La noticia, presentada bajo la forma de chascarrillo chusquero, mantuvo entretenida hará cosa de cuatro años al tercio de humanidad que anda ociosa. Tenía las dosis necesarias y suficientes de absurdo y escabrosidad: dos reclusos huyeron de un correccional merced a la colaboración de una funcionaria de prisiones. Sublimado todo ello por el hecho de que tan extraño trío mantuvo encuentros sexuales supuestamente sórdidos y apresurados (por si faltaba carnaza).
Una historia alocada y profundamente mediocre que se movía en una geografía (física y emocional) muy próxima al universo de los hermanos Coen. Criminales descerebrados, laxitud de frío medio Oeste (aunque Dannemora se encuentre en el extremo noreste del estado de Nueva York, a pocos kilómetros de la frontera con Canadá) y parejas inmersas en una monotonía a un paso de convertirse en alienante.
Los roles protagonistas para la ficción se los han repartido Patricia Arquette (en la piel de Tilly Mitchell, la desdichada pero a su manera intrépida encargada del taller de costura de la prisión), Benicio del Toro (convicto aficionado a la pintura y que ha sabido rodearse de cierto halo de respetabilidad) y Paul Dano (callado y discreto, mano de obra ideal para abrirse paso entre laberínticos corredores de servicio).
El villorrio de Dannemora (menos de 4000 habitantes) le debe su más que dudosa fama al correccional alrededor del cuál bascula gran parte de la actividad económica de la región. Así que trabajar en el Clinton Correctional Facility se convierte en una legítima aspiración de estabilidad para unos lugareños que a cambio deben de pagar el peaje de habitar una zona frígida de abundantes nevadas y veranos fugaces.
Este es el caso del matrimonio Mitchell, compuesto por el tan voluntarioso como aburrido Lyle (espléndido Eric Lange) y la insatisfecha Tilly (descomunal y generosa Patricia Arquette). Ambos trabajan en el complejo realizando labores de supervisión, acumulando horas muertas en una condena (eso sí, mejor remunerada) similar a la que padecen en paralelo los presos propiamente dichos.
Porque desde el principio queda claro que la cosa va de encierros. La privación de libertad funciona en ambas direcciones: la sufren los que infringieron la ley, pero también los encargados de su supuesta y tardía “materialización”. Ambos comparten espacios cerrados y ambos deben de pagar con su tiempo por un asesinato o… o por una nómina a final de mes. El caso de los Mitchell es palmario y Stiller nos lo ilustra obligándonos a seguirles en una jornada particular que comienza en una casa perennemente desordenada, un coche-comedero y una máquina de fichar en la que no cesan de acumular retrasos.
Tilly, particularmente expuesta por las obligaciones de su cargo, es la que tiene un contacto más personal con los presos. Si a esto le sumamos la principal enfermedad que padecen todos los protagonistas de la trama (el aburrimiento) el resultado acaba siendo casi hasta predecible.
Con su subordinado estrella (Sweat, un apellido cargado de dulces promesas) pasa de la cháchara intrascendente a la práctica de improvisados vis a vis, marcados muy de cerca por el observador más frío del lugar (el preso Matt, incorporado por un deliciosamente pasado Benicio del Toro). Entre retrato de gatito, ex-presidente y mujer de guardia rockero, Matt encontrará tiempo para urdir un plan de huida descabellado y laborioso, aunque no tanto cuando lo que a uno le sobra es precisamente… eso, tiempo.
La relación entre los futuros prófugos es también compleja. Se podría calificar de cualquier manera menos de simbiótica: Matt se encuentra más afianzado y mejor relacionado dentro del complejo resorte social de la prisión y no duda en utilizar esta posición de fuerza para ejercer una (poco sutil) persuasión sobre Sweat. El uno presume de responsable intelectual, el otro deberá de asumir su rol como currante nocturno.
Porque será en esas madrugadas en las que se le supone yaciendo en su camastro cuando este explorador de las catacumbas se dedique a cartografiar las profundidades salvadoras. A reseguir conductos del agua, codos presurizados o bajantes de vapor, a zigzaguear cuál minero de medio fondo por las entrañas de la bestia.
Mientras tanto y a salvo en la superficie, Matt prosigue sus ejercicios de hipnotismo emocional con Tilly, que hace tiempo que ha pasado de abuso de posición de poder a potencial víctima. Ella es la que les suministra el material necesario para sus incursiones, incluyendo herramientas y planos del lugar. Una cooperante necesaria que, llegado el momento, deberá de decidir si quiere ser algo más.
Dejadme que me detenga en el acabado visual y, sobretodo, en la fantástica labor de puesta en escena desplegado por Ben Stiller, en el que hasta la fecha pasa a ser su mejor trabajo (y soy de los que tiene en gran estima Zoolander (2001), Tropic Thunder: ¡una guerra muy perra! (2008) y La vida secreta de Walter Mitty (2013)).
Stiller se permite virguerías como el plano secuencia por las galerías (y sí, también de cara a la galería) con que abre el capítulo cuatro o ese gozoso episodio de la huida propiamente dicha, todo un ejemplo de concisión, fidelidad en la reconstrucción de los hechos y dosificación del suspense. Pero mucho antes de llegar a este punto ya ha entendido perfectamente el peso de los hechos, la aquilatada inanidad del material que tiene entre manos. Sabe que debe de trascender la anécdota y convertir a este trío de descastados en perdedores heroicos.
Y eso lo logra recurriendo al ritmo, a la pausada presentación de personajes, a la confluencia de situaciones que ayudan a definir psicológicamente a todos los participantes. Desde el marido bienintencionado pero carente de imaginación al carcelero que realmente pretende una relación de amistad con el más oscuro de sus vigilados. Y para remate -y cuando ya estamos todos enganchados, deseando que triunfen en su empresa delictiva- Stiller mete el freno y nos sacude (en el penúltimo episodio) con la amarga verdad: nos hemos enamorado de dos perfectos cabrones y de una princesa de barrio. Para ilustrarlo, tan solo necesitará de tres flashbacks reveladores.
En lo que dure la huida durante el doble capítulo final tendremos tiempo de descubrir a las personas -igual de desvalidas, igual de chapuceras, igual de verosímiles- que habitaban los personajes. Porque fuera del entorno carcelario, la fachada se viene abajo: ya no es necesario “ir” de nada. Ahí fuera, trotando por el bosque y revotando de cabaña en cabaña, el preso Sweat resultará ser un tipo perseverante, focalizado en el único objetivo por el que valió la pena la intentona: cruzar la frontera y fantasear con un nuevo comienzo. Matt, en cambio, dará rienda suelta a su componente autodestructivo, sacando a pasear todos esos fantasmas que lo llevaron de cabeza a una celda con caballete y profusa paleta de colores para ejercitar la contención. ¿Y Tilly? Tilly resultará ser una pobre mujer con todo el derecho del mundo a fantasear y no por ello dejar de querer a su marido.
Olvidaos pues de Prison Breaks y Alcatraces inexpugnables. Fuga en Dannemora es una muestra de costumbrismo garrulo, asfixia provinciana y decisiones equivocadas consecuencia de demasiadas frustraciones acumuladas. La fatalidad sobrevuela los horizontes níveos de este micromundo de amistades interesadas y posibilidades de escape (para ellos, para ella en su soñado México) dentro de ese otro espacio fuera del tiempo que es la cárcel.
¿Que Ben Stiller ha cargado las tintas amarillistas? Sólo ellos tres saben lo que ocurrió exactamente, pero la ficción televisiva se permite dar por sentado que mantuvo relaciones íntimas con ambos reclusos, más movida por el morbo que por la intimidación (Tilly siempre ha mantenido que se aprovecharon de su bondad y que el sexo no fue consentido).
Por mucho que la verdadera Tilly (en presidio hasta 2022) no simpatice con el relato (“Ben Stiller es un hijo de puta mentiroso” no deja mucho espacio a interpretaciones), lo cierto es que el realizador neoyorquino ha sabido infundirle a la historia una innegable humanidad. Sólo un necio tendría dudas sobre cuál es la única víctima de la función. Y del porqué Patricia Arquette aceptó un papel que convierte la decadencia en sinónimo de esplendor paleto.