Llegados al punto en que los seriales televisivos han ocupado el puesto antes reservado a la literatura por entregas, conviene recordar la particularidad más relevante de ciertos artefactos que además se quedaron en el aire, sin conocer desenlace. ¿Su principal logro? Pues que siguen ahí, a medio materializar (a veces con una, dos, tres temporadas a sus espaldas) y que también forman parte de nuestra educación audiovisual. A veces, incluso más vividamente, potenciando hasta el infinito nuestra imaginación, porque… ¿cómo la hubieses concluido tú? ¿En qué punto perdieron el norte –o el beneplácito de sus espectadores, penúltimo juez de toda decisión ejecutiva-? ¿Algún valiente osará retomarlas un año de esos?
Una serie cancelada son mil historias en suspenso. Permanecen ahí, en el éter; recuerdo venerado por unos y denostado por otros. Su propio malditismo funciona como germen para el culto: una decisión inopinada, injusta, ajena a sus logros artísticos. (Como ya supondréis, esa es la versión romántica. Lo cierto es que gran parte de las series interrumpidas lo fueron por merecidas razones).
Entre estas últimas, destacan los fenomenales fiascos de uno de los padres putativos del renacimiento catódico: J.J. Abrams y su colección de ficciones macarras. Alcatraz (2012) quizás hubiese podido acabar cuajando en algo grande, pero su formulario proceder –criminales revividos con manidas intenciones conspiparanoicas- acabó con la paciencia del más inveterado de los fans del director de Star Trek o Super 8. ¿Otra vez lo ibas a solucionar con saltos en el tiempo, J.J.? ¿De verdad?
Revolution (2012-2014) era todavía más arbitraria, más de patio de colegio. “Oye, Paco, ¿te imaginas que se va la luz? Pero para siempre, ¿eh?” Volvemos al medievo, pero mejora nuestra conciencia ecológica. Eso sí, lo de no tener wi-fi los protagonistas lo llevan fatal. Otras de sus criaturas no fueron canceladas (Person of interest (2011-2016)) y gozaron hasta el final de excelentes audiencias que demuestran, a modo de flashforward, la inevitable extinción de la raza humana.
En Terra Nova (2011), Steven Spielberg nos demostró que seguía sin tino para la cosa de las ficciones televisivas en su Edad de Oro. Otra ciencia-ficción familiar con punto de partida lisérgico: para salvar a la humanidad enviamos a gente al cretácico, con los dinosaurios. Claro, claro. Pero tampoco había que escandalizarse: su insufrible Falling Skies (2011-2015) aunó durante cuatro interminables temporadas la lucha contra el invasor alienígena y la educación de hijos adolescentes. Como rodar El príncipe de Bel Air en medio de La guerra de los mundos.
Otras ideas nacieron tocadas de origen. ¿Era necesario un remake de la mítica V (2009-2011) o de la casposa Los ángeles de Charlie (2011)? Tú y yo lo sabemos: no. Aunque otros productos por los que uno nunca hubiese apostado continúan acumulando temporadas, haciendo del desprecio a la inteligencia del espectador su bandera (¿sabíais que Anatomía de Grey ya anda por la temporada 14? No, no, no insinúo nada). Abundando en este lote de series “fuera del tiempo”, también cabe mencionar la defenestrada y viejoven Pan Am (2011-2012), destinada a un público nostálgico de azafatas guapas, pilotos Ken, guerra fría y espionaje inverosímil.
Otras series fueron merecedoras de un final inopinado y algo precipitado, pero en consonancia con las intenciones primigenias del invento. Los Borgia (2011-2013) –que quería jugar a Los Tudor (2007-2010), mezclando coitos con el púrpura en lugar de la corona- se hizo valedora de un remate apresurado. Otras (como los interminables CSI) se han muerto solas –franquicia Miami o Nueva York-, tras hasta 10 temporadas que convertían cada episodio en un déjà vu de fotografías ampliadas, microscopios electrónicos en plano cenital, forenses listísimos pero sin inteligencia emocional y familiares apesadumbrados (pero potencialmente criminales, porque la viuda negra o el hijo predilecto hace tiempo que han substituido al mayordomo en estas funciones teatrales de tres actos).
FlashForward (2009-2010), Jericho (2006-2008) o Los 4400 (2004-2007) son ejemplos de series fagocitadoras, de enormes naderías que quisieron parecerse a todo lo inventado hasta el momento. Como una noche de resaca de media docena de guionistas, retándose a ver quién la escribe más gorda. ¿Parar el tiempo? ¿Qué todo el mundo tenga una postrera visión profética? ¿Qué no puedas salir de un espacio geográfico determinado? ¿Qué los E.T.s nos devuelvan a todos los abducidos de las últimas décadas? Barra libre de paridas que nos hacían preguntarnos, no más allá del tercer capítulo, qué estábamos haciendo con nuestras vidas.
Pero paseando por este cementerio de egos y caraduras también nos encontraremos con panteones bellamente labrados, con monumentos que no fueron culminados por causas de fuerza mayor. Víctimas inocentes de estos tiempos apresurados en los que no se admiten arcos narrativos que necesiten más de dos años para desarrollarse (deben quedar enteramente insinuados antes de mitad de temporada, que una cosa es plantear acertijos y otra bien distinta hacer pensar al devorador de ficciones).
¿Qué hubiera pasado de haber habido una tercera temporada de Carnivàle (2003-2005)? Pues que estaría en el top de cualquier seriófilo de pro. El inevitable enfrentamiento entre el bien y el mal, entre el visionario del Apocalipsis y el cura endemoniado. Posiblemente haya sido esta la serie más rica en simbolismos, un orgulloso apéndice de La parada de los monstruos (1932) de Tod Browning ambientado en un terruño maldito que parecía sacado de la prosa de William Faulkner.
Kings (2009) también podría haber sido algo memorable. Reinos de taifas enfrentados entre sí, con el más carismático de los malos posibles (el Ian McShane de Deadwood, convencido aquí de que debía reinar por mandato divino, merced a la intermediación de unas mariposas que se le posaron en la testa). ¿Una trama demasiado complicada –demasiado cínica- para el impaciente espectador de nuestros días?
Ringer (2011) hubiese merecido continuidad por lo rocambolesco de su punto de partida. Hermana gemela suplantadora y pelín criminal se embarca en un tiovivo de situaciones increíbles que basculan entre la sitcom y el thriller sexual. No se entendían las motivaciones de ninguno de los personajes, pero tampoco importaba. Pura carnaza para televidentes desacomplejados.
Por último, Arrested Development (2003-2006, 2013) –y pronto, Twin Peaks (1990-1991, 2017)- son la demostración de que hay vida después de la muerte. Un producto de calidad –ambos lo fueron, a pesar de la sonrojante segunda temporada de Twin Peaks– puede ser resucitado y seguir brillando a la misma altura. Las cinco temporadas de Arrested Development conforman un conjunto brillante, con uno de los castings más equilibrados e hilarantes de la historia de la televisión norteameriana. Nadie se queda sin su línea brillante, sin su situación estrambótica, sin su réplica demoledora. La familia más corrupta parecía sacada del Vive como quieras (1938) de Frank Capra.
Abandonamos esta fosa común de ideas que no cuajaron y expectativas frustradas, repleta hasta los topes de los cadáveres a medio enterrar de cadenas de televisión con ínfulas o plataformas emperradas en sorprendernos cada tres semanas. Presentamos nuestros respetos a las menos (sí, siempre se van los mejores y tal) y nos regocijamos en la escasa esperanza de vida de lo radicalmente malo (y todos enumeramos, para nuestros adentros, los tres o cuatro títulos que empujaríamos sin pena al hoyo).
Loadas sean por no habernos dado un final ni bueno ni malo, regalándonos algo inédito para el cine fallido: trabajos de amor perdidos pero accesibles, mecanismos a medio engrasar, esqueletos narrativos que perduran. Autopsias, carnicerías e incluso algún que otro asesinato, pero testimonios todos de una época loca en la que se estrenan –y este será el quinto año en el que ocurra- cuatro centenares de series por temporada.