Todo empieza con una lista: la de las 40 películas portuguesas más vistas –en su propia tierra, se entiende- entre el año 2004 y el 2010 (1). Encabezaba la lista O Crime do Padre Amaro de Carlos Coelho da Silva. ¿Espectadores? Poco más de 380.000.
Pero no, no sólo era una cuestión de escala. ¿Cuántas películas portuguesas había visto yo en los últimos seis años? ¿Qué sabía en realidad del cine del país vecino? Pues casi nada y de segundas: que había directores personalísimos (muertos), directores extrañísimos (algunos vivos), tatarabuelos que filmaron dándole a la manivela y que resultaron no ser inmortales… una cinematografía, en suma, singular y extrañamente coherente, como si sus artífices se conociesen todos entre sí y tuviesen redactada una hoja de ruta atemporal. Y como después de todo uno no es más que un cronista poco aplicado de su propia estupefacción… pues me apetecía hacer recuento de mis últimos encontronazos con la cuestión lusa.
El cine portugués nació con un ojo puesto en el agonizante siglo XIX, dispuesto a nutrirse de las tramas paridas por sus grandes literatos. En eso no fue no muy distinto del resto de cinematografías europeas, de la francesa a la sueca. El cinema de qualité causó estragos y se convirtió en el reluctante amanecer de un arte que todavía no se lo creía.
La primera cinta portuguesa que recuerdo haber visto –de estreno, pagando por verla, quiero decir- fue O convento (1995), de mi odiado/amado/otra vez odiado Manoel de Oliveira (1908-2015). La susodicha marcaría mi apreciación –y mis prejuicios- sobre toda la cinematografía de su país durante casi diez años.
O convento (que no he rescatado desde entonces, para no revivir viejos traumas adolescentes) me pareció en su día un espectáculo afectado, pedantón, un guiñol sin vida. Y es curioso que mente a los guiñoles, porque esa teatralidad –ese minimalismo- me acabaría devolviendo a los brazos de Oliveira muchos años después, con El extraño caso de Angelica (2010). Si filmografía sigue escindida en mi memoria: media docena de imprescindibles, media docena de pesadillas. ¿Por qué cuando le funciona le funciona tan bien? ¿Por qué cuando no…?
Acto seguido irrumpió en mi vida Joao Cesar Monteiro (1939-2003). Acababa de morir y en los cines Casablanca –etapa suicida, aquella cercana a su final de época- rescataron una de sus últimas producciones (¿fue As Bodas de Deus (1999) o Vai e Vem (2003)?). Me quedé con lo más llamativo, claro: ¿qué hacía aquél viejuno encamándose de verdad (y con mucho más desparpajo y ahínco que Woody Allen) con veinteañeras y otras musas? ¿Cómo podía ser capaz de parir aquellos sinsentidos tan gozosos? ¿Cómo habían podido hacerse aquellas películas?
Y después de tanta radicalidad, un respiro. Un respiro que provino de otro que siempre fue por libre, Raoul Ruiz (1941-2011). En Misterios de Lisboa (2010) retomaba el costumbrismo decimonónico. Pero lo hacía con un inefable sentido de lo sublime: casi cuatro horas de Cañas y barro, de curas, hijos ilegítimos y señoríos venidos a menos. El testamento de Raoul Ruiz era una de esas películas sin principio ni final, de las que podrían no terminar nunca. ¿Cómo era posible que algunas cintas de Oliveira se me hiciesen interminables con apenas hora y cuarto de duración y aquél culebrón a lo Los gozos y las sombras entrase tan bien? ¿Por qué esta gente estaba siempre entre lo divino y lo insoportable?
Tabú (2012, Miguel Gomes) quizás simbolice mejor que ninguna esta dicotomía. ¿Se puede decir de una película que la mitad te deja indiferente y la otra mitad te entusiasma? Bueno, pues eso es lo que me pasa exactamente con Tabú. El pulso entre realismo y ficción acaba siendo ganado por esta última: el portugués se inventa una especie de La reina de África con genuino aliento mítico. Pero primero, claro está, debes de pagar tres cuartos de hora de peaje…
E Agora? Lembra-Me (2013, Joaquim Pinto) es posiblemente la más completa de todas las propuestas recientes del cine portugués. Por completa entiendo que alcanza ese difícil equilibrio entre cine personal y cine inteligible (no soy un espectador especialmente sofisticado: a veces agradezco saber qué me están contando sin necesitar un especial de 16 páginas de alguna revista de la cosa). La película de Pinto es un diario de su lucha contra la enfermedad ajeno a cualquier tentación tremendista. Porque lo que le interesa al más afamado de los técnicos de sonido de su país es la vida, esa que sigue transcurriendo a su alrededor, ajeno al hecho de que un día dejará de existir. La de Pinto es la sorpresa de cuando volvíamos al colegio después de cuatro días febriles y descubríamos que… que el mundo no se había parado. Qué va. Que también éramos prescindibles.
Antes de renovar el romance, una última recaída. Ocurrió hace un par de años y tuvo carácter de reincidencia: no soporté Caballo Dinero (2014) de Pedro Costa. Sigo sin cogerle la medida a su cine, incluida la alabadísima Juventud en Marcha (2006). Es mi Tsai Ming-liang de Finisterre: sé lo que pretende y podría incluso llegar a alabar su fidelidad al método, pero su hieratismo narrativo (rayano en el autismo) me vence. Una y otra vez.
Desembocamos así en la verdadera responsable de estas líneas apresuradas sobre cine luso. Y esta no es otra que A Vingança de Uma Mulher (2012), una película de Rita Azevedo Gomes, otra olvidadísima a pesar de sus 30 años de carrera (así nos los explicó Blanca García en su presentación de la Filmoteca de Barcelona, dentro del ciclo Fastasmagorías del deseo). Y viéndola, creo volver a tener claro qué es lo que me podría llegar a apasionar algún día de esto que, tan alegremente, he llamado “cine contemporáneo portugués”.
No es tanto la puesta en escena, radicalmente distinta, radicalmente esencial. Ni siquiera el matizado trabajo de una actriz protagonista que es capaz de larguísimos recitados a cámara sin un corte de por medio, soportando ella sola el peso dramático y conduciéndonos de aquí para allá en esta danza de marcas, bambalinas y decorados orgullosos de su condición de decorados. Ni ese simbolismo preñado de elementos y que lo mismo bebe de Heinrich Füssli que de del neoclasicismo kitsch de Alma Tadema. No, lo que hace grande a A vingança… es la apropiación de un referente literario (un cuento de Barbey d´Aurevilly) y su transformación en un objeto cinematográfico único, con vida propia.
De ahí proviene su excepcionalidad, su indudable valor. Si en la trilogía brutota de Park Chan-Wook la venganza acababa siendo el macroespectáculo de la crueldad, Azevedo invoca al propio cuerpo para la expiación (en carne propia, sí) de los pecados ajenos. Su filme comienza con aires de novelón proustiano (y ahí reverbera el mejor Raoul Ruiz… ¿otro eslabón más en el plan conspiranoico portugués para provocarle al cine un reboot con vuelta a los obreros saliendo de la fábrica?). ¿Será la previsible crónica de un dandy a la vuelta de todo en el otoño de su curriculum seductor? O quizás una grande bellezza en cinco actos, con el clásico personaje masculino dando sobradas muestras de su competencia amorosa y de su desparpajo social. De la brillantez de los solitarios. De su mirada vitriólica sobre una sociedad juzgada y condenada por las seis docenas de cínicos que le precedieron.
Pero hete aquí que la noche se tuerce. Y eso a pesar del previsible encuentro con una mujer (otra más, cualquiera); una de tantas aventuras sórdidas que devendrán, convenientemente maquilladas, “pasión literaria”. Sin nombres, sin excesivas preguntas: compañía por horas a cambio de las monedas de rigor. Requiebro y terror en el rostro del galán… porque la cosa deviene un Ophüs-Zweig salvaje: la carta de una desconocida será leída (más bien interpretada, cuál oratorio o pasión medieval) delante de un don Juan anonadado, obligado a escuchar la dolorosa confesión de un gran amor. Del verdadero, de ese que mira con eterno desdén el frecuentador de salones y conciertos interminables. Uno que ya no podrá sentir, contado en primera persona por una protagonista que sólo lo necesita para acrecentar la lista del desprecio y el oprobio, con la intención manifiesta de que algún día tamaña deshonra llegue a los oídos de quién se lo arrebató todo.
A Vingança de Uma Mulher aglutina los rasgos distintivos del mejor cine portugués, ese que sólo ha podido hacerse un nombre merced a los circuitos festivaleros, única oportunidad de aventura internacional, de romper el bloqueo ramplón de estos tiempos. La cosa empezó declinando un único apellido (Oliveira, parsimoniosa pasión) y termina con media docena de incorruptibles de los que siempre nos va a quedar algo por ver: Cesar Monteiro, Ruiz, Gomes, Costa, Pinto y ahora Azevedo Gomes. Sé que hay muchos más, así que iré ampliando la lista para así, algún día, hablaros con verdadero conocimiento de causa de unos contemporáneos que ya no lo serán tanto.
(1): http://cineportugues-historia.blogspot.com.es/2006/08/actualidad-cinematogrfica-portuguesa.html