Berlín, 1929. A la superinflación con la que arrancó la década le seguirá el desempleo y un auge de las reivindicaciones obreras que culminará en un nuevo pragmatismo político dictado por unas élites confabuladas con un único objetivo: el de hacer frente a “la amenaza roja”. Acción-reacción. A la revolución inminente le sucede la represión constante: la República de Weimar tira de fuerzas policiales y el ejército, mientras tanto… anda por libre. Porque hace tiempo que parece estar pensando en desquitarse de “la puñalada por la espalda” socialdemócrata, ese mito que convertía la derrota y las humillantes condiciones que pusieron punto final a la Primera Guerra Mundial en las indeseadas consecuencias de la perversa democracia, tan opuesta a los principios de la Gran Alemania del káiser.
En este ambiente turbulento y viciado arriba a la mismísima Berlin Alexanderplatz Gereon Rath, el hijo de alguien importante allá en Colonia. Lo hace huyendo no sabemos muy bien de qué: si de su pasado (en forma de trauma de guerra), de su presente (ligado sentimentalmente a la mujer de su hermano, desaparecido durante la contienda) o de su futuro (una carrera meteórica –quizás merced al peso de su apellido- que parece incluir un puesto de honor en el escalafón policial capitalino). Todo es nuevo, todo es excitante. Y todo es precario, como el mismísimo estado alemán.
En Berlín le espera un baño de realidad, miseria e ira, representado a la perfección por su poco ortodoxo compañero en la unidad antivicio (Walter, conspirador profesional e inveterado creyente en la “nueva moral” en ciernes) y una mecanógrafa con ganas de trascender su condición de mujer multiempleada por horas (Charlotte). La bella y la bestia. El bruto y la perseverante. El orgullo y el rencor.
La investigación en torno a una serie de películas pornográficas con las que se busca chantajear a sus sorprendidos e influyentes coprotagonistas lleva a Gereon a descender a ese deslumbrante submundo, Babilonia libérrima quintaesenciada en el local de moda, el Moka Efti. Un sitio donde olvidar las fatigas y los quebrantos del día de la mano de una maestra de ceremonias con acento ruso, capaz de inducir estados de trance en esa legión de malditos que sólo buscan evadirse, trapichear, beber de más, tentar a la madrugada o hacer uso de ciertos reservados exentos de preguntas y testigos indiscretos.
Pero esa inmersión en el universo del golferío también le permitirá entender el precario equilibrio de poderes sobre el que se sustenta esta ilusión de orden: cancilleres influenciables, generales en capilla esperando el putsch definitivo y quintacolumnistas en uno y otro bando (o incluso ejerciendo de agentes dobles). ¿Cómo adivinar en qué lado de la raya se sitúa cada uno sin exponerse uno mismo? ¿Cómo prosperar sin aparcar definitivamente la ética y dejarse llevar por esta marea relativista? ¿A quién escuchar? ¿A quién creer?
Complicado. Porque además nuestro antihéroe es, casi por encima de cualquier otra consideración, un superviviente nato. Y los supervivientes a veces pueden resultar obscenos, por lo enconada –y evidente- que resulta su única obsesión (salvar el pellejo, se entiende). Como el espectador adivinará a los pocos episodios, el dilema de este true detective desborda sus atribuciones: deberá coquetear con el Mal y aliarse temporalmente con los más fuertes para tratar de salvar a una Alemania condenada mientras trata de decidir qué tipo de hombre es (si en verdad esto último es ya decisión propia).
La más cara de las series nacidas en el continente europeo se nos presenta en dos temporadas de 8 entregas cada una (40 millones de euros que apenas darían para 3 episodios de Juego de Tronos) y está capitaneada por Tom Tykwer, un hombre en el que todos depositamos grandes esperanzas a finales del siglo pasado merced a la resultona Corre, Lola, corre (1998) y la ignorada y hermosa La princesa y el guerrero (2000). Su segundo trabajo para la televisión es una adaptación literaria de altura, sí, pero sobretodo una radiografía verista del tejido social de su país a un par de años de abrazar el nacionalsocialismo.
Porque Babylon Berlin está más cerca de Berlín, Sinfonía de una gran ciudad (Walter Ruttmann, 1927), a la que homenajea desde su mismísima cortinilla de entrada. O de dos grandes libros de entreguerras: el Berlin Alexanderplatz (1927) de Alfred Döblin y el fatalista Adiós a Berlín (1939) de Christopher Isherwood. La intriga criminal es casi lo de menos.
Aunque los amantes de las subtramas enmarañadas no os aburriréis: sí, hay una reputación en juego, una aristócrata caída en desgracia, una casera generosa, trotskistas clandestinos, tráfico de armas / almas y hasta un tren con algo de oro y bastante gas. Pero es el telón de fondo en el que se desarrollan estos sucesos y la caracterización de una época la que logra hacer de este noir vintage algo excepcional. El retrato de las duras condiciones de vida de una clase media que no tuvo tiempo ni de existir como tal. Las intrigas de los poderosos (siempre patriotas, siempre dispuestos a grandes sacrificios en cabeza ajena), empeñados en imponer una ideología que favorezca abiertamente sus intereses. Asistimos a los últimos minutos de otra gran fiesta con patrocinadores en la sombra y con el crack de Wall Street en lontananza.
El hombre de Colonia no acabará exactamente maleado por la gran ciudad, como el protagonista de Amanecer (F.W. Murnau, 1927). Y es que ya venía tocado de serie; su enfermedad va mucho más allá de su aparatosa manifestación física. La contrajo en las inamovibles y embarradas trincheras, en aquellos largos meses de miedo y asco acogotado bajo las alambradas, sin lazos de sangre que valiesen para aligerar la sobrecarga emocional. Nos tememos que Gereon acabará siendo otro hombre de su tiempo: oportunista, insincero, caníbal. Las únicas manifestaciones de su aparcada ingenuidad serán cierta galantería innata y una rebeldía resultado quizás de la indiferencia paterna; últimos estertores de un libre albedrío en estado de hibernación. De tanta frustración acumulada sólo le queda una mirada de cordero degollado tras la que se esconde un arribista con placa, corbata y sombrero.
Gereon acabará haciendo lo que se espera de él: decantarse. ¿Hacia dónde se inclinará la balanza? Entre el incipiente nazismo de Walter y la lucha por la vida de Charlotte, entre la maldad obtusa y la inteligencia naif, el devenir trágico de un detective incapaz de hacerse una idea de conjunto, incapaz de entender que, mientras investiga crímenes motivados por la codicia, la maquinaria del odio termina de engrasar sus engranajes.
Para la tercera temporada tenemos planteado triángulo amoroso en marco histórico incomparable (¿mayor sensación de tragedia inminente que la Alemania anterior a las leyes de Núremberg?). Volverá a haber crimen sin castigo, aunque a mí sólo me interesa saber una cosa: ¿acabará Gereon en la policía política o logrará un martirio a la altura del peso de su culpa?