Debió de ser en el año 2003 o el inmediato 2004. Barcelona tenía desde hacía varias temporadas su propio festival de cine asiático, como si para terminar de asentar una tendencia hiciese falta el refrendo institucional. Era la constatación de un secreto a voces: el cine que más molaba era el asiático, las cinematografías europeas estaban anquilosadas, los norteamericanos no hacían una película buena desde finales de los 70, etc, etc.
Todos habíamos visto La isla, uno de aquellos títulos recurrentes que había que citar cuando uno quería resaltar en qué se distinguía exactamente aquella (ahora lo puedo decir) moda de las otras anteriores. La isla era la quintaesencia de lo que para nosotros significaba la experiencia espiritual y extreme de aquellas cinematografías que siempre habían estado ahí… pero sólo para permitirnos mentar de carrerilla a cuatro clásicos nipones. No, aquellos tipos de debajo del paralelo 38 eran capaces de hacer thrillers potentes con su propia historia reciente, noirs que mezclaban a Melville con Peckinpah e historias de amor salvajes donde lo mismo había coitos en pleamar que ingesta incontrolada de anzuelos. Nos parecía extraño, evocador, salvaje. Nuevo.
Por el denominado BAFF (Barcelona Asian Film Festival) pasaron todos los que son y todos los que están de entre mis compañeros de escritura cinematográfica. Gente que venía de Madrid o Valencia para disfrutar de uno de los primeros festivales temáticos con lo que realmente importaba; un festín de piezas exóticas encabezado por las potentes locomotoras del continente: Japón, China y Corea. Allí se formó un núcleo desorientado, primigenio y extrañamente tolerante de la cinefilia española: aprendimos a querernos y a odiarnos en tertulias que exigían del cara a cara, la merienda-cena, el mentado a la madre y el recurso, dedo en alto, al recurrente mal gusto de nuestro interlocutor (comparado con el nuestro, por supuesto). Había epílogos de madrugada, épica etílica durante la cual ellas y ellos tiraban de sabiduría, crueldad y muchas, muchísimas ganas de disentir.
En Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, recuerdo de cierto tipo itinerante y jovial que se quedó profundamente dormido durante la proyección, quizás porque había llegado aquél mismo día tras un agotador viaje en tren de más bien baja velocidad. Le daba igual, porque aquél era un mundo de militantes y convencidos: “me ha gustado lo que recuerdo haber visto. Tenía algo”. Y casi tenía también algo de lógico que se hubiese dormido, mecido por las ensoñaciones budistas de aquel aprendiz de lo perentorio.
Antes de 2005, en cualquier lista que me hicieses hacer con los directores vivos más prometedores o en mejor estado de forma hubiese aparecido el nombre de Kim Ki-duk. Bastaba con citar de carrerilla aquella película río del monje deslumbrando por el sucederse de las estaciones, La isla (2000), El guardacostas (2002), Samaritan Girl (2004) o Hierro 3 (2004).
Era un cine que ahora incluso puede parecer de fórmula. La elocuencia poética (que sí, que a veces caía en la grandilocuencia), la mezcla de dulzura y puñetazo en el estómago, la fatalidad de unos personajes solitarios o abiertamente marginales. Kim Ki-duk era Kitano antes de abusar de la pólvora, Yimou sin necesidad de coartadas historicistas, amigo de la parábola y del simbolismo pero sin llegar al minimalismo y la exigencia de un Weerasethakul. Vamos, que sus películas podías irlas a ver junto a alguien que te gustase sin poner en peligro la posibilidad de cualquier encuentro posterior (puto Hou Hsiao-Hsien, qué flaco favor le hiciste a mi educación sentimental).
Kim Ki-duk era uno de los nuestros, sí. Tenía los ojos rasgados y había sido todo lo que se podía ser antes de empezar a dirigir: labriego, currante en cadena de montaje, militar, el equivalente a seminarista en un templo budista (¿o quiso ser pastor protestante? Biógrafos, ¡aclárense!), pintor… (y ya paro, que con tanta enumeración esto parece una canción de Joaquín Sabina).
Cuenta la leyenda que no había visto ni una película hasta llegar a París, con treinta tacos y en la más pura tradición herzogiana. ¡Año 1991! Miras la cartelera francesa y… ¿qué toca ver? Agárrate: El silencio de los corderos (Jonathan Demme) y Los amantes del Pont-Neuf (Leos Carax). Así, de buenas a primeras y para empezar a sentar canon propio.
Y haciendo un ejercicio de psicologismo barato, me da a mí que su cine le debe bastante a estos primeros visionados, a este desvirgamiento entre bulevares e intentonas de vida bohemia. De Carax se contagió de la intensidad, de la posibilidad de querer y ser querido en mitad de un mundo mayormente cochambroso (y creo sinceramente que en Hierro 3 estuvo cerca del arte del director francés). De El silencio de los corderos (una de las mejores películas made in ‘a pesar’ de Hollywood de los 90) heredó ambientes malsanos y desequilibrios mentales más o menos evidentes -sadismo, paranoia, psicosis- que muchos de sus personajes expresarían en ramalazos y brotes impactantes.
Y después… y después llegó El arco (2005). Y su cine dejó de interesarme, hasta el punto de haber visto tan solo un par de la docena de cintas que rodó a posteriori. Me patinaba todo, todo lo que hasta entonces me había funcionado. ¿Y era acaso muy diferente a aquellos tránsitos emocionales -con epifanía más o menos sangrienta- del resto de sus obras?
Un anciano utiliza su barco como fuente de ingresos en alta mar: hasta allí acuden pescadores dispuestos a pasar una mañana de cervezas, horizonte límpido y capturas discretas. Pero hete aquí que el senior tiene como ayudante a una huérfana cuya mayoría de edad anda aguardando con indisimulada ansiedad para desposarse con ella. Mientras tanto se dedica a leerles la buenaventura a los domingueros de agua salada, disparando flechas a una diana sobre la que se columpia la joven callada y apabullantemente hermosa.
Sí, he intentado que no sonase muy bien. Pero lo cierto es que en apenas cinco años, la brutalidad con guante de seda del cine de Kim Ki-duk pasó a antojársenos un lugar común. Sus parábolas (ya no sabríamos a qué religión adscribirlas) nos parecían forzadas, sus personajes arquetipos del dolor gozoso, del regodeo en el trauma y el aislamiento. Y así fue como casi de la noche a la mañana… pasó a ser otro juguete roto de la cinefilia.
Me consta que siguió haciendo un cine fiel a su trayectoria anterior. Me consta que no hizo ningún truño insultante, nada que se le pudiese echar en cara como un hito imperdonable. Siguió a lo suyo y los fans del cine asiático… a lo nuestro. Nuestra sed de novedades se reveló, como siempre, inagotable.
Pero cómo olvidar a aquellas dos colegialas encantadas con su dinerito extra de Samaritan Girl. O el grito que se escuchó en la sala cuando empezó el paréntesis bizarro de La isla. Lo mal de la chota que se puede acabar controlando una frontera a través de la mira telescópica. Eso es con lo que me quedo de un Kim Ki-duk que murió por extrañas tierras, cosido a demandas de actrices que habían trabajado con él y que revelaban bien a las claras las miserias de un hombre decididamente vencido por la oscuridad. Lo turbio e incluso lo criminal de su comportamiento nos deja una bajada del telón bien amarga: un cineasta del detalle y de lo trascendente que resultó ser, me temo, otro machirulo dispuesto a abusar de su posición de poder.
Lo amamos, lo olvidamos y ahora nos resistimos a odiarlo. Ya he dejado de contar el número de impresentables cuya obra admiro. Para todos los amantes del cine asiático permanecerá como uno de los maestros de ceremonias en nuestro despertar a otras cinematografías, a otros paisajes, a otras maneras de contar ese ridículo paréntesis que es la vida, en su caso el suspiro entre el nacimiento en un escarpado reducto montañoso y la muerte por un virus venido de la China en una ex–república soviética.