El trimestre empieza fuerte en Barcelona en lo que a exposiciones de fotografía se refiere. Mientras en la Virreina puede verse la ambiciosa A cop d’ull (un recorrido que pretende teorizar –nada más y nada menos- sobre la iconografía visual creada alrededor de esta ciudad en la pasada década, con prólogo y genuflexión incluida a cargo de los incontestables Català-Roca, Miserachs, Colita o Maspons), el MNAC le rinde honores a uno de los más grandes vivos.
Aprovechando la generosa donación realizada por el propio Joan Colom hace un par de años, el museo nacional de arte de Catalunya le dedica sin dilación la primera antológica. Una exposición con aires de elegía, debido tanto al esfuerzo catalogador (su obra se antoja inabarcable, a pesar de sus prolongados y autoimpuestos silencios) como a la edad del artista (este año cumplirá los 93).
Colom es uno de los padres putativos del fotoperiodismo, de hecho, uno de los maestros indiscutibles de una práctica que acabaría creando escuela. Finales de los cincuenta, España, en lo más crudo del crudo invierno. Joan cultiva su hobby; en apariencia un aficionado más a la fotografía que participa en concursos y busca “su” tema entre multitudes endomingadas, pasos de Semana Santa, viejas enlutadas y penitentes exhibicionistas. Sus primeras instantáneas delimitan de alguna manera sus obsesiones futuras: el observador mordaz que roba momentos y levanta acta de un presente que no aspira a comprender. El “notario de una época” –como a él mismo le gusta definirse- afilaba el lápiz; en su caso, una cámara con la que escribió algunas de las mejores crónicas de la posguerra.
A principios de los años sesenta, Colom se adentra en el Barrio Chino. Y el resto ya es leyenda. Porque lo que ve, salta a la vista, merece ser inmortalizado. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Cómo retratar a aquella fauna entrañable de marineritos de la sexta flota estadounidense, fulanas, chulos, chicos de la calle y gente desesperada derrumbada en la acera de enfrente? Pocos se animarán a posar ante una cámara que no quiere servir de escarnio sino ser testigo de su tiempo (y qué grandilocuente que suena esto expuesto así, con palabras). Un tiempo miserable y bastante infame, por mucho que haya acabado revestido de un halo romántico y canalla. No, las malas calles de Colom son chungas, muy chungas. Y sin embargo… ¡son tan nuestras!
Colom retrata con su tomavistas escondido a la altura de la cadera y sin mirar por el visor la penuria, el goce clandestino, la lujuria, la lucha por la vida barojiana. Sus supervivientes anónimos son niños que se aferran a la pelota, que recogen confetti como si de un tesoro se tratase, que se sientan magullados en la fuente, con la comba inerte a sus espaldas. Niños con cara de hombres, niños que no juegan: gastan maneras de desempleados prematuros, de castigados, de olvidados buñuelianos. Arramblan con una barra de pan de medio y la comparten con una hermana tiznada e igualmente marcada. Van a devolver el casco de una bebida y observan con curiosidad a unos mayores perdidos, de los cuales sólo puedes esperar una colleja o un puntapié traicionero.
Es su territorio. La calle, digo. El terruño de adoquines, canes defecando y salpicaduras sanguinolentas. La radio entre las rodillas, la más preciada posesión de un estudiante en mitad de la mudanza. El adolescente de mirada torva que empuña el volante de su auto de choque con aviesas intenciones suicidas. Los emigrantes que comienzan a rondar las plazas, esperando la llegada del camión que les lleve a la obra, al descampado, al puerto. Y los ancianos desaliñados, con la boina calada hasta las cejas y expresión ausente. “Si yo te contara”. Gente barriendo, echándose la siesta o haciéndole carantoñas al hijo de otra. Cestas vacías y jóvenes encaramadas a una barandilla, para deleite de Colom y todos los voyeurs que hemos sido y serán.
El ojo público de Colom no es miserabilista. Es, sin más. Eso es algo que tendemos a olvidar, asentados en este presente mayoritariamente próspero (¡que en aquél entonces se pasaba hambre, señores! ¡Hambre!). Es cierto que Colom tiene querencia por los personajes marginales –como volveremos a ver en su obra más reciente-, pero su Barcelona no es sólo la del borracho en pos de una farola o el descastado yaciendo en pleno asfalto. Colom buscó la calle de la vergüenza a sabiendas, la rue del pecado como único acto subversivo permitido. Más o menos.
Y eso nos lleva a sus Izas, rabizas y colipoterras, el libro que –con texto de Camilo José Cela- le daría la fama y sería su perdición. Españolitos reprimidos viendo pasar a mujeres con faldas ceñidas, con los brazos al aire o en pose estatuaria. Iconos de una libertad inasible, seres humanos en quiebra aguardando el siguiente servicio, recostadas contra la pared, subidas a sus zancos imposibles. Putas desdentadas, de generoso escote, luciendo curvas cinematográficas. Y sin embargo, ese tampoco fue su tema.
No, el tema de esta serie inmortal son ellos. Los puteros. El padre de familia con gabardina. El oficinista que sigue un culo con los ojillos entrecerrados. El grupillo envalentonado que hace corro ante una mujer indefensa que sonríe con temblorosa desgana. El que aguarda en el zaguán, recolocándose el bulto del pantalón o consultando su reloj de pulsera. El que la sigue de la mano. El que lanza un piropo innecesario. El que regatea cuchicheando. El viejo asqueroso sobre una persiana echada. Los que hacen que las putas tengan que seguir siendo putas. Ellos.
Las fotografías de Joan Colom continúan ilustrando los sesenta. Ya sea en el mercado de El Born, en el barrio del Somorrostro o en ese París antiturístico que retrató junto a otros paisanos (¿y qué busca Colom en la ciudad de la luz? A parejas besándose, a ese amor “normalizado” que no encuentra por las calles de su Barcelona franquista).
Y luego vino el silencio. Uno que duró casi 20 años. La prensa sensacionalista de la época le dedicó ríos de tinta al intento de demanda por parte de una de las mujeres que salían fotografiadas (sin su consentimiento, conforme a su método habitual) en Izas, rabizas y colipoterras. Colom, muy afectado, cuelga la cámara hasta principios de los noventa.
Y de repente, finalizando ya la exposición… la gran sorpresa. Su obra reciente. Sí, han oído bien: reciente. Fotografías –ahora ya en color- de los últimos 20 años. Mismo lugar, Barcelona. Y bien mirado, mismos personajes: anarquistas con y sin perro, extranjeros disfrazados de guiris, otra generación de meretrices, otra generación de salidos. Ciudadanos del mundo (uséase, más borrachos), yonquis, perdidos, reencontrados, personajes, personajuchos, plebe desconocida, humanidad triunfante.
Porque todo su trabajo, desde sus fotos de junio del 61 en la sala Aixelà hasta los amplísimos murales dispuestos en forma de deambulatorio / osario en el museo nacional, guarda una “coherencia total y absoluta”. Sí, ese lugar común que sirve para glosar la biografía de los grandes hombres –con o sin la etiqueta de artistas- y que pocas veces responde a la realidad.
Joan Colom, el mirón que –en palabras de Santos Zunzunegui- “nos hizo ver la calle”, continuó –mientras le acompañaron las fuerzas- catalogando la fauna de su ciudad. Un ejercicio paciente que ahora haya su reconocimiento y nos permite, a los siempre orgullosos barceloneses, recordar que esta idolatrada metrópoli fue la de los ganapanes, los huérfanos, los gitanos purgados y los currantes que arrastraban carretillas y ofertaban ristras de ajos en mercados sin tapeo ni menú degustación.
¿Y las putas? Las putas, querido, somos ahora nosotros.