Casi una década se tomó la BBC para concluir las tres temporadas de este policiaco costumbrista. Los años justos y necesarios para ver envejecer -no digo madurar ni evolucionar- a los personajes de una forma natural y asistir así a la adolescencia de Ryan, el catalizador de odios y amores por parte de su sufrida abuela y de su psicopático padre.
Elogio, de partida, por esas opciones tan de televisión pública británica: ir sin prisas, retomar a sus héroes cuando ya han dejado un cierto poso en el espectador y lograr así que su retorno sea realmente esperado. Que importe, que provoque genuina expectación. Lejos de esas series mayoritarias que tras un arranque interesantísimo se pierden en el obligatorio (por contractual) encadenado de temporadas con guiones poco inspirados (siendo generosos) y arcos narrativos dilatados hasta el hartazgo.
No es el caso. Sobre todo, porque con esta serie se estrenó como directora (no de todos los episodios) y productora Sally Wainwright, que llevaba la friolera de 30 años escribiendo para televisión. Ella misma nació en Yorkshire (donde se ambienta la intriga) y cuenta a quien le pregunte que lo tuvo claro desde el principio: bolígrafo en mano desde los 9 años ya jugaba a escribir capítulos para la serie Coronation Street, uno de esos interminables culebrones british nacidos antes que ella misma (1960) y que este año (2023) superará los 11.000 episodios. Happy Valley, pues, es la guinda que corona el pastel de alguien que conoce a la perfección los códigos (y vicios) del medio: captar la atención, suscitar la identificación y primar el verismo y la cercanía por encima de lo carnavalesco o pirotécnico. ¿Qué cómo lo logra?
Sencillo: con una policía de proximidad ejerciendo en entorno rural, allá donde la criminalidad es tan exigua que los servidores del orden público se pueden permitir acudir a su trabajo sin armas de fuego (llora, EEUU). Para ello es necesario tener mucha mano izquierda, psicología vecinal y paciencia con casi todos menos con los más próximos. Eso sí: llegado el momento una debe de saber desenvolverse en el cuerpo a cuerpo.
Así que es aquí, entre colgados, trapicheos de poca monta y politiqueos en comisaria donde sobrevive la sargento Catherine Cawood, un torbellino de justicia express y perspicacia aplicada a una actividad criminal que por lo basta e improvisada puede recordar en algunos momentos al micromundo de paletos con ínfulas de Fargo (Joel Coen, 1996). Pero Catherine arrastra un trauma que torció su vida para los restos: el suicidio de su hija tras una relación algo más que tóxica (de maltrato, anulación y definitiva sumisión) a manos del psicópata en ciernes que responde al nombre de Tommy Lee Royce.
El desigual pulso entre ambos, ya os lo adelanto, es de lo mejor que ha dado la televisión en los últimos tiempos. A la clara sociopatía de un violador ultraviolento se contrapone el faro moral, el dique contra cualquier ventisca que supone esta mujer dispuesta a asumir la crianza de un nieto nacido del odio y del dolor. Ryan, huérfano de facto, conocerá a medida que avance la intriga de la existencia de un progenitor patibulario. Su apreciación del mismo estará deformada por la edad, las malas artes de Tommy y la agresiva animadversión de Catherine. Un equilibrio imposible en la mente -todavía en formación- del chaval.
Catherine tiene algo de madre Teresa de Calcuta, de buen samaritano sin propósito de enmienda. En su casa también termina acogiendo a una hermana alcohólica y a un hijo divorciado (por méritos propios) y de la pausada observación de su rutina diaria entenderemos algo tan sencillo como que le importa sobremanera su trabajo y teme -por acción u omisión- cometer alguna falta que termine torciendo definitivamente la vida de alguien. Su aparente cinismo y fortaleza mental es pura fachada, disfraz de superviviente nata y ser atormentado e hipersensible. Su pena es cosa suya y no está dispuesta a que nadie sienta lástima de ella.
El planteamiento, diréis, está más que manido. La vida personal y la profesional que no son compaginables, sus altibajos, los escasos éxitos, las derrotas postergadas. Sí… y no. Happy Valley -perversa desde su mismo título- tiene por protagonistas a seres tirando a limitados, con un horizonte mental constreñido. Lo que para el villano absoluto encarnado por Tommy Lee Royce es privación de libertad, para el resto son cárceles del alma igual de efectivas. Alrededor de este encierro (en vida o en institución penitenciaria ad hoc) se macera la amargura de unos y de otros.
Las tres temporadas cuentan con subtramas autoconclusivas en las que, invariablemente, un tipo normal se ve arrastrado a cometer actos criminales. Ya sea por pura envidia, despecho, lujuria o ambición, un contable gris, un inspector y un farmacéutico nos demostrarán las formas más extrañas que tienen algunos de enfrentarse a sus matrimonios fallidos, cárceles -nuevamente- de las que deciden salir matando a infelices o facilitando que otros lo hagan por ellos. Utilizando la violencia contra los demás como un grito afónico de autoafirmación, patético y solitario.
¿O será sencillamente el aburrimiento? ¿Qué lleva a tres integrantes de la orgullosa clase media británica a delinquir con torpeza infinita? Catherine no juzga sus razones: lo suyo es la eterna sospecha, esa desconfianza patológica que, como premisa intelectual, sabe que pocas veces falla. Piensa mal y, casi siempre, acierta. Por eso para ella no hay matices que valgan con el Mal representado por el hombre que ha sembrado de muerte su comunidad. No puede perdonar ni entiende que nadie se plantee siquiera tal opción.
El buenismo de sus semejantes es para ella cobardía, incapacidad a la hora de gestionar sus emociones. Un dilema que nunca ha tenido: el odio arrasador es la única respuesta. Convertida en ángel protector del nieto, en vigilante que desconfía de nada que no sea su propio instinto, Catherine puede ser una leona tan agresiva y expeditiva como la situación requiera. A lo largo de nueve años la veremos lidiar con la puesta en libertad del monstruo, con su contraataque a través de persona interpuesta desde la cárcel y, finalmente, con su fuga y acoso final a su familia. La jubilación y un Land Rover se nos antojan recompensas más bien escasas para una mujer acostumbrada a ser ninguneada por jefes que la valoran tanto como la temen.
Estamos ante una incorporación imprescindible al panteón del policiaco femenino junto a la Mare Sheehan de Mare of Easttown (2021), la Stella Gibson de The Fall (2013-2016) o la Saga Norén de El puente (Bron) (2011-2018). Madres perplejas, mujeres empoderadas desde mucho antes de que se inventase el término y suecas competentes y alienadas a partes iguales. Las cuatro comparten credo: hacer lo que hay que hacer sin importar la opinión del gentío… aunque el precio (¿o la recompensa?) acabe siendo asumir un cierto grado de marginación.