“He hecho películas para expresar una violencia personal, para no matar…” Carlos Saura
Lo mejor de la filmografía de Carlos Saura se concentra entre mediados de los años sesenta y los primeros ochenta del siglo pasado. Se dice pronto, pero en este periodo rodó un total de trece largometrajes (entre La caza (1965) y Bodas de sangre (1981)). La conclusión (algo triste y precipitada) es que lleva más de tres décadas sin entregarnos una película a la altura de sus brillantes comienzos, mucho antes de que le diese por repasar todo el folclore bailado de Iberoamérica. O también puede ocurrir que este arranque esté tan repleto de películas memorables que empuje a juzgar con una rudeza innecesaria el conjunto de sus 60 años tras las cámaras.
Lo reconozco: este artículo es fruto de la perplejidad. La que me produjo el descubrir lo olvidado que tenía a este oscense de 84 años, tras una reciente encuesta de Caimán. Cuadernos de Cine (nº 49, mayo 2016) entre 350 críticos, periodistas, programadores, profesores e historiadores cinematográficos. En ella, Saura lograba colar seis de sus títulos en el top 100 del cine español de todos los tiempos. Sí, cualquiera hubiese incluido La caza a ojos cerrados, cómo no, ese filme que ha quedado como el canon del enfrentamiento entre las dos Españas. Pero… ¿qué hay de resto? ¿Las había ya olvidado? ¿Las había siquiera visto?
Antes de repasar su cine de los setenta cabe hacer diversas apostillas. Nos servirán para situarlo en su contexto, para aquilatar su importancia histórica. Porque mientras se rodaron estos filmes demoledores (auténticas radiografías de los estertores de un régimen, análisis sociológicos –casi psicopatológicos- de las cuitas de un país anquilosado en lo mental y congelado en lo moral), el horno, allí fuera, no estaba precisamente para bollos.
En 1969 Francisco Franco nombró a Juan Carlos de Borbón su sucesor a título de rey. El dictador moriría el 20 de noviembre de 1975, celebrándose las primeras elecciones democráticas dos años después. La pena de muerte quedó abolida en la constitución de 1978, pero se aplicó –fusilamientos mediante- hasta septiembre de 1975.
… y en algún momento situado entre todos estos aconteceres, nació un servidor (ya lo sé: irrelevante). Pero el caso es que os voy a hablar de esa España que no llegué a conocer, esa de la que supe a través de memorias ajenas, libros, fotos en blanco y negro y… y películas, por supuesto. La España de las cruces de piedra al borde de los caminos, los ejercicios espirituales, los brazos en alto (escayola mediante), la música de Jeanette, las monjas con estigmas, los Seat 127 y la condenación eterna. La España que quería empezar a recordar o, mejor dicho, a explicarle a una nueva generación lo oscuro que llegó a estar el túnel.
El cine de Carlos Saura inicia década con Ana y los lobos (1972). Por aquél entonces ya llevaba cinco años de colaboraciones con el productor Elías Querejeta –y otros tantos de relación con Geraldine Chaplin-, abordando las vergüenzas del régimen con un estilo lo suficientemente elíptico –el espectador podía rellenar con facilidad los espacios en blanco- como para driblar a una censura a la que este cine de autor le superaba, tan pródigo en libres asociaciones y sobreentendidos de insospechada complejidad para quienes no prestasen atención al subtexto. Claro que también tuvo mucho que ver la magia de un montador llamado Pablo G. del Amo, otro de esos genios en la sombra del cine español que perfiló en la moviola algunos de los mejores filmes de Erice, Armendáriz, Fernán-Gómez, Patino, Chávarri, de la Iglesia, Camus o Suárez. Ahí es nada.
Ana y los lobos es una fábula terrible que arranca con la llegada de una institutriz a un caserón habitado por tres hermanos y su parentela, fieles representantes de la España más rancia. Un santurrón enganchado a los ayunos, un militar frustrado que colecciona uniformes y un asaltador de doncellas. También hay unos niños exasperantes, un servicio curado de espanto y una abuela aficionada a las escenitas histéricas.
En manos de Pasolini (no se por qué esta película siempre me recuerda a Teorema (1968), que no se estrenaría en España hasta 1976) este hubiese sido un filme malévolo, con la aya (objeto del deseo de todos) ridiculizando a esta burguesía casposa que todavía se creía –porque lo tenía- con derecho de pernada. Pero ese giro quizás hubiese sido innecesariamente sofisticado. La Ana de Saura es ingenua y candorosa, hasta el punto de creerse capaz de lidiar ella sola con los cánidos asalvajados. Imposible capear el temporal: los tres machos en celo conspirarán para saciar sus apetitos animales, tentándola por el camino de la fe (trances de levitación incluidos), la vanidad o la lujuria. Y esta Mary Poppins no podrá desplegar su paraguas y huir. Qué va.
La parábola no necesitaba de mayores alardes. Los lobos seguían ahí fuera, acechando, eligiendo a sus víctimas con una mezcla de voluptuosidad azarosa y sadismo forjado en unos campos de batalla que no frecuentaron necesariamente. Les bastaba con ser los descendientes de los vencedores.
En La prima Angélica (1973), otro extraño vuelve al reducto familiar; un bastión de misales y rosarios al que la contienda y el tiempo de silencio no parece haber afectado en exceso (como le confiese al protagonista uno de sus tíos, a fin de cuentas ganaron “los nuestros”). Luis (José Luis López Vázquez) –herido, frágil, todavía aterrorizado-, patea esa capital de su infancia con los despojos de la madre y mucha, mucha nostalgia.
Su primer amor –la prima del título- se casó con un abnegado mediocre, quedando en el recuerdo aquella chiquillada –aquél espejismo de libertad- que no pudo superar, pedaleando, los límites del frente de guerra. Ambos callan, ambos comprenden. A Luisito –el de entonces, el de ahora- no le queda más remedio que perderse en lo que pudo haber sido, reviviendo goces y traumas que, como a la mayoría de sus contemporáneos, acabarían marcando a fuego su visión del mundo: dirigida, estrecha, sotanil.
Detrás del guión de La prima Angélica (como del de Ana y los lobos) estaba Rafael Azcona (El pisito, Plácido, El verdugo, El bosque animado, Belle époque, La lengua de las mariposas… ¿ha faltado este hombre en alguna de las grandes películas del cine español?), con quien el director tuvo una pelotera de padre y muy señor mío a la vuelta de una edición del festival de Cannes. El enfado se tradujo en separación –que no divorcio- volviendo a reencontrarse en Ay, Carmela 17 años después.
Llegamos así a Cría Cuervos (1975), una de las mejores películas de su carrera. Ensoñaciones, recuerdos y esa infancia-reducto de la memoria, conforme a las enseñanzas del Víctor Erice de El espíritu de la colmena (1973). Sí, tirando de aliento lírico y con la mirada de una niña (aquí, la mismísima Ana Torrent) se pueden contar cosas que desde los ojos de un adulto necesitarían de un montón de incómodas explicaciones. Aquello fue lo que ocurrió y así (de momento) podíamos contarlo…
Los lobos, los gusanos que salían del hábito de la monja en La prima Angélica y, ahora, los cuervos. La amnesia colectiva le puede jugar una mala pasada a esta familia con pater familias de afianzada carrera militar. Vuelve a haber una madre muerta y un ángel exterminador que sabe limpiar muy bien los rastros de sus supuestas correrías justicieras. Abuelas sin voz que se quieren morir, cortijos donde perpetrar adulterios y esa sensación, a vista de pájaro de plumas negras, de estar asistiendo a la crónica de una autopsia anunciada.
No nos llevemos a engaño: el estreno de todas y cada una de estas películas fueron auténticas batallas, pródigas en ardides, arrojo e inteligencia. Sobre la censura y Carlos Saura se han escrito libros enteros, subrayando “la incomodidad de aquellas películas para un régimen que atisbaba su carga crítica, pero estaba desacostumbrado a ella y no sabía cómo parar su exhibición pública sin admitir sus vergüenzas” (1)
Hasta tres veces sonaba en Cría cuervos el ¿Por qué te vas?, aquella canción compuesta por José Luis Perales que aseguraba, fíjate tú, que “todas las promesas de mi amor se irán contigo”. Poco amor se vislumbraba en aquella dictadura tocada pero no hundida. Para nuestro personaje, eso sí, las cosas pintaban mejor: mediada la década Carlos Saura contaba ya con un curriculum envidiable (dos osos de oro (por La Caza y Peppermint frappé) y dos premios especiales del Jurado en Cannes (La prima Angélica y Cría Cuervos)).
¿Qué podría salir mal?
(1): ‘La censura y el nuevo cine español: cuadros de realidad de los años sesenta’, de Luis Vaquerizo García. Pág. 178