Corría el año 1961 cuando Jacques Rivette -el menos vedette de los padres putativos de la nouvelle vague– debutó en el cine con París nos pertenece, su primera teoría de la conspiración sin enemigo tangible (como toda buena teoría de la conspiración que se precie). 25 años después, Don DeLillo publicaba Ruido de fondo, una ficción demasiado verosímil sobre un vertido tóxico a la atmósfera y sus consecuencias sobre una familia aparentemente feliz. Ambas -y por eso las convoco en este escrito- se me revelan en estos tiempos de incertidumbres negadas como dos danzas macabras imprescindibles. Imprescindibles para las mentes lúcidas que no se conformen con el “todo va a salir bien” como mantra aleccionador.
Por aquella época Rivette (futuro jefe de redacción) ya había empezado a colaborar en Cahiers du Cinéma, lo que equivale a decir que ya escribía de lo que le gustaba y, en su caso, hasta aspiraba a filmar lo que defendía con palabras. Su ópera prima sigue siendo hoy en día un prodigio de imaginación y exuberancia en la carencia: cómo apañárselas para tejer una intriga a lo Dashiell Hammett en las calles de un París que se asemeja más al Berlín de la guerra fría. Mucho interior minimal, mucho chiste privado, mucho retrato del artista adolescente.

Con la clásica estructura de encuesta -nuestra protagonista irá rebotando de conocido a amiga del amigo, de función de aficionados a salón de intrigantes, en pos siempre de una verdad-mcguffin-, Rivette sembraba su filme de pistas metafísicas, de acertijos espirituales. Anne, en plena época de exámenes, descubre un pasatiempo apasionante: saber quién mueve los hilos, quién especula con el horror, quién juzga, quién mata.
Tres exiliados de las artes: un compositor y guitarrista español, un literato norteamericano, un dramaturgo francés. Todos unidos de alguna manera a una musa gélida que quita y da razones: la inalcanzable Terry, atenta únicamente a su agenda oculta. ¿Mueren los artistas condenados por su propia ambición o fuerzas oscuras se encargan de eliminar cualquier elemento discordante? ¿Qué papel juega en todo ello la dictadura del país vecino? Ecos y bramidos del franquismo y del macartismo, corrientes subterráneas que pueden provocar la locura y el olvido.
Anne sabe tanto como el propio espectador y su búsqueda la arrastra a una madurez forzosa: conocer las malas compañías de su hermano, descubrir la que quizás sea su vocación, aprender a desconfiar, a leer entre líneas. Algo queda atrás para siempre: la cultura no es un continuo estado de ingenuidad y perplejidad; lleva aparejado un despertar con forzosa toma de partido a favor o en contra de fuerzas que, a buen seguro, nos superan.
En toda la película persiste la llamada de lo oculto, un clamado del abismo para nutrirse de nuevas y prometedoras víctimas. París les pertenece a ellos (¡¿quiénes serán?!) y el resto sólo puede aspirar a interpretar un papel secundario, esporádico… prácticamente insignificante.
Esa presencia de la muerte, empoderada como en un cuadro de Pieter Brueghel, se repite en la novela más (re)conocida del neoyorquino Don DeLillo. En Ruido de fondo (en el original, White Noise), un profesor de universidad disfruta de una calma relativa tras tres matrimonios frustrados. Su convivencia con Babette resulta milagrosamente apacible, aunque uno y otro deban de tolerar hijos propios y ajenos, que aparecen y desparecen de escena en función de lo dictaminado por la custodia compartida.
Aquí el coqueteo con el fascismo también está presente: el protagonista es toda una eminencia en lo que a Adolf Hitler se refiere… y sin embargo no es capaz de reconocer las paradojas y similitudes de un súbito estado de alarma -con evacuación incluida y despliegue de científicos enfundados en sus coquetos trajes de riesgo biológico- que no piensa dejar que ponga patas arriba su normativo mundo.
Pero lo impensable ocurre bien cerca, al otro lado del río. Un vertido, una nube, un algo intoxicante que se aproximará o no dependiendo de la dirección del viento. Y el tipo educado y culto se revela como un fatalista muy del primer mundo: a fin de cuentas… ¿estas cosas no les pasaban únicamente a los pobres? ¿Cómo es posible que me ocurra a mí, aquí?
No sabemos si habrá sido tanto releer el Mein Kampf o tanto tiempo sabiéndose un privilegiado. Pero lo cierto es que su paraíso en la Tierra -del cuál se siente un legítimo habitante- empieza a hacer aguas, azuzado por una pléyade de adolescentes preguntones que pululan a su alrededor y por una mujer que le confiesa lo que él no supo ni intuir: su mórbida obsesión.

La muerte, presente desde el comienzo en el cine de Rivette, es representación y ensoñamiento. Se le combate sonriendo, inventándose misterios, apelando a la voluntad de Grandes Hermanos que nunca toman forma corpórea. Para el escritor postmoderno, es también una contingencia desbordante: el héroe, sobrepasado y acojonado, apela continuamente a una razón que nada puede contra un estado del alma (hasta en el supuesto de que esta no exista).
Jack, el orondo y satisfecho Juan Nadie de la novela de DeLillo, cree “controlar”. Hasta su hijo acneico es capaz de conclusiones más realistas, pero él no tiene oídos para nadie que no transmita esa falsa sensación de seguridad. Cuando la duda le asalta, consume: en un drive-in, en un gran almacén, dejándose avasallar por los sonidos que emiten alguno de los seis televisores de casa. La muerte -y no sólo para el burgués parisino o el intelectual anglosajón- es siempre esa cosa tan fuera de lugar que sólo les ocurre a los demás.