“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles, negros al amanecer buscando una dosis furiosa, cabezas de ángel abrasadas por la antigua conexión celestial al dínamo estrellado de la maquinaria de la noche, quienes pobres y andrajosos y con ojos cavernosos y altos se levantaron fumando en la oscuridad sobrenatural de los departamentos con agua fría flotando a través de las alturas de las ciudades contemplando el jazz”.
Aullido, de Allen Ginsberg
En la tercera edición del Dart Festival (Festival de Cine Documental sobre Arte Contemporáneo) de Barcelona se pudo ver Barbara Rubin & the Exploding NY Underground (Chuck Smith, 2019), uno de esos actos de justicia restitutiva que, más allá de su condición de “necesarios”, nos hacen plantearnos qué es lo que creemos conocer de la historia del cine, cómo nos la han contado hasta ahora y quienes fueron realmente sus verdaderos protagonistas.
Vaya por adelantado que esta es la singladura (conocida, repetida y triste) de otra mujer que estuvo, participó y… y acabó eclipsada por la condición icónica de aquellos a los que frecuentó. Nada nuevo, diréis, pero en este caso todo adquiere unos tintes si cabe más trágicos: por la juventud de ella, por su falta de oportunidades, por lo implacable de ese mundo de hombres en el que nunca quiso ejercer el único papel que le reservaban: el de musa bizarra.
Principios de los sesenta. Para un puñado de cineastas conscientes de su imposibilidad de incorporarse a la industria cinematográfica (por sus intereses artísticos, por sus propias convicciones), ha llegado el momento. La suya será una fama relativa, sin centenares de miles de espectadores pero arropados por una ciudad y un tiempo necesitado de manifiestos rompedores, de celuloide más allá de principios novelescos, con ganas de no quedarse únicamente en el escándalo que supone lo distinto.
El pope de toda esta marabunta desordenada fue el canonizado Jonas Mekas, fallecido en enero de este año tras casi medio siglo de manifiestos -con la cámara y con la pluma-. El cine experimental estaba en paños menores y funcionaba más por contraposición que por autoconciencia de su indudable potencial. Los más atentos -o quizás, los más aprovechados- no tardaron en subirse a un barco que disfrutaba de las aguas turbulentas y de un rumbo sin brújula, en perpetua deriva. El principal valedor fue aquél Andy Warhol que estaba en todas, aquél ojeador cultural que fichaba para su marca a todo lo que sonase decidido, innovador, epatante.
Del diario personal e intransferible de Mekas -casi un continuo rodado a lo largo de sus 50 años de “capturas” o, como él prefería denominarlo, de “pequeños destellos de belleza vistos ocasionalmente”– a los monumentos solipsistas de Warhol. Así fue como aquél cine experimental estadounidense nacido en los años 40 de la mano de gente como Maya Deren -otra hermosa y maldita de la que hablaremos en otra ocasión- alcanzó cierto estatus entre una generación a punto para ser bautizada por el aullido de Allen Ginsberg.
Entre toda aquella legión de suicidas vocacionales destacó la precoz Barbara Rubin (1945-1980). Venía ya bragada y curada de espanto: recién salida de una institución mental donde fue internada por problemas de sobrepeso (¿?) y donde se fogueó en el consumo a granel de drogas, incluidas las anfetaminas que tanto colaborarían en la muerte de Maya Deren en 1961. Por intermediación de su tío se convierte en confidente y compañera de locuras del mismísimo Mekas… con 18 añitos por cumplir.
Ahí empezaría todo. Tan solo cinco años en los que Rubin brilló con el doble de intensidad… y quizás por ello duró la mitad de tiempo en aquél firmamento cambiante. Frecuentó la Factoria de Warhol, facilitó la conexión con la Velvet Underground, se enamoró de un Ginsberg que no tenía mucho interés sexual que digamos por su género, ensayó una utopía thoreauana en granja recóndita y acabó, en un giro inesperado, abandonando toda actividad creativa. Una inmolación en toda regla absolutamente incomprensible.
Por el camino le dio tiempo a rodar una de las piedras de toque del underground: Christmas on Earth (1963). Por las pocas escenas del filme original vistas en el documental, estamos ante una locura libérrima, generosa en la exposición de órganos genitales -la propia película se proyecta sobre primerísimos planos de una vagina- y con unas ganas increíbles de poner en imágenes su torrencial estado de ánimo. Una pesadilla rodada con la fuerza y la rabia de quienes se creen capaces de reinventarlo todo (llamadlo valentía o purificador desconocimiento).
Esta orgía simbolista -rodada, repito, por una mujer de 17 años- lo petó en una escena neoyorquina que creía haberlo visto todo. La película quedó lejos del consenso crítico: desde su minoritario estreno ha sido halagada y denostada a partes iguales, haciendo hincapié unos en su espíritu transgresor y quedándose otros en su aparente impericia técnica.
Los problemas con la censura no fueron pocos y más de una proyección -de las pocas públicas que tuvo en los sesenta- fue interrumpida por las fuerzas del orden de ambos lados del charco (todavía se recuerda el escandalazo en cierto festival belga). La propia Rubin llevaba siempre consigo una copia para asegurarse de que su Navidad en la Tierra, fuera como fuese, perdurase en el tiempo.
Deslumbrado por su película, el mismísimo Ginsberg se fija en ella. El cuelgue intelectual entre ambos fue absoluto y por esa época Rubin decide embarcarse en un ambicioso (e irrealizable) proyecto que aspiraba a ser una especie de remake con dinero de Chirstmas on Earth. Más grande y más loco: pretendía que en el mismo participasen Walt Disney, los Beatles y cualquier otra personalidad inalcanzable que hubiese sido portada de la revista Time.
Mientras tanto los tumultuosos sesenta pasaban, con pena y con gloria. Rubin también fue activista anti-Vietnam, coqueteó con espiritualidades de nuevo cuño y religiones asentadas y ligó su futuro a Ginsberg y una comuna artística que presumía de estar “libre de drogas”. No, no pudo ser.
El cansancio, la imposibilidad de labrarse un camino propio en una senda atascada de peregrinos contraculturales y, definitivamente, la falta de medios económicos con los que sostener su sueño la llevaron a tomar una decisión radical, irrevocable y decididamente a la altura de su leyenda. Aprovechando un semáforo en una intersección abandona a sus compañeros de distopía rural y se une a una comunidad de judíos ortodoxos de Brooklyn. Así, sin más, retorna a la olvidada fe de sus padres.
Por el camino se desprendió de todo, incluida su preciada película, que entrega a Jonas Mekas instándole a que la destruya. Afortunadamente no lo hizo y quién esto escribe espera poder llegar a ver los apenas treinta minutos de Christmas on Earth un año de estos. Quién sabe.
El epílogo triste que os prometí llega. Rubin, que ha pasado a la historia más como creadora de “parejas artísticas” (no paró hasta arrejuntar a Lou Reed con Warhol, a este último con Bob Dylan, a Ginsberg con cualquiera que le resultara interesante) acabó realmente involucrada con su nuevo credo. La cábala y la mística la tuvieron ocupada los últimos años de su vida… eso y tener hijos -hasta un total de cinco, fruto de dos matrimonios-. El post-parto del último de ellos le acarreó una infección de la que acabaría muriendo, en tierras francesas y a la temprana edad de 35 años.