El cine de Paul Thomas Anderson es, por definición, normativo. Le gusta someterse a ellas (las de la narración cinematográfica que busca relaciones –casuales o no- con el ritmo del propio Universo) desde mucho antes de su fantástica madurez, alcanzada ya en la que tan solo era su tercera película, Magnolia (1997).
Y a partir de ahí, la reacción. Casi una contrarreforma respecto a todo lo expuesto. El abandono paulatino de una labor de montaje colosal y pirotécnica y el traspaso de ese abrumador mundo de códigos y preceptos al protagonista masculino. Tipos encerrados en jaulas no necesariamente doradas, casi se diría que encantados de someterse a su rutina alienante. Acogotados por el entorno familiar o el construto social del que creen formar parte, al que creen haberse adaptado. ¿Renunciando a todo?
El Barry Egan de Embriagado de amor (2002), soterrado bajo la disciplina impuesta por tantas hermanas conspiranoicas. El Daniel Plainview de Pozos de ambición (2007), enterrado en vida bajo su inmensa fortuna y su falta de empatía. Freddie Quell, queriendo creer en lo mismo que su mentor, por inverosímil que le parezca en The Master (2012). ¿Y qué decir del detective Larry “Doc” Sportello de Puro vicio (2014), luchando en mitad de su cuelgue infinito por ser más hippie que los propios hippies?
Reglas, más reglas. Seguridad ficticia. El gozo que da ser muy bueno en algo –desatascador de baños, constructor de emporios, teólogo, converso o investigador privado- y sentirse centro, principio y fin.
En El hilo invisible volvemos a explorar el origen de esa fuerza primigenia. La que nos lleva a levantar complejos búnkeres emocionales en los que creemos estar a salvo de cualquier imprevisto… hasta que dejamos de creerlo.
La película se sustenta sobre un triángulo amoroso transgresor, pero repleto de referencias clásicas. En un vértice, el genio que sustenta el negocio de origen familiar, Reynolds Woodcock, modisto de renombre en el siempre elitista ámbito de la alta costura. En otro su hermana, al mando de la logística; lugarteniente, ejecutora de sentencias y ama de llaves a lo Rebecca. Y en el otro la nueva musa joven y aparentemente frágil: ese maniquí viviente de “temporada” que esta vez se reencarna en la figura de una camarera virginal y, por encima de cualquier otra cualidad, aparentemente maleable.
La lectura directa de esta relación (los celos fraternales pero infinitos de una mujer que ejerce de dueña de la casa y consejera espiritual al servicio del talento monopolizado por el hermano) deja también espacio para la descripción de un tupido paisaje (ojo: no por más enmarañado menos sutil) referencial y simbólico. La lectura ponderada y sin histerismos del hito creativo, en contraposición al creador-Dios del Darren Aronofsky de Mother! (2017).
Este negocio con excusa artística –sí, los vestidos de Reynolds posiblemente sean obras de arte- depende absolutamente de la pleamar o bajamar emocional en la que se halle inmerso su principal artífice. Los diseños fluyen o se atascan en función de un sin fin de factores que le permiten ejercer una dictadura de tintes totalitarios sobre su entorno más cercano. Cualquier modificación de una cualquiera de las variables podrá interpretarse como un atentado a su genialidad, como un intento de desestabilización. Eso le asegura una holgada zona de confort, pero también una infelicidad absoluta: la incapacidad de compartir con nadie sus verdaderas cuitas, los acontecimientos –no necesariamente traumáticos- que lo han moldeado como persona… antes, esperemos, que como artista.
Cyril Woodcock tiene clara la naturaleza de sus funciones plenipotenciales: ser su perro guardián, la encargada de que se cumplan las estrictas normas del juego… de su juego. Ella es la intermediaria entre la materia gris de la casa y el ejército de costureras que convierten en realidad –a base de laboriosidad y diestras puntadas- los sueños de emperifollaje y clase exenta de chic de su hermano. Está ahí para escucharle y, sobretodo, para llevar a cabo las acciones preventivas imprescindibles para evitar que se desencadene una de sus crisis. Unas crisis que no son tanto de confianza como de empalago: Reynolds necesita de vez en cuando encontrarle sustituta a sus criadas-amantes, apenas adolescentes a las que puede incorporar al staff sin otra promesa que estar formando parte de algo “grande”. De su grandeza, por supuesto.
Pero hete aquí que la nueva víctima propiciatoria de este Barba Azul asistido no será tan dócil como de costumbre. Alma quedará deslumbrada de inmediato por este experto en los romances sorpresivos y explosivos: le seguirá sin pensárselo allá donde él diga, hipnotizada por su galantería confusa, su apetito insaciable y su seguridad de dandy sin derecho a réplica. Pero desde el principio será consciente de que deberá de someterse a sus reglas, comenzando por esa primera cita a tres sin conocimiento previo de la propia interesada.
La pugna entre ambas mujeres marcará el destino del hombre. Porque el genio sólo lo es con su libreta de bocetos, su cinta métrica y sus alfileres. Puertas adentro, el niño –caprichoso, débil, dependiente- se enseñorea de su mundo (que se reduce a su casa), utilizando la ofensa o la supuesta supremacía intelectual (en su caso, el dominio de la estética y el cultivo del buen gusto) contra cualquiera que ose traspasar el círculo o más bien la barricada de impedimentos reales y ficticios alzados a su alrededor.
Pero si para Charles Foster Kane existía un trineo como quintaesencia del paraíso perdido, para Reynolds también hay un recuerdo capaz de desencadenar la tan pospuesta –e imprescindible- crisis existencial: el de la madre muerta. La veneración que siente por ella queda patente en la primera vez que la menta delante de Alma, situándolo al borde mismo de las lágrimas. La persona que le enseñó su oficio. Aquella a la que confeccionó y cosió su segundo vestido de bodas. La que convirtió en sagrado el vínculo que le uniría con su hermana Cyril.
Los miedos de Reynolds quedan a buen recaudo entre los volantes, encajes y dobladillos. Allí es donde se atreve a lanzar sus mensajes desesperados a la eternidad, convertidos los trajes en botellas de naufrago entregadas a extrañas que no siempre los merecen.
Alma irá penetrando paulatinamente en ese mundo, burlando las defensas adelantadas de la hermana. La fórmula que empleará para lograr esos espejismos de intimidad será casi letal, pero efectiva. Sólo enfrentando al hombre con la naturaleza perecedera de su propio cuerpo será capaz de sonsacarle promesas, de dejar de ser una empleada más de la firma y ser, de verdad, la copiloto confiada y leal en el viaje nocturno de este perfeccionista amante de la velocidad y de la inflexibilidad.
El clímax de esta relación se vive en dos actos de una calidad cinematográfica portentosa. Por un lado, en esa fiesta de fin de año a la que ella quiere ir y a la que él, antisocial y mortalmente elitista, se niega a asistir. Su tremenda inseguridad se hace patente en esa aparición-rendición, en ese aterrizaje forzoso en el mundo de ella, sometiéndose por vez primera a los gusto del Otro, por mucho que los crea banales. Será difícil olvidar la mirada asustadiza de Daniel Day-Lewis entre una multitud informe y ebria, buscando la única razón por la que merece la pena el sacrificio monacal de su arte. El hombre enamorado, liberado de todas las barreras mentales autoimpuestas.
Y por otro, cómo no, esa tortilla de setas que comerá sin recelo delante de ella. Sabedor de la penitencia, conocedor del pecado. Y dispuesto a pasar nuevamente por ese trance que lo hará más humano, en la esperanza, también, de ver renovado así su impulso creativo. Más vivo que nunca cerca de la muerte. Al lado de su madre, impertérrita espectadora de sus delirios.
Paul Thomas Anderson filma una complejísima historia de amor a muchas bandas (la del hombre con su trabajo, la de la hermana con ese mismo hombre, la de la debutante con el mundo, la de la mujer con el enigma, la de todos con el hilo invisible de la muerte) llamada a incorporarse por derecho propio al canon de los romances poderosos y a contracorriente. Lo que cuenta no deja de ser enfermizo, casi sórdido, pero lo hace con un recato decimonónico. Con la clase infinita de un David Lean y con el halo fantasmagórico del Hitchcock de Vértigo (De entre los muertos) (1958): ambos amantes están dispuestos a todo para transformar al otro en el ideal ansiado (el desdibujado recuerdo de la madre muerta, el hombre frágil y sensible que se entregue por entero a ella).
Y no lo lograrán. Porque ella seguirá haciendo ese ruido fastidioso en los desayunos y él continuará siendo el huraño enrocado en su torre de cristal. Ambos controlados de cerca por la hermana-madre superiora, vigilante de una doctrina con un solo comulgante.
Algo parecido a lo que debe de significar el cine para este genio llamado Paul Thomas Anderson.