No ha sido un año particularmente memorable si nos atenemos al ámbito de los estrenos en España. Pero lo cierto es que acudieron a la cita algunos de nuestros favoritos de los últimos tiempos (Larraín, Puiu, Seidl, Lanthimos, Green, Dolan, Dumont) y no decepcionaron. Proliferaron también las apuestas amantes del riesgo (Aronovsky, Gray, Assayas), conformando una saca de películas rupturistas para unos… y pomposamente radicales para otros.
Hay cine orgulloso de su condición mainstream (La ciudad de las estrellas (La La Land) o Dunkerque) conviviendo con películas en apariencia pequeñas (Columbus, Verano 1993 o Kékszakállú), pero impecables tanto en forma como en contenido. Un humanismo renovado que contrasta sin piedad con el no future cínico de Safari o The Square.
Poca presencia asiática en el top 25 (una película coreana –no, ninguna de Hong Sang-soo- y otra japonesa), así como del indie (o cualquiera de sus hijos bastardos) norteamericano. Hay sitio para dos películas animadas, sin representación alguna del estudio Ghibli, que entregó este año la sosa La tortuga roja. El cine europeo se enseñorea de la lista, con cintas de procedencia tan diversa como Austria, Suiza, Rumanía, Hungría o Finlandia.
Poco más que deciros, más que lo de cada año: a leer, a descubrir y a disentir. Ahí va la cuenta atrás:
25.- Kong: la isla calavera, de Jordan Vogt-Roberts
El interesado resurgir de King Kong nos regaló en esta su segunda entrega una divertidísima cinta de aventuras. Sin dolores de cabeza argumentales, sin complejos, sin vergüenza.
Un blockbuster fresquísimo con un sentido del ritmo que para sí lo quisiera el flojísimo episodio bianual de Star Wars (ya está, ya lo he dicho). Y para mayor delirio, con un toque vintage a costa de Apocalypse Now, con batallón perdido de militares suicidas comandado por un pasadísimo Samuel L. Jackson.
Decididamente, una perlita para cinéfilos sin prejuicios.
24.- Le fils de Joseph, de Eugène Green
Fue el año en el que descubrimos a Eugène Green, cuya personalísima concepción del cine -y del arte, en general- por fin encontraban un hueco en nuestras pantallas comerciales (y más que se hablará de él el próximo curso). Un freak del barroco, sí, y quizás por ello también un narrador a contracorriente.
La búsqueda del padre –de un padre pelín disoluto-, un burro, un porrón de referencias bíblicas. Le fils de Joseph tiene mucho de comedia inteligente, contestataria, crítica con los emblemas triunfantes de la modernidad. A medio camino entre París y las playas de Normandía, el director nos propone otro recorrido profundo, sí, pero al mismo tiempo ligero y positivo.
Toda una bocanada de aire fresco en mitad de un panorama agotado, redundante hasta la arcada.
23.- Sólo el fin del mundo, de Xavier Dolan
El próximo año el canadiense Xavier Dolan cumplirá 29 años y estrenará su séptima película. ¿Qué habrá hecho este genio en su primera película norteamericana, arropado por Jessica Chastain, Natalie Portman, Susan Sarandon y Kathy Bates? Toca esperar, pero mientras tanto os recordamos que en 2017 nos regaló otra catarsis familiar marca de la casa.
Sólo el fin del mundo fue acogida con tibieza, quizás por ser menos pirotécnica que Mommy. Eso sí, histérica lo era un rato: gritos sin apenas susurros, trauma más generacional que infantil y último retorno al panteón de la memoria familiar. La moraleja en Dolan siempre es la misma: ¡al infierno! Toca pasar página, toca soñar con su The Death and Life of John F. Donovan.
22.- El imperio de las sombras, de Kim Ji-woon
Decir que la última película de Kim Ji-woon se estrenó aquí quizás sea exagerar. Porque fue lamentable el tratamiento que se le dispensó a su décimo largometraje, una cinta que de hecho ya era de 2016. Vista y no vista, aún siendo un thriller brillante y absorbente.
Los aficionados al cine coreano adivinaréis en ella las constantes de esta cinematografía: una clase tremenda tras la cámara, un guión hollywoodense que sin embargo no tiene miedo a desorientar al espectador con tanto giro y carisma actoral a tope. Una historia sobre la resistencia en plena ocupación japonesa que no decae en ningún tramo de sus casi dos horas y media de duración.
21.- Your Name, de Makoto Shinkai
No definiría exactamente Your Name como una historia de amor. Es más bien la historia de un desencuentro, de una casualidad fatal más allá del espacio y del tiempo. El relato de una confusión (la que acarrea el estar encerrado en un cuerpo que no te corresponde) y de otra de esas catástrofes –tema nipón por antonomasia- que puede o no acabar ocurriendo.
Shinkai afina su sinfonía intergaláctica con videos musicales, fragmentos de cometa, padres resentidos o ausentes y un juego de espejos (ese “¿quién eres?” que funciona casi como motor de la acción) que permite que ambos lleguen a complementarse escuchando los consejos del otro. Un cruce desacomplejado entre Lady Halcón, Ranma y Código fuente, entre la maldición, la mera curiosidad erótica y el día de la marmota que te permitirá evitar la hecatombe. O no.
20.- Crudo, de Julia Ducournau
Definitivamente, la falta de vitamina B12 puede acarrear consecuencias imprevisibles. O quizás tan sólo ocurra que a una la genética le ha jugado una mala pasada.
La película más brutal del año es esta parábola a mordiscos sobre la condición del paria, la necesidad de “adaptarse” y el pavor a convertirse en la menos popular de las alumnas de primer curso. Hay que decir también que a la pobre le ha tocado una universidad un poquito chunga y que su hermana –un par de cursos por delante de ella- no se lo va a poner fácil. Así que le toca ser asimilada por la masa o…
Por una vez, no exageramos: Crudo puede herir la sensibilidad del espectador. Pero la vida, tan inmisericorde con los distintos, también.
19.- La ciudad de las estrellas (La La Land), de Damien Chazelle
Sí: hubiese estado más arriba de no ser por su protagonista masculino, el memo de Ryan Gosling. Y es que La La Land es un musical a la vieja usanza, con tres o cuatro canciones que se incorporarán, por méritos propios, al canon del género. Colorista, autoconsciente en sus homenajes…
…pero sabedora de que los romances ya no son lo que eran. Y quizás eso fue lo que muchos de vosotros no le perdonasteis: el anatema de su final infeliz. ¡¿Pero he dicho infeliz?! Por el camino hemos bailado al borde de la piscina, frente al skyline nocturno de Los Ángeles, en una autopista congestionada… ¡hasta hemos sido copartícipes de un éxito pop con excusa jazz!
18.- Kékszakállú, de Gastón Solnicki
Si os quedáis en la superficie, esta cinta podría pasar por un retrato bienintencionado de un puñado de pijos argentinos. Se encuentran en la inevitable encrucijada cuasi adolescente, en ese momento de transición en el que uno debe de elegir entre seguir disfrutando de los privilegios de clase o tratar de reinventarse (de equivocarse) en solitario.
Y todo ello con una apuesta visual deslumbrante: Kékszakállú es asfixiantemente hermosa, plagada de planos que uno enmarcaría y se llevaría a casa. Dejaos meced por sus dudas y acompañadlas hasta la madrugada: es un viaje con recompensa final asegurada.
17.- El día más feliz en la vida de Olli Mäki, de Juho Kuosmanen
Olli Mäki está en vísperas de afrontar su reto profesional más importante: el combate por el título mundial de los pesos pluma. Debería de estar centrado, totalmente volcado en esta cita que medio país entiende como un acto de reafirmación nacional.
Pero en realidad al conocido como “el panadero de Kokkola” se la trae más bien al pairo. ¿La razón? Una mujer a la que ha descubierto que ama con toda su alma. Ante esta realidad gozosa, ante esta felicidad irrefrenable, el enésimo enfrentamiento del siglo se queda en bien poca cosa.
Un poemilla sobre lo que importa y lo que no, filmado en un deslumbrante blanco y negro.
16.- Doña Clara, de Kleber Mendonça Filho
En un año repleto de filmes pretendidamente feministas (ya sabéis: superheroínas con superpoderes en rigurosa minifalda), Kleber Mendonça nos presentó un personaje femenino genuinamente fuerte e independiente.
Pero es que la doña del título es ni más ni menos que Sonia Braga, fuerza de la naturaleza que se ríe de su antigua condición de sex symbol sin amilanarse un pelo, porque a sus 67 años se sigue sabiendo poderosa e invencible. Una irreductible (con casa frente al mar) que tira de orgullo y casta para enfrentarse a los de siempre: la inevitable inmobiliaria con proyecto rompedor.
15.- En cuerpo y alma, de Ildikó Enyedi
En el apartado de historias de amor entre personajes marginales / marcianos hay que reservarle un puesto de honor a esta En cuerpo y alma de la húngara Ildikó Enyedi. Y eso que el departamento de calidad de un matadero no se me antoja el escenario ideal para el cortejo o la coyunda.
Fuera prejuicios. Una obsesiva compulsiva y un tímido patológico tienen su derecho a un trocito de cielo. Ella, recién llegada. Él, recién hastiado. Y ambos, parafraseando al bueno de Leonard Cohen, dispuestos a compartir soledades.
14.- La región salvaje, de Amat Escalante
La región salvaje tiene mucho de Arturo Ripstein, de celebración orgiástica de la diferencia y de la propia sexualidad. Pero también de los ambientes malsanos preconizados por Claire Denis en Trouble Every Day: la amenaza incierta, el temor al propio cuerpo y la insaciable necesidad de satisfacer los instintos más básicos.
[Nota mental: de hecho, sería la única representante de la ciencia-ficción en este top. Aunque eso, con Escalante, suena reduccionista: quiere ser –y es- muchas cosas más. ¿Pero cómo quitarse de la cabeza a ese alienígena follador que sólo te pide que te entregues a él sin condiciones?]
13.- La alta sociedad, de Bruno Dumont
Dumont parece en La alta sociedad querer estirar su genial divertimento televisivo P’tit Quinquin. Ahora el entorno es costero y la naturaleza del mal resulta menos incierta: casi desde el principio sabremos quienes son los criminales, cuál es el cruel destino de los veraneantes desaparecidos.
La venganza rural definitiva contra el postureo parisino, investigada por un cuerpo policial estratosféricamente incompetente. Una galería de personajes bufos (impagables Juliette Binoche y Valeria Bruni Tedeschi) en entorno incomparable, una cinta coral y jazzística (se adivina una improvisación en sí misma) que se disfruta el doble dejando a un lado el principio de verosimilitud.
12.- Columbus, de Kogonada
Columbus es el sueño húmedo de un arquitecto: convertir una ciudad de provincias estadounidense en una oda al urbanismo, el estilo internacional y los postulados orgánicos. ¿Suena resabiado, pedante? Qué va.
Porque Kogonada aprovecha también para diagnosticar el mal de nuestro tiempo: no existe un déficit de atención, sino una preocupante falta de interés. Falta de interés en el otro, el que está al otro lado de la valla y al que nos podemos acabar acercando si somos capaces de seguirle cincuenta metros en paralelo, caminando junto a la empalizada que creíamos sólo servía para dividir.
Sutil y profunda, Columbus es una reivindicación de la gente que todavía escucha, de los que de vez en cuando levantan la testuz de la pantalla retroiluminada. De los que se olvidan del recitado, del piloto automático, de la dictadura de la razón y de los hechos.
11.- The Square, de Ruben Östlund
La Europa agonizante de los multiespacios y los estómagos agradecidos. La Europa engolada de los eventos, la radicalidad impostada y la solidaridad estadística. Y como síntoma y analgésico, un museo-cementerio donde se acumulan los esqueletos de una civilización agonizante, de una cultura tasada.
The Square participa de esta suspicacia tan propia de nuestros tiempos. Un doble lenguaje (realidad y posverdad) que se desmorona cuando el ser humano forjado a partir de la posición social que ocupa (y que en el caso del filme, implica concienciación medioambiental –la nómina da para un Tesla-, multiculturalidad de boquilla y obsesión por la propia imagen) comienza a intuir la opinión que suscita en los demás, ya sean desconocidos, empleados, hijas o amantes.
10.- Safari, de Ulrich Seidl
Seidl es el emperador austrohúngaro de la mala uva, el altavoz de las miserias de su Austria natal, quintaesencia del primer mundo más alienado. En esta ocasión nos invita a viajar a un coto privado de caza de dimensiones continentales: África. Ese lugar donde los verdaderamente ricos –o los verdaderamente aburridos- pueden dedicarse a pegar unos tiritos a unos animales en falsa libertad, completando así sus macabras colecciones de cuadrúpedos descabezados.
Ulrich continúa con su premisa aristotélica, esa que tan buenos resultados diese en En el sótano: acompañar a sus compatriotas en su día a día y plantarles la cámara delante, como si fuesen gente importante con alguna verdad que revelarle al mundo. Sólo es cuestión de tiempo: las fobias, la imbecilidad y el sentimiento de casta aflorarán. Y el espectador no sabrá si reír o llorar.
9.- Sieranevada, de Cristi Puiu
Navidad. Tiempo de compartir, tiempo de sufrir. El gran guiñol de los parentescos sufridos se despliega ante nosotros. Toca aparcar los niños e ir a defender nuestro personaje –nuestra aparente normalidad, nuestra pocas veces contrastable felicidad- con unos perfectos desconocidos de los que creemos saberlo todo. La mesa está puesta. Ocupen sus asientos alrededor de la matriarca, mientras esperamos a algún representante de la iglesia local. Porque tarda, porque no llega.
Discusiones acaloradas, recuerdos deformados, semblanzas interesadas: cualquier colectividad, por efímera que sea su alianza, se encomienda en los tiempos muertos a la liturgia del consejo grandilocuente y la paja en el ojo ajeno. Rajar del que abandona la habitación, darle la razón al que se queda. Ser hipócritas y terriblemente sinceros dependiendo del interlocutor. Decir cosas como si las hubiéramos pensado y pensar, callados, en las cosas que hubiésemos debido decir.
Es familia. ¿Todo vale?
8.- Detroit, de Kathryn Bigelow
¿Qué tiene de nuevo Detroit en la filmografía de la Bigelow? Continúa hablándonos de su país, continúa haciendo alardes de su oficio (el asalto al búnker de Osama Bin Laden de La noche más oscura se convierte aquí en una interminable escena de violencia más institucional que policial). Pero ahora, hablando del ayer, no contemporiza; no relativiza (maquiavélicamente) el peso de las acciones de sus compatriotas. Las “desapasionadas” crónicas de las guerras en Oriente (y que en realidad apestaban a otro “why we fight”) se transmutan en genuina indignación, en sufrimiento compartido, en pura empatía.
El desafuero sádico de ignorantes convencidos de representar la ley y la justicia, lo indiscriminado del castigo sobre una parte de la población acostumbrada a su condición de víctimas propiciatorias. El mejor trabajo hasta la fecha de la californiana hace algo tan sencillo como tomar partido y dejarse de gélidos ejercicios de estilo.
7.- Jackie, de Pablo Larraín
La etapa americana de Pablo Larraín no podía empezar más cargada de ambiciones: con un biopic del pluscuamperfecto modelo de primera dama en el que llevan mirándose todas desde principios de los sesenta. ¿Cómo abordaría el chileno este personaje? ¿Sería inmisericorde, tendencioso, moralista? ¿Podría hacer algo siquiera suyo?
¡Y tanto! Larraín obtiene la mejor interpretación hasta la fecha de Natalie Portman y convierte la sede del poder estadounidense en un inmenso cadalso por el que se pasea la recién estrenada viuda. Una orate disponiéndolo todo antes del último viaje del Faraón, consciente de que todos esperan que no abandone la tumba y se inmole junto a él.
6.- La vida de Calabacín, de Claude Barras
Un policía sin hijos. Un orfanato. Unos compañeros aparentemente hostiles. (No, no es una película de terror española a estrenar en Sitges).
Se trata de un filme de animación delicioso de Claude Barras, practicante de la técnica del stop motion –hasta esta temporada, vía cortometrajes- desde hace 20 años. La película más corta de este top (poco más de una hora de duración) convierte el escenario pesadillesco por antonomasia en un canto general a la esperanza y a la vida. Y no, no cae en la cursilería ni en la pornografía emocional.
Si queréis asistir al milagro, os toca rescatarla.
5.- Verano 1993, de Carla Simón
Uno ya no sabe muy bien lo que es la sensibilidad. Y del sentido, ¡qué decirte! Con todo, hay veces en que crees reencontrarte con ambas; de manera inopinada, flashes dispersos que te recuerdan a fragmentos de una infancia que ya no sabes muy bien si fue siquiera la tuya.
La mejor ópera prima del año derrocha sutileza, sinceridad y cine. La Barcelona post-olímpica es una anécdota que se pierde en una noche de tracas y hogueras vecinales, para emerger todos al otro lado del túnel, en esa casa solariega donde será posible cualquier cosa menos olvidar de repente. Porque nadie dice que eso (el olvido) sea el antídoto a tanto dolor sin palabras.
Truffaut está vivo y se apellida Simón.
4.- Dunkerque, de Christopher Nolan
Nolan hace lo que siempre quiso hacer: un Lawrence de Arabia indecoroso y caro. Presume de medios, de formato, de poner su cámara-dinosaurio allí donde nunca antes lo había hecho nadie. Alinea soldados indefensos encarándolos hacia la Pérfida Albión, hunde barcos, derriba aviones y nos habla de una retirada que acabó siendo una rotunda victoria.
Una hora para estos, un día para aquellos, una semana entera para los otros. Población civil, pilotos experimentados y supervivientes natos arriman el hombre en este esfuerzo de guerra que consistió, sencillamente, en huir con lo puesto. ¿Enervante, pretencioso, grandilocuente? Nolan será siempre Nolan. Pero puestas a existir películas así, mejor que las ruede él.
3.- El sacrificio del ciervo sagrado, de Yorgos Lanthimos
Sé que algunos sois más de Canino, del Lanthimos más cafre y oscuro. Yo debo de reconocer que sus primeras películas cumplieron conmigo su indudable función: descolocar y desasosegar. Pero ha sido su etapa norteamericana –con un estilo más depurado, menos directo, más fabulador- la que me lo ha acabado consolidando como un maestro de la extrañeza, idóneo como cronista de estos tiempos desnortados.
La familia es para este director un laboratorio en el que ensayar la crueldad y practicar la incomodidad. Y en este caso -y con la coartada hasta de un mito griego- nos ofrece una muestra sobresaliente de suspense y perversión. Los poderes desatados por un inquietante joven deberían de tener la consideración de maldición, de no ser porque el espectador, a medida que pasa la película, acaba convencido de que quizás… ¿se lo merezcan?
2.- Tony Erdmann, de Maren Ade
Maren Ade es la responsable de uno de los experimentos más extremos del año: una supuesta comedia (alemana, para mayor antónimo) de tres horas de duración y con ínfulas de fábula moral. Un triple mortal sin red, vamos.
Una hija vencida, carne de cañón –bien pagada, eso sí- del capitalismo más especulativo. Y un padre al rescate, dispuesto a hacerle entender, por reducción al absurdo, que nada importa más que la vida misma. Sus armas serán el absurdo y la payasada naif, el cambio continuo de unas reglas del juego que ella se ha acostumbrado a no cuestionar. ¿Lo logrará o es la suya una cruzada desesperada?
1.- Manchester frente al mar, de Kenneth Lonergan
Un drama no: un dramón desaforado. Y sin embargo, tarda media película en exponerse, en ser siquiera enunciado. ¿Qué le pasó a este hombre? ¿Se regodea innecesariamente en el dolor o tiene razones para el desaliento a perpetuidad? ¿Ha elegido la soledad o se aleja del mundo a manera de penitencia?
Manchester frente al mar es desoladora, porque el protagonista de la misma es inconsolable. El trauma que lo acompaña y que lo define le impedirá hacer frente a las últimas voluntades de su hermano (encargarse de la tutela del hijo adolescente) porque el reloj de su existencia quedó detenido a petición propia aquella fatídica noche. El resto…
… el resto serán largos silencios, nieve ahí fuera y un hombre bebiendo siempre sólo, a la espera de vengar sus desdichas en los sorprendidos morros de algún desconocido.