Los norteamericanos son maestros de la indignación a posteriori. A toro pasado, su concienciadísima industria cinematográfica (no confundir con su sociedad) es capaz de parir hermosos cantos a la libertad del individuo (a la colectiva ya les cuesta más), trabajados ejercicios de ficción (basados en un hecho real, eso sí) diseñados para remover la conciencia del más distante e impertérrito de los espectadores.
¿Que nos parece muy fuerte lo de los jemeres rojos? Hacemos Los gritos del silencio (Roland Joffé, 1984), con música inquietante de Mike Oldfield para que el personal se quede patidifuso cuando aparezcan las calaveras entre los arrozales. ¿Que lo de Indonesia no es de recibo? Nos marcamos una historia de amor en tiempos de dictadura en El año que vivimos peligrosamente (Peter Weir, 1982). Uy, ¡y qué terrible lo de Chile, ese golpe que patrocinaron los de aquí! (los malos, nosotros no). Pues habrá que pedirle a Costa-Gavras que se dé un garbeo por los USA y haga algo grande con Jack Lemmon y Sissi Spacek (Desaparecido (1982)).
Eh, pero que no nos ofenden sólo las tropelías ajenas. También sabemos ejercer la autocrítica, hombre. ¿Qué fue de aquél asunto tan desagradable del boxeador injustamente acusado de asesinato? Llama a un actor negro de moda para que nos haga a todos un poquito mejores personas (Huracán Carter (Norman Jewison, 1999)). Y cómo olvidarnos de lo de los disturbios de los años 60… qué feo que fue aquello… ¿qué tal un Detroit (Kathryn Bigelow, 2017)?
Remembranzas todas en las que buenos y malos (como los vaqueros y los indios de antaño) se reparten los roles de inmediato y donde no hay lugar para la ambigüedad moral ni la contraposición ideológica. Esto fue así. Cincuenta años después, podemos contarlo.
Como los directores chinos de la quinta generación, los norteamericanos utilizan también el pasado para hablar del presente: el anticomunismo patológico, la guerra del Vietnam, la administración Reagan… y ahora, el gobierno Trump. En realidad, sigue siendo un cine frentista: contentará hasta lo indecible a unos y será despreciado -quizás sin ni tan siquiera verlo- por otros.
El juicio de los 7 de Chicago es hija de su tiempo y es también un empujón demócrata ante el inconcebible panorama de un segundo mandato de Donald Trump. Su responsable es Aaron Sorkin, el genio responsable de El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006) o The Newsroom (2012-2014). Un tipo que vendría a ser un Frank Capra revivido, empeñado en hacernos creer -¡pero porque sin duda alguna él mismo lo cree!- que los EEUU, a pesar de todos los pesares, es mucho más que un país… un baluarte moral, básicamente.
A todos nos gustaría vivir en sus mitificados Estados Unidos. Un lugar de políticos corruptos, sí, pero con presidentes que se dejan aconsejar y terminan haciendo lo que hay que hacer, Maquiavelo al margen. Plagado de periodistas consecuentes y honorables, dispuestos a jugarse su carrera en favor de la verdad. Con ciudadanos enfrentados, sí, pero que a la hora de la verdad honran a sus muertos en combate y se llevan la mano al pecho al ver izar la bandera de las barras y estrellas. Faltaría más.
En ese sentido, la labor de Sorkin es encomiable e inasequible al desaliento. Su reivindicación del patriota sin filiación política es, en sí misma, casi una utopía buenista: hace tiempo que derecha y ultraderecha se apoderaron de casi todos los símbolos representativos, tanto en su país como a este lado del charco. Es una batalla perdida, pero recordémoslo: este hombre es un idealista. Pobrecico.
1968. Aprovechando la convención demócrata, diversos grupos de izquierda (bueno, o lo que entienden allí como tal) acuden a Chicago para hacer oír alto y claro su ‘no’ a la guerra. La cosa degenera en disturbios callejeros y meses después, tras la elección de Richard Nixon, en un juicio-escarmiento contra las cabezas visibles de la manifestación no autorizada, acusados de conspiración e incitación a los disturbios.
Un juicio político en toda regla, un aviso para navegantes con caja de resonancia mediática. Entre los siete cabezas de turco hay de todo: panteras negras, ideólogos universitarios de ideas pseudo-socialistas, hippies libertarios y hasta algún que otro despistado elegido como relleno. En fin, el trufado, variopinto -y tantas veces ridiculizado- panorama de la izquierda norteamericana, abonada históricamente al partido demócrata (que, como hemos visto en la persona de Bernie Sanders recientemente, los utiliza para presumir de mensaje transversal y altura de miras. Aunque sin dinero no haya nunca nominación posible).
Así que el resto ya os lo podéis imaginar. Una película de juicios (notable, maravillosamente dosificada, con un reparto coral de relumbrón… en fin, ¡esto es Hollywood, por muy gorda que le caiga Netflix!) que resigue el medio año de teatro, pantomima y desacatos. Por el camino podremos caer rendidos ante la rectitud moral de los inocentes (porque en EEUU siempre hay algunos hombres buenos), que aprovechan el gran guiñol para hacer muy buenos chistes (a Sacha Baron Coen el juez le da más cancha que a un monologuista del club de la comedia) y demostrarnos que, pase lo pase, la democracia norteamericana siempre sale fortalecida.
Perdonen mi cinismo. Pero uno ya no cree en caballeros sin espada, Juan Nadies ni gánsteres para un milagro. Aun habiendo hecho una buena película, a Aaron Sorkin se le puede acusar en El juicio de los 7 de Chicago de una ingenuidad infinita que por momentos degenera en maniquea y monocolor. Porque cuando una nación está tan sedienta de héroes puede acabar olvidando que, aunque uno comparta las ideas del predicador, los sermones siempre acaban sonando a sermones.