«Creo que la atmósfera debe ser el catalizador para llenar los lugares comunes de belleza… Se trata de una combinación de elementos… que revela el motivo, al tiempo familiar y extraño» Bill Brandt
La Fundación Mapfre tiene nuevo espacio expositivo: ‘KBr’, lo han bautizado -piensa como un químico y le hallarás cierta lógica- y arranca a lo grande con dos exposiciones con espíritu compilador: una dedicada a Paul Strand y otra a Bill Brandt. Hasta el 24 de enero (salvo prórroga por confinamiento, súbita aparición del ejército de las tinieblas o profecía maya cumplida a destiempo) tenéis la oportunidad, si os acercáis por Barcelona, de disfrutar de medio siglo de carrera resumidos en casi 200 fotos.
Brandt, alemán de nacimiento e inglés por las circunstancias, nació en 1904 y murió en 1983. Siendo joven y tras recuperarse de una tuberculosis en la inevitable montaña mágica (también en Davos, también en Suiza), trabó contacto con Ezra Pound quién le recomendó a Man Ray que a su vez lo acabaría contratando como ayudante (no hay como estar bien relacionado). Tres meses que fueron fundamentales para definir su vocación.
A principios de los años 30 ya se había hecho un nombre en el mundillo. Pero si quería vivir en la capital británica le quedó claro que debía de borrar su pasado “demasiado” alemán: lo de ‘Hermann Wilhelm’ era too much para una sociedad germanófoba por imperativo del Reich. Así que… así que la cosa se quedó en Bill.
El trabajo de Brandt pasa de un género a otro siguiendo una especie de itinerario prefijado por cualquier fotógrafo de éxito del pasado siglo XX: el paisajismo, el retrato, la denuncia social sin despliegue de mitología, el desnudo cuasi-abstracto. Podía haberse adscrito al surrealismo, ser un freudiano abonado al blanco y negro, un apátrida con mala conciencia o un hiperrealista tratando de hacer penitencia por sus excesos formales. Nada de eso.
El dominio de su oficio lo alejó de acercamientos puristas, de juramentos de castidad. Comienza claramente influido por los pioneros que inmortalizaron (¿o se inventaron?) el París de las soledades (el París de los hombres en el frente, de la miseria, del trazado urbano rediseñado a golpe de maza y voladura) y termina utilizando sus cámaras a manera de pinceles, enamorado de sus propias imperfecciones focales.
Para conseguir una buena fotografía era capaz de todo: hacer posar a familiares y conocidos, retocar imperfecciones, ampliar, disparar todas las veces que hiciese falta para quedarse finalmente con un encuadre que nunca tiene nada de caprichoso. Aunque años después podía volver a la misma fotografía y preferir una tirada donde la penumbra y el claroscuro no tuviesen esa cualidad tan… ¿pictórica?
Encontramos paisajes evocadores, pero nunca “obvios”: desde meandros al atardecer a restos de otras civilizaciones en mitad de una pradera donde pacen impertérritas vacas. Pero Brandt está más interesado en los “no lugares”, en esos inmensos centros de producción que crean una geografía amenazante de chimeneas, rampas empedradas y fondos con contaminación perpetua.
Puede que fuese por los últimos días de gloria de la minería del carbón, pero lo cierto es que también encuentra una poesía imposible en las paradas del metro de Londres, refugio ilusorio en mitad del bombardeo. Gente haciendo ver que duerme, cuerpos en suspenso contando los minutos y reteniendo el aliento. También ese Londres novelesco: el de la niebla, el de las lámparas ejerciendo de faros en aceras cerca del fin del mundo. O incluso la búsqueda -la puesta en imágenes, podríamos decir- de los lugares mistificados por la gran literatura.
La lucha de clases -o sencillamente, el reflejo cuanto más fiel posible de las desigualdades existentes- no queda por encima del momento revelador, de la mirada huidiza, de la profunda carga psicológica de instantáneas que saben estar catalogando el sufrimiento humano. Puede ser un parado espigando combustibles fósiles en una playa y volviendo a casa empujando su precario medio de transporte. O un par de sirvientas que saben demasiado bien cuál es su lugar, varadas para la ocasión en el pico de la mesa señorial.
El cuerpo humano también acaba siendo para Brandt un cúmulo montañoso, un retorcimiento de brazos y piernas que se recorta contra un horizonte cualquiera. Las vistas -siempre parciales, siempre desde osados ángulos- nos hablan de la piel convertida en pradera, de bustos con algo de objetos inanimados, de modelos abandonadas sobre sofás cual muñecas nacaradas. Sus desnudos no buscan resultar excitantes: parecen el escenario de un crimen, el antes o el después de algún suceso traumático.
Los retratos también acabaron aplicando esta misma técnica y aislando elementos, enamorándose de arrugas, pestañas y pupilas. Su serie de ojos incluía los globos oculares de Henry Moore, Georges Braque, Max Ernst, Alberto Giacometti o Antoni Tàpies, como tratando de inmortalizar hasta el más mínimo detalle -casi indecoroso- de sus miradas únicas.
El estilo de Brandt -ya fuese aplicado a estampas nunca bucólicas, a un proletariado vencido, a un rostro reconocible por cualquiera de sus contemporáneos- quiere ir siempre “más allá”: como si nos invitase a explorar ese fuera de campo hacia el que miran sus retratados o a bajar esa colina coronada de nubes amenazantes. Se adivina la intención, una intención que deviene promesa, verdad propia, vistazo a lo inasible.
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