Es la serie de la que todo el mundo habla. Ocho episodios, ocho planos secuencia, ocho situaciones sacadas del Apocalipsis e integrados. Ocho capturas en ocho instantes distintos para servirnos, en primera persona, un trocito de ese fin del mundo siempre anticipado, siempre inminente.
El colapso de nuestro rampante sistema económico lleva siendo argumento distópico casi desde la implementación del mismo. Quizás porque se tiene bastante claro lo que no funciona, aquello que resulta difícilmente rebatible; la absoluta certeza de su insostenibilidad, vamos. Esta carrera a tumba abierta amparada por el sucederse de revoluciones tecnológicas no parece tenernos reservado ningún final feliz y sin embargo… ahí estamos, perseverando.
Si a eso le sumamos la cochina realidad (una pandemia que ha puesto al descubierto la fragilidad inherente a cualquier modelo fuertemente interrelacionado, dependiente de unos entramados tan complejos como vetados para el común de los mortales), podemos afirmar que El colapso ha llegado en el momento preciso. La coyuntura era la idónea: tras cuarentenas, confinamientos, rebrotes e ineficacia política interplanetaria estamos en condiciones de pensar en lo impensable. Otra vez.
Y sin embargo -y más allá de la virguería técnica- no es gran cosa lo que propone la serie francesa dirigida a seis manos por Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins y Bastien Ughetto. Le basta con invitarnos a sumergirnos en el caos, en esa sensación -mareante pero indudablemente excitante- de no controlar, de quedar a merced de unos acontecimientos que nos superan. Una montaña rusa en la que podremos huir de un supermercado, repostar en una gasolinera y vivir para contarlo, imaginarnos poseedores de un billete al paraíso (o su equivalente en tiempos revueltos: una isla autosuficiente para superricos), habitantes de una aldea con tomateras, asambleas y clases de yoga al atardecer, liquidadores en otra central nuclear, cuidadores sobrepasados por las circunstancias en una residencia o supervivientes en alta mar.
No sabemos qué ha ocurrido exactamente, cuál ha sido el detonante de este sálvese quien pueda histérico. Una indefinida crisis en los países de Europa del sur, una falta generalizada de liquidez, un pánico generalizado consecuencia de algún video viral tras una controvertida emisión televisiva. Sólo sabemos lo que los franceses acostumbran a contarnos de ellos mismos: que el individualismo no es la solución, que el humanismo sobrevive hasta en las situaciones más extremas (bueno, eso sería más de película italiana) y que la burguesía decadente y los poseedores del capital se merecen todo lo malo que les pase (La Chinoise (Jean-Luc Godard, 1967) hizo mucho daño).
Al existir cierto regodeo a la hora de retratar a esta caterva a la fuga, patinan los apuntes existencialistas y políticos. Pero es que poco más de veinte minutos por entrega no da para mucho: se contenta con censurar actitudes, esbozar posibles escenarios futuros y fragmentar una narración donde nos cuesta identificar hasta a los personajes recurrentes. Hay espléndidas ideas, pero también hay demasiado ruido: la ficción se remonta casi medio año desde el pretendido colapso para terminar haciendo retratos en solitario de una sociedad atomizada.
Resulta un ejercicio entretenido (en plan “busque usted las siete diferencias”) comparar el cataclismo “a la americana” versus el fin de los tiempos a la europea. Mientras el cine y la televisión norteamericana son amigos de encontrar esperanza hasta en el peor de los mundos posibles (véanse los vaivenes entre ilusión y nihilismo de Walking Dead (2010-¿?), en la que lo naif coexiste con la ultraviolencia en improbable armonía), la visión europea -que siempre presumirá de más “cerebral” y “filosófica”, como si hasta el fin del mundo y el canibalismo generalizado resultante fuese una cuestión eminentemente intelectual- siempre ha preferido la amargura con visos de fuga poética (pienso en La Jetée (Chris Marker, 1962), La vergüenza (Ingmar Bergman, 1968), Stalker (Andréi Tarkovski, 1979) o la Melancolía (2011) de Lars von Trier).
El colapso se inscribe pues en este no future algo cansino, que en realidad recurre a los mismos tics que el mainstream de la hecatombe: desconfianza, pesimismo, alguna que otra heroicidad y una nula intención por mostrar conmiseración hacia sus criaturas (sean víctimas o verdugos).
Quizás la radiografía más verosímil de estos “últimos días” en los que parecemos estar viviendo desde los albores de la siempre temerosa Humanidad, nos la proporcione el último episodio, que tiene el buen gusto de remontarse hasta antes de que todo se tuerza definitivamente. Es en ese plató televisivo (de una televisión que ya sería incapaz de ser la catalizadora de ningún cambio, de ninguna revuelta social: hasta tal punto lo digital se ha impuesto como nuevo cóctel mólotov sin mecha) en el que vislumbramos el verdadero alcance de la tragedia. Enfrentados un ecologista lúcido y una ministra negacionista, no hay nada que permita el debate o el intercambio constructivo de ideas. El formato (basado en el cinismo, el chascarrillo fácil y el enseñoramiento de una banalidad que los medios siguen creyendo a pies juntillas representa a esa “mayoría silenciosa”) fagocita cualquier mensaje, cualquier verdad… de hecho, hasta cualquier mentira.
Porque ahora ya lo sabemos: el ocaso de la civilización nos pillará en bata y sin peinar, viendo algún producto perfectamente prescindible en una pantalla que ya no es la ventana a ningún mundo, sino el búnker al que regresamos para revivir todas nuestras ilusiones adolescentes.