake clairedenisiano.
Como cuando a uno se le atraganta el Picasso de la última época y descubre que también podía pintar algo tan (aparentemente) convencional y realista como Ciencia y caridad.
11.- The Batman, de Matt Reeves
El único blockbuster estadounidense digno de ser recordado (venga, junto a la entretenidísima y desacomplejada Bullet Train (David Leitch, 2022)) fue esta indisimulada continuación del universo azul oscuro casi negro inaugurado por Joker (Todd Phillips, 2019).
Hartos de superhéroes, la película de Leitch nos vuelve a presentar a un psicópata en ciernes merecedor de nuestra admiración no tanto por estar desarrollando una enfermedad mental, sino por ser capaz de lidiar con ella y encontrarle hasta una vis práctica. Este Batman no combate el crimen: encuentra en los malotes un saco de boxeo en el que canalizar su ira ciega.
10.- París, distrito 13, de Jacques Audiard
¡Ah, los franceses y su sentido trágico de la coyunda! Acusando también su origen literario, pero menos inspirada que la sublime Drive my car, Audiard disfrutó de lo lindo dibujando en el aire este triángulo de amores efímeros que pugnan por acabar siendo… ¿algo más?
Obviando la lectura conservadora de la moraleja, las idas y venidas de este profesor metido a agente inmobiliario y de esta china enganchada a las apps de citas tienen ese je ne sais quoi del cine francés de siempre: nos habla de ellos (pero parece referirse a nosotros) y nos plantea vías de exploración en el ámbito del amor (y del sexo).
O cómo volver a hablar de lo de siempre -enamorarse- partiendo de lo puramente físico y aparentemente impersonal.
9.- A tiempo completo, Eric Gravel
Ni cine de terror ni pantomimas de género. El film más angustiante estrenado este año -quizás junto a La aspirante– fue esta A tiempo completo. Un tour de force de esos en los que todo es susceptible de empeorar y, sin embargo -como en la dichosa vida- ahí estamos… enmarañados entre decenas de hilos de esperanza.
Mujer divorciada viviendo en las afueras (en otro tiempo idílicas) con dos hijos y un curro en París centro. Una huelga de transporte termina por volar todos los puentes: sencillamente le va a ser imposible actuar en el circo de cuatro pistas en el que se ha convertido su día a día.
Ochenta minutos al galope, apenas seis días de una vida con el pack completo: hipoteca, vida sentimental en quiebra, vecina solidaria pero hastiada, cumpleaños obligatoriamente felices, eterna posibilidad de una mejora laboral… y esa capital francesa que pocas veces hemos visto en el cine: sin monumentos ni grandes avenidas. Solo estaciones en las que esperar, torres de alta tensión y barrios periféricos a 10.000 km.
Para los que están convencidos de que “pueden con todo” y no se explican cómo otros se rinden.
8.- Mass, de Fran Kranz
Si todavía existe el indie norteamericano, esta es mi favorita de 2022. Una propuesta minimalista (una habitación, cuatro personajes sentados en torno a una mesa y una maestra de ceremonias) que vuelve a jugar con un elemento muy de moda: el desconcierto del espectador, el asomarse a una historia con la sensación de que le han sustraído a uno el prólogo.
¿Qué es tanto preparativo? ¿A qué viene esta reunión con algo de clandestino? ¿Es una sesión de terapia de pareja por duplicado, un pulso morboso entre cuatro seres humanos heridos de muy distinta manera? ¿Dónde están aquellos de los que hablan? ¿Por qué es necesario tanto tacto por parte de los anfitriones?
Dolor en estado puro, destilado con una sensibilidad de artesano humanista.
7.- Argentina 1985, Santiago Mitre
Argentina 1985 es un thriller judicial, un testimonio coral en contra del olvido (tan de moda) y… y también una comedia familiar. Y todo se conjuga a la perfección y nada chirría. Ecos de Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984), de Desaparecido (Costa-Gavras, 1982), de ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961). Pero también de Veredicto final (Sidney Lumet, 1983) -sin botella de por medio- o incluso de La costilla de Adán (George Cukor, 1949). Mitre asume como propia una estructura narrativa y una épica universales, a sabiendas de que para muchos no pasará de ser un lenguaje que sencillamente podrán tildar de comercial, con ese retintín resabiado de quienes no tiene dilemas a la hora de elegir entre la ética y la estética.
Es la hora de las democracias antes de que llegue el tiempo de los asesinos y Santiago Mitre -repito: siempre muy atento a la cochambre contemporánea- ha hecho una lectura pragmática y urgente del momento. Es la hora de los Strasseras, de una legión gris -quiero pensar que todavía mayoritaria- dispuesta a dejar de darlo todo por sentado. Dispuesta, en suma, a seguir votando, equivocando el candidato y pudiendo seguir llamándole “¡el muy bastardo!” sin tener que mirar temeroso por encima del hombro.
6.- Vortex, de Gaspar Noé
Hasta el momento -y para aquél que me lo preguntase- Gaspar Noé me merecía un juicio sumario y poco matizado, muy de nuestros tiempos de café, tertulia en la pantalla plana y dos de olivas gazpachas: un perfecto cretino especializado en un cine sexy-escabroso. Cada cual con sus gustos.
Y tiene cierta lógica que precisamente él acabase dirigiendo esta historia que ronda el porno emocional (el otro, el porno esteta o kubrickiano, había sido hasta ahora su marca de fábrica). ¿Qué podía aportar a una historia que recordaba tanto a la ya suficientemente dura Amor de Michael Haneke?
Pues para empezar, un protagonista como Dario Argento, al que hemos visto matar a decenas de mujeres sobre fondo rojo. En una especie de venganza kármica, Noé le depara el más habitual y convencional de los finales. Ironía perversa muy a la altura del mito.
Pero a lo que iba: Vortex es la mejor película de Gaspar Noé. Y no solo eso. Sus cinco minutos finales (sencillamente excepcionales) son lo mejor que he visto este año y, presumo, acabarán siendo estudiados en escuelas de cine. Tan sencillo, tan contundente. La desaparición de uno será poco más que eso: ochenta centímetros cuadrados realquilados, el recorrido habitual hasta el metro, una casa, camas por hacer, libros amontonados, ventanas abiertas y… hacia arriba, hacia ningún lugar.
5.- Mantícora, Carlos Vermut
Lo de Carlos Vermut es aquí de triple mortal. Porque todos tenemos nuestras perversiones, porque todos tenemos una intimidad que no nos gustaría que nadie calificase como aberrante. El lograr la identificación con alguien tan jodido -pero condenado de inmediato al linchamiento social- es una virguería compleja, extraña, malsana. Y como el cine que perdura, es cine incómodo.
No hace falta decir ciertas cosas. No hace falta recurrir a toscas explicaciones freudianas. Ni sellar una historia de amor con el lacre normy. Ni regalarle al monstruo creador de monstruos una redención a lo película de Iñarritu.
Futuro clásico perverso, cine imposible en una expresión artística cada vez más repleta de imposibilidades. Valiente e hijaputa. Muy Vermut.
4.- Alcarràs, de Carla Simón
Alcarràs es tan hermosa que era de esperar cierta reticencia (se llama efecto péndulo) entre la crítica más engolada. Con todo, no fue el caso: hubo unanimidad alrededor de este retorno a un cine de la tierra y de sus gentes que en otro tiempo tan bien se les daba a los cineastas de este país.
Actores no profesionales, verismo buscado (por qué no: a veces hasta forzado, extraído a base de mucho trabajo, repetición e intención) y toneladas de sensibilidad. El resultado es un punto de intersección -muy de agradecer- entre el cine comercial en formato drama rural y el cine de autor (ese que se permite descansos, interludios, disfrute en la contemplación).
O simplemente una de esas rara avis que llega a un público generalista con un lenguaje y unas formas sofisticadas, modernas. Cine capaz de emocionar sin recurrir a subterfugios.
3.- Crímenes del futuro, de David Cronenberg
Crímenes del futuro, es un “oigan: ¡aquí estoy, que no me he ido!” en toda regla. Una reivindicación de su carrera, de su legado. Con ella Cronenberg se desmarcaba de los thrillers sofisticados de la última década para volver a meter el dedo (y el transductor y el soplete y el USB) en la llaga autoinfligida. Un poema de amor perverso, decadentista, baudelaireano. Y un futuro que, como siempre, es un esbozo del abismo dibujado desde una posición privilegiada: su mismísimo borde.
Cronenberg, que el próximo año ya podrá presumir de octogenario, nos deja así una herencia consecuente con sus parásitos asesinos, con sus ansias de carne fresca más allá del cine de zombies mainstream, con sus masoquistas dispuestos a empotrarse (en sus varias acepciones) al volante de sus locos cacharros, traumas infantiles, transformaciones kafkianas, adaptaciones de novelas psicotrópicas… un mundo insano, un mundo más allá de los principios biónicos: la tecnología ya no puede ser más invasiva y la Humanidad, enganchada a la nueva moda, se rinde definitivamente a la pulsión de muerte sin muerte.
2.- Aftersun, de Charlotte Wells
Volvemos al apunte anecdótico, a esos flashes de una adolescencia en ciernes en los que la protagonista apenas podía imaginar la importancia que acabarían teniendo en la conformación de su personalidad solitaria, melancólica, herida.
Un último verano con papá en algún lugar del Mediterráneo; destino masivo de hotel, piscina e insulsas escapadas de un día en autocar. Laxitud, hamaca y crema bronceadora. Podría estar hasta bien… si el adulto que patrocina esta fantasía de momentos “significativos” padre-hija estuviese realmente bien. Pero hay algo que no marcha en la vida de Calum: en lo personal, en lo económico, en esos planos de la existencia que queremos soterrar y revisitar solo en madrugadas insomnes.
Wells no nos dice el qué. Pero sabemos que esto va de despedidas, de retornos vergonzantes a esos clubs de luces estroboscópicas donde se hará enterrar.
1.- Drive my car, de Ryusuke Hamaguchi
La conmoción que provocará la última película de Hamaguchi en las almas sensibles sería equiparable a la experimentada por las mismas en el tramo final de París, Texas (Wim Wenders, 1984). Porque estamos ante una de esas películas infinitamente tristes que sin embargo concluyen con un refulgir luminoso, casi deslumbrante.
Un trayecto de ida y vuelta desde el teatro a casa y viceversa. Una cinta de cassette que reproduce todos los papeles de la obra de Chéjov a excepción del único que realmente le importa a Yusuke, el protagonista. Y unas reglas de etiqueta, entre conductora y conducido, que compartimentan y aíslan un desconsuelo que todavía no saben que es común.
Sin esos milagros tan empalagosos con los que concluyen las road movies norteamericanas. Nadie mudará de actitud por arte de birlibirloque, nadie acabará siendo “mejor ser humano” a resultas de la poderosa influencia de un polo opuesto. Ni carcajadas terapéuticas ni enésima oda al libre albedrío. Tampoco habrá encuentros espirituales en cunetas, gasolineras ni moteles. Ningún profeta peregrinando por la ruta 66 nipona. Ninguna lección de fe para creyentes desencantados.
Drive my car, poética sin atisbo de empalago, sensual y calmada, reflexiva y triunfal sin que se escuche “¡banzai!” alguno. Una de esas películas que, para nuestra desgracia, conforme pasen los años y menos gente reste a nuestra vera, más delicada y profunda nos parecerá.
La única obra maestra estrenada este 2022.