En algún lugar de la Europa carpetovetónica (¿una república transcaucásica o algún diminuto país balcánico?, ¿alguna pieza irredenta del berlanguiano imperio austrohúngaro?). Comienzos de los años 30. Un hotel con una ubicación imposible, accesible a través de un ferrocarril de cremallera donde poder empezar a desplegar los gadjets y cachivaches habituales (pantallas verdes, retroproyecciones, rieles en los que plantar un buen travelling) de uno de los pocos realizadores contemporáneos que con ocho largometrajes a sus espaldas… todavía no ha dado ni un paso en falso. Un demiurgo cool capaz de reunir en sus eucaristías vintages a freaks, modernos y curiosos. Te alabamos, Wes.
¿Muy novelesco, muy Thomas Mann? En efecto, la excusa para el despliegue colorista de efectos retro es precisamente el mundo de Stefan Zweig (¿era necesaria la coartada “elevada”?) , nacido en la Viena más decadente y muerto en Brasil en el ecuador de la Segunda Guerra Mundial. La historia la rememora Jude Law haciendo de sosias del escritor, tras su encuentro con el supuesto propietario del establecimiento a finales de los sesenta (espléndido F. Murray Abraham, cuya triste figura y rostro de emperador romano –embutido, eso sí, en su inevitable jersey de cuello alto- hemos podido ver en la serie Homeland o en la última de los hermanos Coen, A propósito de Llewyn Davis). Los años de gloria quedaron atrás: la recepción gasta un look a plató abandonado de El resplandor y el balneario lo conforman cubículos carmesí de mosaicos deslucidos y facetas pulidas. Tanto da. Es el momento de conocer los orígenes, la edad de oro. Y lo haremos a través de unos deliciosos flashbacks en 35 milímetros.
La fauna vendría a ser la habitual de las producciones norteamericanas de qualité de la década de los treinta; el mismo Hollywood que sentía una querencia risible por las ambientaciones supuestamente exóticas (véase la Europa de La reina Cristina de Suecia o de las aventuras del Drácula primigenio). Ese territorio que ya sólo ellos advierten como glamouroso (aquí tenemos suficiente tratando de entender a qué se refieren los demás cuando nos llaman precisamente así… “europeos”).
Con todo, no se esperen el habitual ir y venir de clientes afectados, con encuentros furtivos de amantes tuberculosos y bisabuelas de Paris Hilton convertidas en la comidilla de una aristocracia recién rescatada de los camarotes de primera del Titanic. No, el que maneja el cotarro es el conspicuo servicio. Concretamente un mayordomo de mayordomos amante del soliloquio y del piropo indiscriminado, una especie de reverso tenebroso del Anthony Hopkins de Lo que queda del día (después de todo, ambos consumen el mismo género poético exaltado). Un tipo que limpia, fija y da esplendor a una institución en franca decadencia y que esconde bajo su mundología petulante un refinado catálogo de bajos instintos que no conocen de clases sociales o nacionalidades (tener más dinero, seducir a ricas herederas emocionalmente desvalidas, pontificar desde lo alto del púlpito, ser capaz de recitar un poema entero siquiera una vez…).
Un pigmalión idóneo para el lobby boy, llamado a ocupar el escalafón más bajo entre una servidumbre dispuesta a recrear unos códigos sociales obsoletos, con olor a naftalina y clases de etiqueta después de limpiar la plata. En esta especie de Belle Époque retrasada respecto al calendario histórico, el “cambio” comienza a manifestarse en destellos de “crueldad naif” marca de la casa. La primera de las conflagraciones mundiales es para el tejano la última guerra caballeresca, donde cabe la posibilidad de cruzarse con un gentilhombre a cuya progenitora agasajamos hace lustros (y ahí es donde acude el karma en nuestro rescate). En cambio, la llegada de las ZZ deja poco espacio para el fair play: prevalecer sobre el enemigo comienza a ser sinónimo de aniquilarlo. Se acabaron las reverencias, los besamanos y los húsares amantes de la ópera.
En El gran hotel Budapest vuelve a estar todo: despertares amorosos falsamente modositos, fugas bizarras, sangre inopinada y mamadas seniors. Los personajes inocentes despiertan al mundo con un puñetazo en pleno rostro y los flashes desasogantes descubren el débil entramado que sustenta el cuento: un crimen “en familia”, un animal de compañía despanzurrado contra el asfalto, un asesinato en el museo con prólogo hitchcockniano y resolución –con amputación traumática incluida- de giallo italiano. Lo que quiera contarnos. Y como lo quiera hacer.
El desenlace vuelve a coquetear forzosamente con el ridículo, como los clímax hipertrofiados de las películas de James Bond o la sucesión de aconteceres dadá de las cintas de Jerry Lewis. El regalo está en el camino, en ese itinerario de ida y vuelta en pos de un cuadro flamenco –mucho más valorado en la época que el reconocible remedo de Egon Schiele por el que le dan cambiazo- o una confesión que se hace esperar tras un rendezvous en estación alpina con monjes haciendo de emisarios intrigantes. Y más pausas y divagaciones, porque ese es el principio del juego. Como esa evasión tan del Bresson de Un condenado a muerte se ha escapado, con un Harvey Keitel patibulario pero con un trazo encomiable a la hora de levantar planos de planta y alzado. O extrañas coreografías interpretadas por personajes siguiéndose a través de pasillos interminables, subiendo y bajando escaleras… y sin modificar un ápice la distancia que los separa, cumplidores involuntarios del dichoso código. O el gran slalom en toma subjetiva…
Un último apunte sobre el cine de Wes Anderson. Aunque uno no ignora que en los últimos tiempos se ha convertido en icono hipster –formando parte de una santísima trinidad integrada por Spike Jonze y el recientemente canonizado Noah Baumbach-, lo cierto es que reivindico a ese sector de su público que se acerca a sus películas con una curiosidad libre de arrebatos poseros. No sé ellos, pero el menda siempre ve cumplidas sus expectativas: sonrisa cómplice desde el minuto uno y sensación de infancia recobrada, como cuando te sentabas a ver una función de marionetas y tratabas de advertir al pastor aplatanado de que el villano, garrote en mano, lo aguardaba detrás de la columna derecha.
El paraíso recobrado (o mejor dicho, nunca abandonado) de Academia Rushmore, las aventuras transoceánicas de Jacques-Yves ‘Murray’ Cousteau, la búsqueda de un modelo alternativo de enseñanza por parte de los muy “vive como quieras” Tenenbaums o la pasión epistolar de Moonrise Kingdom no funcionan como sofisticados dispositivos de entretenimiento para listillos, sino como polaroids evocadoras de un instante cada vez más lejano en el tiempo.
Claro que a uno ha de gustarle recordar…