Volvimos a darnos una vuelta por nuestro continente cinematográfico favorito, volvimos a los cines Girona de Barcelona para saber cómo les ha ido el curso a veintitantos países que quieren dejar de sonar exóticos, a destino cool de agencia de viajes casposa.
¿Y sabéis qué? Pues que este año fue pródigo en aciertos, en paraguas seguros (las premiadas de los Asian Film Awards minimizaron tardes con demasiados riesgos), rarezas revitalizantes y, en definitiva, un indudable incremento en el nivel medio de los filmes seleccionados. 131 nos siguen pareciendo demasiados, pero a veces olvidamos que esto no es sólo un festival para cinéfilos: las películas del AFFB buscan retratar realidades lejanas, radiografiar un cierto estado de ese mundo que va camino de convertirse en El mundo. Panorama, Discoveries, NETPAC y Especial siguen siendo secciones que se mueven entre lo urgente y lo perentorio, quizás demasiado atentas a una actualidad que no debería de convertirse en el único vector de referencia.
Sintetizando: quienes consideramos el cine un arte antes que un documento llevamos tiempo criticando esta tendencia ‘kenloachera’ en las películas a competición de los festivales -grandes y pequeños-; esa predisposición machacona por parte de algunas cinematografías a filmar estampitas y dramas de cercanía aliñados con folclorismo y concienciación hipspter de lector del National Geographic. Aunque quizás lo realmente frívolo por nuestra parte sea pedir algo de sofisticación a cinematografías (la de Bhutan, Bangladesh, Laos, Macao, Mongolia) a las que apenas les llega para reivindicar su existencia o una idiosincrasia propia, distinta a la de sus poderosos vecinos.
Nos emperramos en decir que Asia es mucho más que los 4-5 países de siempre, pero en lo cinematográfico la India, Irán, Japón, China y Corea pueden seguir presumiendo de una preponderancia incuestionable. Veremos como en esta carrera de galgos entre los grandes ha sido China quién este año se ha desmarcado claramente, entregándonos un puñado de interesantísimos filmes independientes.
Nos centraremos en lo visto entre el 30 de octubre y el 10 de noviembre (el festival tuvo un prólogo a través de su sección Off-festival en forma de documentales, microrrelatos y completísimos panoramas persas y tendrá un epílogo glorioso con la retrospectiva Yasujiro Ozu, que se alargará hasta finales de año en la Filmoteca de Catalunya). Apenas dos docenas de películas que agruparemos libérrimamente, contagiados de tanta diversidad, espacios abiertos y ganas, angustiosas ganas, por diferenciarse del resto. No seremos menos.
Posibilidad de escape
Arrancamos fuertes, con tres jalones indudables de esta edición 2019: la iraní Invasión, la filipina Akin Ang Korona y la coreana Melancholic. A manera de frontispicio esperanzador, digamos.
Tratad de imaginaros una especie de diez negritos en la Zona de Tarkosvki. Ok, ok, voy muy fuerte. Me explico. Acompañadme al socorrido territorio de las distopías, ese en el que pueden abordarse temas espinosos en áreas del planeta donde el realizador se sabe observado, estrechamente vigilado. Y si, llegado el momento, también censurado.
En Invasión (Shahram Mokri, 2018) se investiga un triple crimen. Y para llegar a alguna conclusión plausible, la policía utiliza un método extraño: la re-dramatización (más que reconstrucción) en el mismísimo escenario del crimen. Un equipo estaba jugando a un extraño deporte. Abundan los remedos de Freddie Mercury, el glam a puerta cerrada, el murmullo y el ir y venir por pasillos laberínticos.
Poco más sabemos. Hay un tipo al que todos temían, una hermana que parece querer coger el relevo, un justiciero que sabe que la única manera de conocer la verdad consiste en recopilar todas las versiones. Pero es que hay tantas…
La fascinante transmutación del personaje (que diríase va fagocitando personalidades ajenas) le permitiría conocer más puntos de vista que el espectador de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), sin que lleguemos a conocer -y digo esto como un logro- qué provoca la neblina malsana, qué hay al otro lado, por qué es tan importante el mercado negro de líquido sanguíneo… eso, como mucho, es lo que se puede decir en un primer visionado, a todas luces insuficiente para siquiera llegar a vislumbrar los secretos casi lynchnianos de Invasión.
Cambiamos de tercio y nos vamos a Filipinas, donde lo petan -seguro que habéis visto algún recopilatorio por internet- los programas de telerrealidad pactada. En pocas palabras: contubernios chapuceros donde la gente airea sus miserias a cambio de un dinero (más o menos como lo que se puede ver aquí, pero con un plus de violencia: bofetón, arañazo, pelambreras estiradas). Todo ello, por supuesto, entre el regocijo de una presentadora que además presume de empatía infinita y de estar allí para ayudar y resolver entuertos. Claro, claro.
Akin Ang Korona es el título tanto de la película como del programa en cuestión, y las víctimas propiciatorias de la semana verán explotada su condición sexual y familiar hasta la nausea. ¿La novedad? Que el director apuesta por el reality dentro del reality: seguiremos al grupo itinerante (productor, cámara, ayudante de dirección) en sus intentonas por convertir una historia tan triste como convencional en purita bazofia para horario de máxima audiencia. Y vaya si lo logran.
Acabamos con algo que siempre echamos de menos: ¡una comedia! O algo que se le parezca, porque Melancholic (Seiji Tanaka, 2018) está más cerca de la sorna de un Kaurismaki que del humor directo -iba a decir simplón- de la nueva hornada de cafres estadounidenses.
A lo que íbamos: un tipo talludito pero sin muchas ambiciones profesionales (se conforma pasados los treinta con un trabajo a tiempo parcial, verdadero anatema en la diligente sociedad japonesa) acaba trabajando en una casa de baños frecuentada por una antigua compañera del instituto. Sus envites galantes coincidirán con la toma de conciencia de a qué se dedican realmente en el ofuro de barrio: a darle matarile al personal.
Amateurs que realizan apresurados másters para convertirse en asesinos profesionales, una relación naif, unos padres más que comprensivos y un espacio donde por la mañana uno se asea y a medianoche no veas tú cómo se ponen los mosaicos de hemoglobina. Sencilla, cándida y francamente divertida.
Segundas oportunidades
En His Lost Name (Hirose Nanako, 2018), un intento de suicidio -que va camino de convertirse en el macguffin necrófilo por excelencia del cine japonés- termina uniendo a dos hombres en crisis. Por un lado, un joven que duda de sus capacidades y de su valía. Y por otro, un carpintero que trata de llenar una casa repleta de dolorosos recuerdos.
Ambos arrastran traumas, ambos son incapaces de superarlos. No es tanto una historia de generaciones que no encajan como de inadaptados autoasumidos. Una pérdida que jamás se podrá superar, un complejo de culpa que camina junto a uno… y una sociedad -ya sea en los alrededores de la abarrotada Shibuya o en una comunidad más pequeña- que no está por la labor de echarle una mano a nadie.
La madre de las segundas oportunidades sería la fantasía que propone Spring, Again (Yong-Joo Jung, 2019): caer en un día de la marmota donde cada nueva jornada te permitiese retroceder en el tiempo 24 horas. Y así, de día en día (pero hacia atrás) llegar al punto donde todo se torció, donde todo se fue al garete.
Eun-Jo obtiene esta prerrogativa del destino tras intentar pasar a peor vida junto a otros tres suicidas perfectamente desconocidos. Su relación digital culmina con una “quedada” mórbida: la estancia en un templo budista donde no tienen previsto ver el amanecer.
El intento resulta fallido, pero la fatalidad le devolverá a ese momento maldito en que su hija fue asesinada… ¿o se trató de un accidente? Con la ventaja de saber exactamente qué pasará, podrá socorrer por el camino a alguna que otra alma descarriada.
En Ms. Purple (Justin Chon, 2019) las segundas intentonas se las conceden entre hermanos. Ambos viven en una metrópolis norteamericana, ambos presumen de estar plenamente adaptados a la pretendida utopía escogida por sus padres una generación atrás.
Sin embargo, nada salió como ellos pensaban. Ella sobrevive como escort, él es un adicto a los videojuegos y a fantasear con un pasado que prometía estabilidad, cosas sencillas y un sin fin de posibilidades de… ¿autorrealización? Quizás la enfermedad terminal del padre les sirva para reconciliarse con el mundo. O quizás no haga más que evidenciar la inmensa soledad en la que malviven.
También hay segundas oportunidades que en realidad no son tales en Slam (Partho Sen-Gupta, 2018). Lo que queda de una familia superviviente de las atrocidades de la guerra de Siria recala en la civilizada, multicultural y, sobretodo, bien alejada de la barbarie Australia.
Han pasado los años y los dos hermanos se han adaptado (o no) como buenamente han podido. La joven se dedica a frecuentar slams de poesía donde cultiva un estilo directo y reivindicativo. Él se ha casado con una australiana, todavía bajo el ala de papá y mamá.
El secuestro de la más combativa -y la rápida conclusión por parte de la policía local de que se ha radicalizado, ha abrazado el islamismo radical y es una amenaza con patas- pondrá al más acomodado en una difícil dicotomía: abjurar de los suyos o ejercer de una vez la autocrítica y plantearse cómo quiere acabar de encajar tan lejos de casa… sin dejar de ser él mismo.
Palabras mayores sería la tailandesa The Wall (Boonsong Nakphoo, 2018), una notable muestra de cine dentro del cine. La segunda oportunidad se la ofrece aquí a sí mismo un director de cine que vuelve a casa, al territorio de su infancia y adolescencia.
Su vida como novicio budista, su primer amor, su pasión irredenta por la gran pantalla. El pasado vuelve para iluminar un presente que no pinta bien: su pasión -el cine- está claro que no le va a dar muchas alegrías en el aspecto económico y la búsqueda de localizaciones para otro filme low cost le confronta con la generación que cogerá el relevo, ilusionada con llevar su historia a Cannes y dejar que sea la propia película “la que encuentre su audiencia”.
Mantras que todos nos repetimos para seguir adelante y fantasmagóricas escenas -al comienzo y al final- en otro de los habituales cines-ruina (en la memoria, el patio de butacas vacío de Goodbye Dragon Inn (Tsai Ming-lian, 2005)).
Territorios vírgenes, territorios ya vistos
Algo de trillado tenía la estéticamente incuestionable Empire Hotel (2018) de Ivo Ferreira. Hablar de Macao es sinónimo de casinos, mala vida y pestilentes efluvios de la decadencia colonial. El hotel del filme es una especie de santuario de desposeídos, regentado por una mujer herida incapaz de abandonar a su padre ludópata y volver a intentarlo en Tailandia, Portugal o la Cochinchina.
El resultado es un film noir fatalista en la linea del Wim Wenders de París, Texas (1984), con reencuentros entre las bambalinas de lupanares atestados. Algo también de John Huston con neones y reflejos en el mar, de Atlantic City (Louis Malle, 1981), de decrepitud orgullosa en la linea del Orson Welles actor. En cualquier caso y como podéis ver, hay mucho cine en Empire Hotel.
Out of Paradise (Batbayar Chogsom, 2018) es un filme visto demasiadas veces. Exotismo, paisajes yermos, confrontación entre lo rural y lo urbano. Gente humilde e ingenua que llega a la gran ciudad, donde están a punto de ser engullidos por la habitual -y desalmada- vorágine que mezcla maldad, sordidez y falta de piedad. Los cineastas de la quinta generación lo hacían mucho mejor.
Chocante y casi incomprensible en sus aspiraciones de concienciación ética resulta Oxygen (Shoib Nikash Shah, 2019). Sobre el papel, una denuncia (¿demasiado comprensiva?) de la corrupción endémica de la India, centrada en esa Kachemira que aquí resulta importante no por las aspiraciones territoriales de uno y otro lado de la frontera, sino por sus imponentes bosques (sí, os lo podéis imaginar: alguien los tala y hace negocio con ello).
Pues bien, el enfrentamiento entre un empresario caciquil iluminado súbitamente por ansias de redención y su séquito clientelar resulta tan desigual como grotesco, un ‘corre que te pillo’ donde todos tienes sus razones y al espectador, hastiado de tanto correcalles montaña arriba-montaña abajo, le importan un bledo.
China, todo bajo el cielo
Este será un año grande para la cinematografía china. No habrá top cinematográfico en el que falte An elephant sitting still (Hu Bo) o La ceniza es el blanco más puro (Jia Zhangke), vista justamente en el AFFB 2018. En el ámbito del mainstream, ya no se cortan: grandes presupuestos, grandes clásico en activo y un gran público al que contentar. Lo mismo pueden invocar el oficio de Zhang Yimou que perpetrar películas de ciencia ficción ambicionadas por la mismísima Netflix.
La mejor cinta de las vistas en el festival -¿es necesario aclarar que para quien esto escribe?- fue The Crossing (Bai Xue, 2018), una deslumbrante primera película alrededor de otra de esas fronteras irreales -difuminadas, diría yo- camino de la absorción definitiva por parte de la insaciable China continental. Me refiero a la que existe con Hong Kong, más económica que física.
Olvidémonos por unos instantes de la actualidad política. Hay mucha gente que trabaja y estudia en la ex-colonia británica y vuelve después a casa, en ese otro -¿otro? ¿De verdad?- sistema, en ese otro -en realidad- mundo. El cruce de uno a otro planeta sirve para abastecerse, por ejemplo, de móviles de última generación que permiten empezar a prefigurar una nueva jerarquización social basada en la posesión, en el anhelo por acceder a un nuevo estatus.
El capitalismo como destino final es lo que descubre una chica de instituto que trata de sobrevivir a su desestructurada familia. ¿Y si el dinero diese la felicidad? Por ejemplo, un viaje a Japón con una amiga sin sus mismos agobios económicos. O un novio ambiciosillo y ambiguo. O una nueva pandilla -delincuentes, eso sí- con la que jugar al mahjong y comer a deshoras.
Hay despertar amoroso, hay madurez súbita e inopinada. Lo que no habrá es cerezos en flor ni fantasías de nieve y crisantemos. The crossing logra transmitir esa poesía de la desolación tan made in China, esa soledad en la megalópolis. Y todo ello apenas unos meses antes de que esta paz del estraperlo y el intercambio saltase definitivamente por los aires.
¡Menudo western a la tibetana que se ha marcado Pema Tseden en Jinpa (2018), tutelado en lo monetario por el mismísimo Won Kar-Wai! Colores terrosos para convertir la inhóspita Kekexili en un continuo de grandes desolaciones, con alguna que otra Wichita perdida entre carreteras por asfaltar y bifurcaciones iluminadas por las luces de los vehículos que se arrastran a trompicones.
Jinpa es un camionero con look de llanero solitario patibulario: gafas de sol, cuero desgastado y banda sonora apropiada (el ‘O sole mío, que no es Ennio Morricone pero nos basta). En uno de sus desplazamientos habituales conocerá a otro caminante homónimo, quién sabe si una mera proyección de sus sueños justicieros, de su budismo de base. Reencarnaciones, personajes redimidos y encuentros en saloons, carnicerías al aire libre y templos desconchados donde liberar el alma de ovejas atropelladas.
Un mimo poco frecuente por el encuadre, por la pervivencia del misterio, por la empatía progresiva, sin necesidad de apresurarse.
Pero donde quizás nos quede más claro que China aspira a todo es viendo su cine más pretendidamente comercial. La película de clausura, Dyng to Survive (Muye Wen, 2018) es una muestra de aquello que busca la Industria (ya sea tirando de presupuestos elevados o moderados, como es el caso): remakear los éxitos USA con más sutileza que los turcos, pero de una manera mucho menos entrañable.
Este mix desacomplejado entre Dallas Bullers Club (Jean-Marc Vallée, 2013) y La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) vuelve a ser un canto a la iniciativa comercial china y a la necesidad de colocar copias en el mercado -en este caso, fármacos indios- que no son exactamente lo mismo que el original pero… en fin, ya nos entendemos.
Podría haber sido una crítica del individualismo de algunos “emprendedores” sin escrúpulos. Podría haber sido una denuncia del sistema de coberturas sanitarias del país. Podría haber sido muchas cosas, pero todas ellas hubiesen resultando demasiado incómodas. Así que la cosa se queda en un producto simpático que rebosa pornografía emocional: el héroe (con padre enfermo, en proceso de divorcio, con un negocio al borde de la bancarrota… ¡¿algo más?!) pagará por su arrebato piadoso y el Estado (paternalista y comprensivo) acabará haciendo suyas las peticiones de la ciudadanía enferma.
Y aquí -al contrario que en The crossing o Jinpa– no hay nada que leer entre lineas, porque nada hay.