Hace muchos, muchos años, viendo Hard Boiled (1992) de John Woo en una machacadísima cinta de VHS tuve una visión premonitoria, ¡qué digo!, un éxtasis acrítico (sí, aquellas películas suyas pre-Hollywood eran muy aptas para la filo-idiotez y el desarrollo de un mundo interior ligeramente psicopático: bastaba con esperar las pausas entre tiroteo y tiroteo y constatar lo interminables que se hacían tras haber visto caer acribillados a medio centenar de chinos). No cabía duda: era la obra cumbre del director de Hong Kong. El destilado hiperesteticista de unas obsesiones que llevaban década y media macerándose. Y sin embargo… ¿por qué no se había liberado del lastre definitivo de la narración postiza? ¿Por qué no había filmado, sin más, una película sin argumento?
En las cintas de acción los argumentos ridículos son mucho peores que su inexistencia. Sus máximos responsables parecen ignorar sistemáticamente que el aficionado al género, pues… pues como que no necesita enrevesadas venganzas ni motivaciones freudianas (llamadme simple: mi apología de los huevos con chorizo se fundamenta en el mismo principio de ausencia de sofisticación). El goce radica en ver al héroe matar a todo lo que se mueva, blandiendo dos pistolas, dando volteretas en el aire, quebrando cuellos y dejando a su paso un rastro de muerte y destrucción, como Faye Dunaway y Warren Beatty en la ceremonia de los Oscars. ¡Loemos esos rallies sangriento donde importa un pimiento la supervivencia o no del héroe!
La idea del ángel exterminador en plena cruzada nihilista no es nueva. A Takashi Miike –cómo no- ya le dio por revivir a un samurai en Izo (2004). El hombre no tenía muy claras las cosas, pero se paseaba por las dos horas de metraje ensartando a todos con los que se cruzaba. Los saltos en el tiempo, que le confunden a uno.
Hardcore Henry vendría a ser la constatación de que el cine, mal que nos pese a los amantes de los La La Lands con subfusiles de asalto y las puestas en escena con drippings granas, es algo más. Que necesita de un motor interno, de una dirección. Y no me refiero necesariamente a un “guión” en el sentido clásico del término.
Para el ruso Naishuller el cine que nos viene –el del futuro, ese que deberá de aunar la experiencia inmersiva con la posibilidad de proporcionar finales a la carta- es un hijo bastardo del videojuego. Así que decide anular el papel pasivo del espectador y sumergirlo en la acción del modo más evidente: convirtiéndolo en el protagonista, en la primera persona. Lo que en el porno vendría a ser la técnica gonzo y entre los gamers el FPS (first person shooters).
El punto de partida es tan mínimo como las motivaciones que necesita el jugador para empezar una nueva partida. Background de bajo coste: un personaje sin rostro, parienta espectacular pero desconocida, poderes indeterminados a testear por el camino, una misión también difusa y muchas, muchas armas que ir recogiendo de las frías manos de sus enemigos abatidos. Y que no hay mucho más, porque el conjunto acaba siendo tan agotador –en su perfección- como una función del Cirque du Soleil.
Y aquí es donde retomo el hilo de la falta de hilo; la obsesión por la película de acción “pura”, sin mcguffins sonrojantes. Hora y media de numeritos que quitan el hipo, de saltos mortales sin red e incontables muertes directas. ¿Fascinante? Por momentos, cuando te dejas llevar y te regocijas en tu propio animalismo. Aunque el conjunto, para qué negarlo, acabe agotando.
Porque en realidad el engañoso punto de vista (yo columpiándome en las alturas, yo en el puticlub, yo buscando un cargador en la pernera del pantalón, yo confuso) limita enormemente el disfrute de ese ‘yo’, de ese espectador amarrado a ese auto loco que se desliza por esta montaña (doblemente) rusa. Como verle jugar la partida de tu vida a un desconocido: nivel experto, impactante, repleto de trucos que desconocías, sí, pero… ¿a mí cuando me toca?
A Hardcore Henry no se le puede negar la radicalidad estética. No me cabe duda de que algún día, como anticipó Kathryn Bigelow en Días extraños (1995), algunos pagarán muchísimo dinero por vivir como propias las experiencias extremas de otros. Pero me ocurre como con aquellos libros de Elige tu propia aventura tan de moda en mi mocedad: los caminos alternativos son en realidad finitos, las zonas muertas, aburridas a fuerza de su frecuentación. No hay elección real, por mucho que el conjunto admita diversas lecturas. Rayuela, amigo, ya está escrito.
El camino abierto por esta espectacular nadería (tan misógina como violenta, por cierto) será prolijo en subproductos y palos de ciego. Preparaos para un desembarco de historias mínimas que acabarán fusionando el 3D con la primera persona del singular. De todo ello acabarán surgiendo nuevas formas de entretenimiento que nos harán sonreír al pensar que, para algunos, el ir al cine era una actividad que merecía la consideración de “onanista”.
Preparaos, si. Porque el siguiente nivel es la renuncia voluntaria al mundo tangible, la desconexión total en aras del bien común, la armonía social y el control estatal por dejación de responsabilidades de una ciudadanía que llevará varios días sin salir de casa, acumulando cartones de pizza debajo de la cama, lamparones en el pijama y un convencimiento absoluto –por si todo esto no fuese suficiente- de estar salvando a la humanidad de alguna amenaza terrorista incierta. Emulando a sus gobernantes, los mismos que pugnan por convertir la democracia en un pasatiempo… virtual.