“Vivía en un pueblo de mala muerte: había 27 pubs, tres ultramarinos, una pañería, una farmacia, cero cines y cero bibliotecas”. Edna O’Brien
Edna O’Brien sabe bien de lo que habla: vivió en sus carnes el catolicismo de Estado del más Romano y Apostólico de los países de Europa. Farmacéutica por imperativo, literata por vocación. Con miedo a todo y, sin embargo, con unas ganas locas de contarlo. ¿Su venganza? Haber escapado cuerda.
La trilogía que le valió la fama -y un veto a perpetuidad de la fácilmente escandalizable iglesia católica- fue Las chicas de campo, escrita entre 1960 y 1964 y sin traducción al español hasta hace cosa de cuatro o cinco años. Una muestra extraordinaria de ese tipo de literatura que puede presumir, por encima de cualquier otra consideración, de veraz (o dicho de otra manera: páginas que independientemente de su calidad rezuman honestidad, persistencia imborrable de lo ya vivido y dolor, mucho dolor convertido en algo quizás no muy práctico… pero oye, la mar de terapéutico).
El tránsito desde el terruño hasta la mismísima Londres (con escala en Dublín) funciona como vía de escape y liberación, pero también como frustrante autopista hacia el desengaño. Un desengaño que no se queda en lo emocional: la doble derrota de las protagonistas lo es también en el plano vital. Los sueños, que los tuvieron y en cantidad, terminan siendo el reflejo especular de lo logrado, en base a unas posibilidades de autorrealización… escasas. Una imagen deformada y casi siempre grotesca que contrasta con la ingenuidad de la adolescencia, del primer amor y de cualquier otro palo de ciego dentro de la educación sentimental flaubertiana.
Por un lado, Kate. La única voz que nos guía en las dos primeras partes (Las chicas de campo y La chica de ojos verdes) podría haber tenido una infancia bucólica, pero la Pastoral vira bruscamente hacia el Réquiem. Un padre alcohólico, deudas crecientes y una madre que sólo parece estar ahí para levantar acta del derrumbe de la granja familiar. Las únicas válvulas de escape de la impresionable joven son los estudios, un jornalero que les ayuda sin esperar recibir mucho a cambio y una “amiga” especializada en humillarla continuamente.
Ella es Baba. A su familia le van mejor dadas, aunque a nadie se le escapa que la relación entre su padre (un veterinario en entorno rural acostumbrado a las llamadas intempestivas) y su madre (de profesión, huir de la asfixiante comunidad que la juzgó y condenó hace tiempo) es algo más que distante. Su pasatiempo favorito consiste en martirizar a la insegura Kate, en un intercambio que bascula entre el bullying descarado y el sadomasoquismo consentido. De alguna enrevesada manera, se complementan. Hasta la tercera entrega (Chicas felizmente casadas) no escucharemos la voz interior de la terremoto Baba. Y ya no nos parecerá tan insensible.
Kate conoce un amor trémulo entre los aprovechados brazos del Sr. Gentleman, un infeliz que lo es hasta el punto de estar dispuesto a seducir a una menor. Adinerado, desencantado y… calculador, muy calculador. Pero desde sus inexpertos ojos -y desde sus generosas palabras- Gentleman hace honor a su apellido, convertido en un misterio inescrutable para quien tan poco sabe de la vida.
El internado como solución, el internado como alternativa a todo. Cárcel unisex y orgullo patrio, de inmediato se convierte en ese lugar del que salir pitando. Kate es acomodaticia y brillante: acata la disciplina y se aplica una vez más a los estudios. Baba agacha la cabeza y aprieta los dientes, esperando su momento.
El momento -en forma de liberadora expulsión-, llega. Y el lugar al que exiliarse -como consecuencia de su intolerable afrenta- acaba siendo Dublín, una casa de huéspedes, un trabajo alimenticio. Cualquier sitio vale con tal de acallar el escándalo, lejos del pueblo en el que todos se conocen, se vigilan, se denuncian entre susurros.
Dublín será una fiesta. Nuevas amistades, madrugadas vagando por calles siempre mojadas, tacones resonando en los soportales. La ciudad las engulle y ellas, mal que bien, logran también hincarle el diente. Las ventajas de tener poco más de veinte años en la ciudad que James Joyce esculpió en un día interminable, a golpe de corriente de conciencia.
Kate, enamoradiza, apostará otra vez por un hombre mayor. Un intelectual en toda regla, ensimismado, reconcentrado en su trabajo de director de documentales. Diríase que es una especie de Roberto Rossellini recién salido de su relación con Ingrid Bergman. Ella, deslumbrada, lo escuchará anonadada; a él y a las peripuestas amistades que frecuentan su casa de campo. Un componente masoquista parece regir todas sus relaciones: Kate, insegura patológica, parece buscarse siempre hombre infelizmente casados con miedo a volar.
Por su parte, Baba no ceja en su empeño de verlo todo, de tocarlo todo. La noche es su Reino y sus historias (más bien novelas cortas con final repentino al salir el sol, como en los cuentos) nos hablan de una mujer que quiere serlo por encima de un entorno absurdamente normativo. Baba vive deprisa, recuperando el tiempo perdido entre misas, rosarios, cirios y sopas bobas.
Todo volverá a acabar en crisis y las dos heroínas -bragadas ya en el campo de batalla de los neones, las miradas furtivas y los juicios precipitados- decidirán subir de nivel. Londres les espera.
La tercera entrega de la trilogía rezuma ironía desde el mismísimo título (Chicas felizmente casadas, ¡ja!). Tras la huida del catolicismo y el amor entre los brazos de un divorciado… ¿qué le quedaba a la O’Brien para terminar de horrorizar a sus paisanos? El adulterio, por supuesto. Kate se transforma en una madame Bovary del Támesis para seguir en pos de sus sueños, sin importarle las renuncias que la quimera implique.
Kate, protagonista absoluta, termina siempre trastabillada entre los escombros de una educación represiva, con el pecado totémico despuntado siempre por estribor. El “regalito” de su catolicismo genómico es un patológico sentimiento de culpa. Haga lo que haga -aunque sea, por fin, en su propio beneficio- creerá estar errando, traicionando quién sabe qué principios rectores inoculados por una madre, un vecindario, un país con un síndrome de Estocolmo crónico hacia sus captores con casulla.
Las chicas de campo es, pues, un libro doloroso en el que los momentos de éxtasis son lapidados por el arrepentimiento y la obligada contrición. Edna O’Brien logra que su escritura sepa a descripción naturalista, a salida del armario, a drama en primerísima persona. Su ‘yo’ solícito y domado choca contra esa Baba impredecible y blasfema, como si hubiese necesitado su Satán de ficción para salir del “camino de perfección” por el que la habían encauzado.
O’Brien, sin aparente contradicción, dice en las entrevistas seguir yendo de vez en cuando a misa. Sesenta años atrás, el párroco de su pueblo hizo una fogata con su primera novela. Hoy, huida de Irlanda a una de esas capitales del mundo en la que uno puede presumir de no importarle a nadie, continúa esperando poder vivir de lo que escribe. Camino de los noventa y con treinta libros más en su haber.
En su purgatorio, por siempre.