La última película del más bien tirando a funesto y abiertamente deprimente Joachim Trier (a Oslo, 31 de agosto (2011) y Thelma (2017) os remito) nos deja con la extraña sensación de no saber muy bien a qué tipo de representación (¿espectáculo, incluso?) hemos asistido. Un melodrama, venga. ¿O quizás se trata de una feel-good movie barnizada de pesimismo recalcitrante? O al revés: ¿una tragedia con exabruptos cómicos? ¡Ah, la existencia!
Antes que nada, quizás sea pertinente hablar del sentido del humor escandinavo (o de su ausencia absoluta, en el caso de que hayáis conocido a algún finlandés). Esa sensación que oscila entre la incomodidad y la abierta repulsión. Mucha desesperanza y alguna carcajada que podría venir de la parca misma. Si, Schopenhauer, Kierkegaard y Wittgenstein hicieron mucho daño.
En lo cinematográfico estoy pensando en dos películas del otro Trier (del Gran Trier): Cinco condiciones (2003) y El jefe de todo esto (2007). Pero también podemos encontrar ramalazos de un profundo cinismo en The Square (Ruben Östlund, 2017) o en la más reciente Otra ronda (Thomas Vinterberg, 2020)). Daneses, suecos o noruegos, en todos ellos hallaremos esa querencia por el fatalismo y la ridiculización de uno mismo (incluidas las propias pasiones). La autodestrucción a resultas del aburrimiento, la pertenencia mancomunada a una burguesía que va de inconformista; la mofa de cualquier tabla de salvación que apele al humanismo. Todo acaba siendo risible. Hasta el punto de que tanto descreimiento en vena se acaba percibiendo como una elaborada pose propia de países vergonzosamente desahogados.
Comienza La peor persona… con un prólogo que en sí mismo podría ser un compendio de los vicios de “nosotros los europeos” (o de aquellos que todavía se reconozcan en los alrededores de la clase media). La llegada a la universidad de Julie (con las cosas tan aparentemente claras: ser una doctora preeminente y demostrarle al mundo lo que vale un peine) no es más que el pistoletazo de salida a una etapa de “experimentación” y “búsqueda personal”. Vamos, que en realidad no tiene ni pajolera idea de lo que quiere hacer con su vida (¡bienvenida!) y se deja llevar por el vendaval de emociones, corazonadas y presagios que acaban determinando… ¿nuestro lugar en el mundo?
¿Mejor estudiar las dolencias del alma y matricularse en psicología? ¿O por qué no hacer de la fotografía –hobbie recién estrenado- una profesión? A saber. Julie se dedica a disfrutar de esa adolescencia prorrogada, de ese colchón (económico y vital) que a algunos les permite jugar, ensayar con la vida, equivocarse las veces que haga falta. Privilegio -repito una vez más- de un primer mundo en el que el narcisismo, sin saber muy bien cómo ni por qué, ha terminado por ser considerada poco menos que una virtud.
Quizás el primer error del espectador pillado a contrapié sea ese: juzgar moralmente a la chica desnortada pero inconfundiblemente ilusionada con todo lo que está por venir. Joachim Trier nos presenta en un sucederse desordenado de escenas y situaciones a la protagonista, con la evidente intención de que nos sentamos algo representados, pero también algo abrumados, asqueados del cortísimo recorrido que tienen sus cuitas y pesares. Y así, como quien no quiere la cosa, nos la empareja con un autor de cómics que se ha hecho un nombre yendo de underground y políticamente incorrecto.
A través de 12 capítulos -y un epílogo- el realizador buscará la identificación a través del distanciamiento o, mejor dicho, la relativización de los gozos y las sombras de Julie a través de episodios que oscilan entre lo anodino y lo milagroso. Porque eso -la posibilidad de un milagro- es lo que nos hace a todos levantarnos cada mañana atentos a unas señales… que solo existen en nuestra atolondrada imaginación.
Y aquí es donde uno se encuentra con una película no tanto caótica como conscientemente cohesionada a partir de escenas independientes. Algunas de ellas con mucha fuerza, auténticos cortometrajes con entidad propia: desde el fin de semana con la familia (las primeras grietas en el paraíso, la conciencia de que “el otro” tiene una agenda oculta) hasta el tonteo que deviene infidelidad (y que culmina con una woodyallenesco tránsito entre los congelados habitantes de una ciudad a la expectativa de lo que a uno le pase. Brillante). En realidad os estoy hablando de la parte de La peor persona… que realmente me funciona: la que se dedica a radiografiar -de un modo desenfadado y sin aparentes ínfulas- el coqueteo con la vida de aquellos que todavía albergan… esperanzas, qué demonios.
Un tiempo para hacerse viral con un artículo sobre preferencias sexuales (lo siento, muy al estilo de la Carrie Bradshaw de Sexo en Nueva York), reinventarse en una fiesta en la que nadie te conoce, dejarse mecer por los paraísos artificiales y no acordarse muy bien de en qué te convertiste la noche anterior. Sin espacio para la autocrítica ni la pospuesta madurez.
Pero cuando creemos conocer a Julie (y sus limitaciones, tan parecidas a las nuestras) el drama irrumpe en el relato. Y a mí esta parte, me vais a perdonar, no me la creo. El empujoncito hacia el autoconocimiento y la sensatez pasa por los gritos y susurros en un pabellón del cáncer. Tiempo para las confesiones y la sinceridad, para ajustar cuentas con el pasado y santificar a través de lo inevitable a un personaje que, por arte de birlibirloque, pasa a ser el amor de su vida.
Un encaje de bolillos -o un volantazo hacia la trascendencia- que busca el más difícil todavía: olvidarse de que uno estaba rodando una parábola mainstream sobre la inanidad de los tiempos y abrazar sin solución de continuidad el cuento moral, el gran cine, el desenlace que arroja luz sobre “lo que importa”.
Verbigracia: Julie pasada ya la treintena. Una pasión tardía que se ha convertido en su sustento, aunque esta solo le de para alquilar un estudio con mesa de trabajo al ladito de los fogones. Otros torturadores ejercerán su magisterio sobre otras mujeres, cuarteadas ante el objetivo de su cámara. Las casualidades devienen siempre sorna en el cine escandinavo: a la actriz maltratada en el plató le aguarda un ex-novio, aquél que tampoco quería tener hijos, aquél que no veía problema en acabar jubilándose ejerciendo algún trabajo puramente alimenticio.
Y así es como Trier acaba resultando algo resabiado: porque no tiene problema alguno en ridiculizar a esas mujeres que lo mismo se dan al yoga que a la búsqueda del padre, obsesionadas con el cambio climático, a la caza y captura de los últimos machos desbocados (esa entrevista radiofónica al autor genuino, destroyer y por consiguiente, incomprendido)… e imponer paulatinamente un punto de vista al principio amable y chusco, pero finalmente irrevocable y hasta sentencioso.
Como si hubiese optado por reescribir aquellos réquiems filmados que fueron sus primeras películas y convertirlos ahora en una oda a la alienación y la falta de objetivos vitales, echando mano de un lenguaje cinematográfico que no es tanto flagrante traición como sutil e interesada rendición.