En estos días pasados los afortunados que pararon por Cannes contaban que el cine a concurso pareció confabularse para ofrecer un retrato más bien inmisericorde de eso que damos en llamar Humanidad. Un retrato que además apeló a lo grotesco para tratar de describir a ese conjunto de seres con el que tantas veces querríamos no tener nada que ver. En absoluto.
En un mundo que camina a pasos agigantados hacia una nueva escisión, todavía más marcada, de las clases sociales –eterno retorno tras el espejismo de postguerra-, dos películas de visionado reciente me han hecho reflexionar sobre el cine casado con su tiempo. Sobre el cine-espejo y, también, sobre el cine oportunista. Sobre el cine que a veces, con el pretexto de querer ser deudor de sus circunstancias, cae en una extraña complacencia del exceso.
Curiosamente, ambas hablan del comunismo: de su nacimiento y de sus exequias. Pero desde la perspectiva –escasa o no, eso ahora lo juzgaremos- que les dio la fecha en que fueron paridas: 1974 y 1984. Apenas una década de diferencia… y todo un abismo en cuánto a intenciones, corrección y voluntad de denuncia.
Vamos por orden cronológico. La primera de ellas la pude ver integrada dentro de un excelente ciclo que va rondando por diversas Filmotecas españolas: Martin Scorsese presenta: obras maestras del cine polaco. Concretamente, una de las indiscutibles de Andrzej Wajda, de quien se estrena estos días su trabajo póstumo: La tierra prometida (1974).
Wajda fue cronista de la historia de su país durante cuatro décadas y poco sospechoso de simpatizar con un régimen –el comunista- que ocupaba de facto su Polonia natal. Su díptico alrededor del auge y triunfo pacífico del sindicato Solidaridad (El hombre de mármol (1976) y El hombre de hierro (1981)) puede verse hoy como algo naif, pero no ha perdido en absoluto la fuerza del documento en bruto. Paradójicamente –y volviendo a Cannes y “el momento” en que las películas logran sus honores- su única Palma de Oro la recibió por esta última.
La tierra prometida (también la encontraréis como La tierra de la gran promesa) narra en tres horas las miserias del capitalismo en la ciudad de Lodz. Pasados los buenos tiempos (representados por los patriarcas de la pasada generación, aquellos que todavía se podían permitir apelar al “honor” y la “decencia”), los estertores de la tardía revolución industrial en este país de Europa del Este –en lo que al sector textil se refiere- transforma el terruño en un infierno de chimeneas, abusos a la clase trabajadora y fábricas que sucumben a las llamas cuando ya todo está perdido.
Pero los obreros son aquí simples secundarios. Wajda se centra en tres capitalistas de diferentes orígenes: el descendiente de familia de rancio abolengo, el judío ideal como socio capitalista y el autóctono con sueños de grandeza. Una pandilla más bien detestable, que le sirve al director para contar la transformación fundamental que define el sistema económico imperante de nuestros días; ese capitalismo triunfante en el que los medios productivos han sido abandonados paulatinamente por los mecanismos meramente especulativos.
Lodz es un hervidero de jugadores de ventaja, de nuevos ricos, de foráneos a los que les quema el dinero. Un gran bingo en el que lo puede cambiar todo un nuevo arancel, una noticia gestionada con inteligencia, un pelotazo que le permita a uno erigir en un tiempo récord otro templo manufacturero donde procesar el algodón, el cáñamo o la lana. Un estercolero donde los ricos (enzarzados en un postureo sin fin) y los descamisados mueren por igual, ya sea de un tiro en la cabeza (el socorrido suicidio para aquellos que vieron frustrados sus planes vitales) o entre las bielas de una máquina de vapor.
Y sin embargo, tan solo un año después de la publicación de Archipiélago Gulag, Andrej Wajda nos narra la gestación de la indignación, esa que estuvo en el germen de lo que degeneró en sistema totalitario. Las últimas escenas de la película (el consejo de administración dictando sentencia, la policía abriendo fuego sobre los manifestantes, las primeras banderas rojas cayendo al suelo) dejan poco espacio a la imaginación sobre lo que estaba por venir. En 1917 y también en la Polonia que dejaría de ser república socialista en 1989.
El tiempo de Wajda, el tiempo de La tierra prometida, es un tiempo profético, adelantando a su realidad inmediata. Es el tiempo en el que se mueve el gran cine, aunque en ella no falte, como en este Cannes 2017, lo grotesco.
Arrepentimiento (Tengiz Abuladze, 1987), que se ha podido ver también en la Filmoteca de Catalunya en el marco del ciclo 1917-2017: de los Romanov a Putin, se sitúa en el polo opuesto a La tierra prometida. Se trata de una tendenciosa película georgiana de duración también desaforada (más de dos horas y media) que se alzó en Cannes con el premio FIPRESCI –la crítica tampoco es inmune a las corrientes, a las sensaciones, a los deseos- y el Gran Premio del Jurado. Ahí es nada.
Su director, Tengiz Abuladze, había desarrollado su carrera artística bajo la tutela del partido, al que se unió tardíamente (1978). Curiosamente, la fama internacional le vendría con esta que acabaría siendo su última película –rodada para la televisión de su país-, postrera también de una trilogía integrada por Súplica y El árbol de los deseos y… censurada por el régimen. El mismo que le daría el premio Lenin en 1988 y que lograría que Abuladze pasase a los libros de historia como “cineasta antiestalinista” (el tiempo que uno escoge para mostrar su animadversión hace que se le juzgue de muy distinta manera).
Treinta años después de su tardío estreno (tras tres años de ostracismo en los archivos), Arrepentimiento se ve con bastante distanciamiento, abrumado el espectador por lo excesivo de sus personajes y lo evidente de sus intenciones. Las intenciones –dictadas, repito, por el tiempo en que se ruedan las películas- son quizás lo que uno peor lleva de este cine con fecha de caducidad. Una caducidad marcada por la memoria, el revisionismo y la supuesta Verdad histórica.
Tras la muerte del alcalde de una ciudad, la comunidad se ve sacudida por la noticia de su reiterada exhumación: lo entierren con las medidas de seguridad con que lo entierren, el cadáver reaparece hasta tres veces en las inmediaciones de su antigua residencia. No tarda en conocerse a la culpable de este macabro divertimento: una conciudadana a la que el finado le parece cualquier cosa menos ejemplar.
Así es como conoceremos, flashback mediante, la vida y obra de Varlam Aravidze, comunista convencido pero con una serie de tics –afición al bel canto, discursos desde el balcón, mentalidad ladina y resentida- que lo emparentan más con Benito Mussolini (leo por ahí que a quién quería caricaturizar con saña era al camarada georgiano de Stalin, Lavrently Beria, ilustre cabrón y Héroe de la Unión Soviética hasta su ejecución en 1953). Sí, Varlam es una mala persona y el realizador de Arrepentimiento no nos permitirá albergar ninguna duda al respecto.
Su antagonista predilecto resulta ser la figura artística del lugar: un pintor con look de Jesucristo que vivirá el via crucis habitual tras la caída en desgracia. La hija del susodicho es, tantos años después, la que está dispuesta a recordar los abusos de aquél gerifalte especializado en el cultivo del pensamiento único.
Hay escenas hermosas, como esa en la que la mujer y la hija buscan mensajes arribados en troncos desde las tierras a las que fueron deportados los suyos. Pero el conjunto resulta caricaturesco, sin profundidad, sin ni tan siquiera genuina indignación. Para hacerse una idea: la hija que vio como se quemaba la iglesia por la que tanto luchó su padre se dedica ahora a hacer pasteles con forma de templo sublimado, coronados por la consabida cruz. Una forma de resistencia azucarada como cualquier otra.
Cannes no supo ser inmune a la coyuntura (el país de las costas del mar Negro tendría sus primeras elecciones democráticas desde su fundación tras la finalización de la Primera Guerra Mundial apenas cinco años después) y premió, una vez más, a la película que más se parecía a… a como nos gustaría ser. Valientes, paladines de la justicia, denunciantes de los abusos. A caballo pasado, como los intelectuales franceses que leyeron, con evidentes síntomas de incredulidad, la obra de Aleksandr Solzhenitsyn.
Ninguna de las dos son cintas sutiles. Ambas se filmaron en dos países que sufrieron el comunismo. Y ambas buscaron retratar su tiempo. Sin embargo, una continua siendo sensacional. La otra, una anécdota poco ilustre en el palmarés del festival de festivales.