“El castigo más justo es aquél que uno mismo se impone”. Simón Bolívar
Vale. Acaba de terminar Jauja y te preguntas, como los Antiguos, en qué punto del camino te perdiste. Dónde está la tierra de abundancia y felicidad que te habían prometido. Si no será que los críticos, para variar, exageraban.
Hablaremos de Jauja y propondremos incluso una interpretación –estamos hoy muy vanidosos-, aunque repetiremos hasta la afonía que lo bueno del cine libérrimo es que carece de sendas unívocas. Esta fue mi expedición, este fue mi trastabillar por la Patagonia. Y esto es lo poco que sé del cine de Lisandro Alonso, un argentino autor de cinco filmes existencialistas, de esos que cometen la terrible imprudencia (en estos tiempos de naderías interconectadas) de preguntarse por el sentido de la vida en geografías difusas.
La libertad fue el irónico título del primer largo de este bonaerense nacido en 1975. El vivir cada día de un jornalero, las 24 horas de un leñador que tala, desbroza, amontona y transporta la madera desde su precaria explotación (por llamarla de alguna manera) hasta la mismísima puerta del terrateniente de turno. Si Apichatpong Weerasethakul tiene su selva, Lisandro Alonso tiene desde la región chaqueña hasta el recóndito sur… más de tres millones y medio de kilómetros cuadrados por los que proponernos road movies con pocos coches, escasa acción y mucho, mucho silencio. Diríase que documentales donde se cuela de vez en cuando el misterio, ya sea en forma de aparatosa tormenta o como fuga poética del ‘yo’ en plena siesta.
El primero de sus caminos, La libertad, era una ruta circular y pampeana, un bucle que terminaba como empezaba: con nuestro no-actor comiendo en la oscuridad, frontispicio y coda de un subsistir que podía sugerir muchas cosas… excepto, quizás, la presencia del libre albedrío. Libertad, ¿qué libertad? ¿La tiene él? ¿La tenemos nosotros?
En Los muertos tocaba remontar el río. Un preso es liberado tras pasar años entre rejas en un penitenciario desharrapado donde hay poca cosa que hacer entre mate y mate. Sus últimas horas tienen algo de preparación de boda, de la liturgia y la espera anterior a toda celebración. Toca acicalarse, recortar la pelambrera y tirar de contactos para aligerar la vuelta.
Por el camino nuestro hombre se avitualla: compra panes, un detalle para la hija que ya no recuerda… y contrata los servicios de una prostituta. Como respondiendo a un guión preestablecido, a un orden inmutable en el primer día de libertad de cualquier hombre. Sólo cuando un lugareño lo reconozca –antes de indicarle la barca con la que podrá continuar su laberíntico viaje torrentera arriba- sabremos la razón de su condena: mató a sus hermanos (¿lo hizo?). Quizás los cadáveres que veíamos al principio de la cinta desparramados por el bosque…
La existencia de un crimen cambia nuestra percepción como observadores. Ya no es el homérico retorno a casa de un tipo taciturno: ahora ya estamos sobre aviso. La seguridad con la que blande el machete, sus sobradas dotes como superviviente… el temor se instala en la historia y vemos muertos –reales, imaginarios o inminentes- en cada recodo del camino.
Liverpool (2008) supuso un salto adelante en lo que a los planteamientos estéticos de su cine se refiere. El encuadre comienza a tratarse con más mimo, la luz y el color refuerzan estados de ánimo, la puesta en escena deja de ser invisible. La belleza –como se verá en Jauja– puede complementar el discurso sin traicionar ningún precepto fundacional.
Vuelve a haber un retorno a casa, una madre y una hija –suponemos- que ya no esperan nada de uno. ¿Y quien es él? Pues la quintaesencia del caminante a perpetuidad: un marinero. Con un equipaje ligero y una significativa botella bajo el brazo se deja caer de nuevo por el lugar del crimen, allá donde se desencadenó su drama. La madurez y la serenidad llegan al cine de Alonso: hay una historia –mínima, si uno quiere-, un afán contemplativo que no renuncia a la sutileza (si en Los muertos presenciábamos el ansiado y pospuesto coito del ex–convicto, en Liverpool nos basta con intuir la noche, los neones, la barra americana).
El hombre que aparece entre la nieve y vuelve a ella, dejando atrás una familia socorrida por los vecinos. Y sólo, siempre sólo: viendo como los demás juegan al ordenador, viajando en la trasera de un camión, comiendo en el extremo de una larga mesa. Durmiendo a la intemperie y volviendo a su botella cuando cree que nadie le ve.
Lisandro sabe bautizar con mucho tino sus películas. Con el suficiente acierto como para que uno esté media cinta inquiéranse de qué libertad habla, quienes fueron los muertos, a qué coño de Liverpool se refiere si andamos por la bahía de Ushuaia… ¿y qué querrá decir ahora con Jauja?
Si uno anda sediento de background antes de ver Jauja, no es necesario ni mucho menos acudir al cine del propio autor. De hecho, si lo que os gusta es encontrar caminos paralelos, lanzaría tres títulos: El tiroteo (1967) de Monte Hellman, El topo (1970) de Alejandro Jodorowsky y Meek’s cutoff (2010) de Kelly Reichardt. Las tres parecían adentrarse en el territorio del western. Las tres bordeaban el desierto y contaban con personajes que se dejaban guiar por quienes no debían (¿ellos mismos?).
Tampoco abundaremos en los aspectos más loados e identificativos del filme: la elección del formato cinematográfico y la abrumadora belleza (el espectador determinará si vacía o no) de la fotografía de Timo Salminen, colaborador habitual de Aki Kaurismäki. Centrémonos en “de qué va” Jauja.
Daneses en mitad de ninguna parte. El capitán Gunnar Dinesen y su joven hija en un entorno hostil, tanto por la aridez del paisaje como por la rudeza de los hombres que lo habitan, tan parecidos al propio capitán en tiempos pretéritos. Ella se llama Ingeborg, nombre de princesas y reinas escandinavas, de beldad deseada en las sagas escandinavas. No tarda en dar con su Hjalmar, ese oficial “certero, guapo y experimentado”, capaz de volverse “invisible y veloz como el sonido en el desierto”. Se llama Zuloaga y todavía no lo conoce, escapándose a su encuentro (sin saberlo) de la mano de un joven soldado que tiene una cualidad más propia de ese animal de compañía que reclama a su padre: la de seguirle donde ella diga.
Un soldadito de madera flotando en una charca y una decisión tomada a medianoche: huir. Huir para ser perseguidos, por supuesto. Se conforma así un extraño pelotón, un convoy de ‘searchers’ (en el sentido más fordiano del término). La puesta en escena no abandona una sobriedad más propia de Manoel de Oliveira, pero los espacios –no tan monótonos como cabría suponer- se van abriendo poco a poco, aunque sigan copados por matorrales dispersos y lomas tras las que parece estar a punto de asomar algún can goyesco. Definitivamente, nos adentramos en los horizontes lejanos de Anthony Mann, con un Viggo Mortensen igual de torturado que el James Stewart más masoquista e inseguro. ¿Qué trauma del pasado cree revivir en la decisión de su hija? ¿Es un exterminador con mala conciencia o aún le resta un atisbo de humanidad?
El que monta, gobierna. Así que lo primero que pierde el padre dispuesto a salvar la honra de su “dulce niña” es el caballo. Desposeído de su título –pero con el espadón al cinto-, sólo le queda vagar detrás de un camino de pistas que hubiesen desesperado al mismísimo Mayor Dundee de Sam Peckinpah. Persigue a los amantes crucificados, pero estos son acechados a su vez por el mítico coronel Zuloaga, convertido ya en “fuera de la ley al frente de una tribu de ladrones” (así tildaron los europeos a los que con el tiempo devendrían héroes de la emancipación americana). Ah, y quedan los aborígenes (conocidos despectivamente como ‘cabezas de coco’), que se divierten sisándole cualquier pertenencia de valor al padre obcecado.
Ingeborg no pierde el tiempo y yace con su amante también inexperto, que tiene en la espalda una mancha de nacimiento que le recuerda la forma de una constelación… o quizás de una estrella fugaz. Le embarga una sensación de déjà vu, de eterno retorno. ¿Ocurrió todo esto antes, de la misma manera? ¿Se conocieron quizás así su propia madre y su autoritario padre?
Un perro -¿el del propio Zuloaga?- se acaba constituyendo en cicerone del militar descabalgado por esta tierra yerma. Él lo conducirá al encuentro de una anciana que habla el mismo idioma que el capitán. Tras hacerle beber del río del olvido –un arroyo que mana de una roca cercana-, le aguarda en su refugio –en su caverna-, donde tendrá lugar el encuentro clave de la historia.
Ella conserva lo único que se llevó consigo Ingeborg: una brújula. ¿Puede ser el desertor Zuloaga, conocido por disfrazarse de mujer? ¿O más bien la propia hija, envejecida por la naturaleza relativista del viaje emprendido por nuestro protagonista? Como el astronauta de la paradoja tan hermosamente contada por Carl Sagan en Cosmos, lo que para él han sido unos días quizás hayan acabado siendo años en el reloj de su hija fugada… quizás la felicidad altere nuestra percepción del tiempo. Le vuelve a preguntar por aquello que más parecía preocupar a la Ingeborg adolescente: el aspecto que tenía su madre, otro familiar que acabó desapareciendo, engullido por el desierto. Dinesen continuará su búsqueda, no sin antes devolverle el soldado de madera, completándose así el intercambio de iconos.
Dejamos a Viggo perdido definitivamente en medio del pedregal. El epílogo de la historia nos sitúa en Dinamarca, esa Jauja europea. La Ingeborg moderna (aquí se llama Viiljork) despierta en una mansión solitaria y va al encuentro de sus perros, esos que en otra vida –o en sus peores pesadillas- no podía tener.
Su animal favorito se ha hecho una herida tras rascarse furiosa y repetidamente, algo habitual –le asegura el cuidador- cuando se enfrenta a “algo que no entiende”. Como por ejemplo, las largas ausencias de su ama.
En su paseo por el bosque, el soldadito de madera reaparece… para ser lanzado acto seguido a un estanque que nos devuelve, en imagen especular, a la charca de la Tierra del Fuego.
El paraíso terrenal, ese que buscamos infructuosamente –en los confines del mundo, en la compañía del otro, en la huída permanente- es una elucubración necesaria para no tener que enfrentarnos a esa pregunta que repite la narradora sin edad: ¿qué es lo que nos hace funcionar en la vida y tirar para adelante?
Un lugar, una situación ideal o paradisíaca… Jauja. El Dorado de conquistadores sanguinarios. Pero también la tumba de tipos infames confundidos con centauros del desierto.