La ciencia ficción, sometida a constantes ninguneos artísticos desde su mismísimo bautismo como categoría cinematográfica, ha logrado con el tiempo proporcionarnos clásicos incuestionables más allá de cualquier prejuicio carpetovetónico. Con frecuencia se olvida que estuvo ahí desde el principio, porque el nacimiento del cine fue también la enésima representación de ese absurdo pulso entre realismo melifluo y ficción descocada y rampante.
A ese canon, digo, habrá que pensar en ir añadiendo un nuevo título: la checa Ikarie XB-1, que llegó a estrenarse en cines (¿los recordáis?) hará cosa de tres años. Una película de 1963 en la que ya estaban presentes temas muy queridos por el género y que serían ampliamente desarrollados durante las décadas siguientes.
Volvemos al mundo de Stanislaw Lem, ese espacio con forma de amenaza intelectual permanente. Las naves silenciosas acaban siendo constructos sociales en los que emergen miedos perfectamente terrícolas, por mucho que nos alejemos del planeta azul. La paranoia y diversas formas de neurosis son habituales en unos relatos en los que el hombre se ve sobrepasado por misiones diseñadas con tiralíneas pero que nunca tienen en cuenta… pues eso, el factor humano.
Cuarenta científicos preparadísimos se dirigen a Alfa Centauri, nuestra estrella más cercana. Su misión es muy de capítulo trekkie (aunque el piloto del culebrón de Roddenberry no vería la luz hasta el otoño de 1966): ir donde ningún hombre ha ido, sobrevivir a un prójimo que no respeta el distanciamiento social, explorar y tratar de trabar contacto con quien quiera que habite ese rincón de la galaxia.
Cada uno es hijo de su padre y de su madre: los hay introvertidos, directamente raritos, enamoradizos, nostálgicos. Los usos y costumbres de la época (estamos dos siglos por delante de la contemporaneidad del filme) son bastantes chocantes. El diseño de interiores recuerda a las zonas de descanso de la futura 2001, una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968). Los bailes tienen algo de medievalismo revisitado. En cuanto al ocio, persiste el ajedrez y la educación física según los dictámenes grecolatinos. El puesto de mando y de control tiene ese look de centro industrial con estructuras fusiformes, bombillas que se apagan y se encienden alternativamente, mandos mil sin función reconocible y botonería analógica. Y la nave que lo aloja es una mezcla de vagón de metro tuneado y lanzadera ovni.
Nuestros Ulises pronto descubrirán –y esta también es una trama reconocible de la ciencia ficción más canónica- que ni siquiera son los primeros en emprender este viaje: el fuselaje inerte de una intentona efectuada en el siglo XX les devuelve a un mundo de violencia, intereses creados y cabezas nucleares.
Pero la verdadera crisis está por llegar: en su periplo toparán con una estrella negra que emite una radiación de naturaleza desconocida que los agota y anula, dejando k.o. a la tripulación y poniendo en peligro el objetivo de la aventura. Para sofocar delirios y pesimismos varios habrá que tirar de psicología y de un robot vintage que se ha traído uno de los atribulados científicos. A la manera de Tarkovski, todo terminará con un destello de esperanza entre tanta duda y pesimismo vital. Y es que el proletariado titulado de cualquier extremo de la Vía Láctea resulta igual de desinteresado y solidario (ays, divina ingenuidad… eran tiempos pre-primavera de Praga).
Ikarie XB-1 tiene algo de fatalidad eslava mucho más allá de nuestro Sistema Solar. Hay tragedia en la separación y en saber que a la vuelta, tras muchos meses de vagabundeo interplanetario, las personas que permanecieron en la Tierra serán 15 años mayores. También existe una incertidumbre angustiante sobre con qué o con quienes se encontrarán. ¿Será la siempre anhelada civilización superior o se tratará de otra estirpe cruel y sádica? Todo lo que les ocurre durante el viaje parece apuntar en un sentido y en el otro, no resolviéndose hasta el final esta duda cartesiana (¿cerdos capitalistas o rectos y ejemplares comunistas?).
Mucho antes de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979), alguien imaginó ya un espacio confinado en el que una extraña afección ponía en duda tanta soberbia tecnológica. Cinco años antes del clásico de Kubrick, ya existieron pasillos amenazantes, Otros observadores y seres lacónicos imbuidos en sus rutinas. Antes de que nuestros muertos se nos apareciesen en dulces pesadillas orbitantes, ya alguien imaginó el resultado de la alienación, de la tortura interior de no poder coexistir con tus vivos.
Curiosamente, la versión estadounidense de Ikarie XB-1 (subtitulada con un contundente Voyage to the End of the Universe) demostraba, mediante un final precocinado para la ocasión, lo fácil que a veces resulta pervertir el material ajeno. Cuatro años antes de El planeta de los simios (Franklin Schaffner, 1968) a la gente de la American International Pictures se le ocurrió la humorada de pegarle el cambiazo a los planos aéreos del final y hacer que nuestros héroes checos regresasen a… Manhattan, por supuesto, con vista incluida de la estatua de la libertad (en horizontal, sin estar postrada en la arena). No puede negárseles dotes proféticas, amén del acostumbrado ombliguismo.
Ideologización al margen, esta joyita checa parece insertada en el tiempo histórico del cinematógrafo para ser degustada por unos gourmets que estuvieron atentos, tomaron nota, homenajearon sin llegar a fusilársela… y se olvidaron por el camino de citar una referencia que ahora se revela fundamental.