Antoni no se hace ilusiones. Observa la media entrada de la sala Laia de la Filmoteca de Barcelona con sano escepticismo y advierte que pocos llegaremos hasta el final. Que luego, si eso, hablamos. Y que estará bien que así sea porque la suya es una película “difícil”. Ideal para los que les guste perderse, como a él, dentro de una película o en una ciudad desconocida.
Y desde luego que hay mucho de que hablar cuando desfilan los escasos títulos de crédito, con el Over the rainbow sonando de fondo. Aunque no se nos ocurren preguntas especialmente brillantes. Porque tras la proyección de La historia de Shirley Temple (1976) uno no sabe si fundirse en un abrazo con él o agredirlo (sólo verbalmente). Y eso hace tiempo que sé que sólo me pasa con una clase de películas: las que importan, las que acabo recordando. Para bien o para mal.
Es la primera suya que veo. De un tipo con apenas tres largos y que no rodó en 35 mm. hasta 1989, en una aventura “comercial” que no acabó de fraguar (no sé que puede significar “comercial” en la carrera de Antoni Padrós, carne de cineclub clandestino, cinefórum y festival transpirenaico. ¿Que intentó, por una vez, que se estrenase?). Un octogenario -¡quién lo diría!- que tuvo como profesor a Pere Portabella y que hizo, básicamente, lo que le dio la gana.
Shirley Temple, tan modosita como siempre, nos recibe cariacontecida en el arranque de esta inefable odisea. Y no es para menos: la petarda de Judy Garland le ha quitado el papel estelar de El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) (y soy de los que piensan que le hizo un gran favor: ¿acaso no se fraguaron allí la mayoría de sus futuras adicciones? ¿Quién demonios es capaz de asimilar el éxito con 16 años?).
Temple le sobrevivió cuatro décadas a la Garland, acabando como embajadora de su país en sitios tan exóticos como Ghana o Checoslovaquia cuando era Checoslovaquia. Pero como supondréis, Padrós no está aquí para contarnos sus vidas ejemplares. No, qué va.
La Temple no se resigna y su actitud inconformista será el verdadero mcguffin de esta locura. Decide ir a entrevistarse con el mago de Oz al País Esmeralda, un País Esmeralda que guarda sospechosos parecidos con el nuestro. Se despide de su criada negra mientras chupamos banda sonora de Max Steiner a todo meter. En su peregrinaje no estará sola, contando con hasta dos coros griegos dispuestos a contrapuntear sus historias: tres hijas de generales y tres anarco-estructuralistas. Las unas tratarán de llevarla por el buen camino, evitando cualquier desvío libidinoso (y anunciando sus entradas al ritmo de La marcha del coronel Bogey de El puente sobre el río Kwai). Los otros, pancarta en mano –aunque no contenga ningún slogan: sólo un balcón a manera de fondo intercambiable- tratarán de tentarla, sobarla y aleccionarla.
Sostiene Padrós que empezaron a rodar el día en que Pier Paolo Pasolini fue asesinado. Eso sería un 2 de noviembre de 1975. Y la cosa se prolongó durante 7 meses, aunque teniendo en cuenta que sólo podían hacerlo los domingos, el balance real arrojaría no más de 28 días. En ese tiempo le dio tiempo a parir casi cuatro horas de metraje en bruto, con tomas mayoritariamente únicas y una indiferencia absoluta hacia la posible aceptación por parte del público.
No, viendo La historia de Shirley Temple a uno le caben pocas dudas: Padrós rodaba para sí mismo, con un goce inenarrable. Un placer nada culpable que le impidió meter la tijera, pulir, tratar de dar esplendor. ¿Cómo prescindir de esto o de aquello? ¡De ninguna de las maneras! ¿No se pagaba a fin de cuentas él mismo sus películas? Antoni, un par de butacas por delante, se sigue riendo con su criatura, rememorando a buen seguro las vicisitudes del rodaje de esta o de aquella escena. Nosotros vemos una película, él, el retrato de un tiempo repleto de amigos que ya no están aquí.
Padrós se regodea con este tren de sombras imperfecto, sin refinado alguno, sin prostituir. Un tren repleto de pasajes musicales, con la pizpireta niña-icono cantando hasta cinco veces el Early bird (sí, esa que arranca con el ”Good morning, good morning!”). Unos números musicales recreados en playback por una Rosa Morata con una gracia indecible, pero buscando siempre la nausea de un espectador que, sin embargo, se los tragaría diligentemente de estar integrados en un filme, digamos, “convencional”. Y aprovechando el camino para deleitarnos con sus “historias azules”, con invenciones-divertimentos que amenizan las pausas campestres de su comitiva.
Así sabremos de un extraño crimen cometido en una mansión exclusiva o de la no tan inmaculada concepción de la virgen María. Ángeles que salen del armario, sindicalistas que no terminan de exponer su programa, lagos donde recibir bautismos ecuménicos. Pero siempre hacia delante, siguiendo el camino de baldosas (ajedrezadas, no amarillas) que nos llevarán hasta… ¿un castillo de los Cárpatos?
Porque al final del camino –esa España de la transición que no se sabía muy bien por donde iba a tirar- nos aguardan pistoleros que ametrallan con sus Thompson y un mago de Oz que tiene más bien pinta de chupasangres. Un vampiro que se alimenta de hemoglobina, sí, pero también de sudor y de lágrimas.
Shirley Temple observa extasiada un pasaje de Rebelde sin causa (Nicolas Ray, 1955). Ese en el que James Dean se enfrenta a sus padres por querer hacer las cosas bien, por querer contar la verdad. La autoridad –cercana, familiar, inasible, difuminada, férrea- está presente durante toda la excursión de la niña prodigio. Y hace que el idílico Almuerzo campestre termine a lo Bonnie & Clyde, con cuerpos danzando a cámara lenta.
La sensación final, pese a tanto desmadre, es de tristeza. Por mucho que al propio autor le guste definirla como un “musical-terrorista”, La historia de Shirley Temple es toda una parábola –todavía irresuelta- sobre esa / esta España del eterno por venir. Más de cuarenta años después aquella incertidumbre ideológica ha dejado paso a un desencanto autista. Sospechamos que todos fuimos vampirizados, que los cuentos que nos contaron –como las huidas fantasiosas de Shirley- no fueron mas que meras distracciones, cortinas de humo tras las que se cocinó… lo que quiera que tengamos ahora. Ufanos, estúpidamente optimistas, apenas sorprendidos de que el País Esmeralda haya resultado ser una costa interminable donde la Europa que nunca creyó en sí misma viene a sanar de su incurable vacío ideológico.
Pena por esa permanente sensación de “cambio” –a conjugar en un futuro imperfecto- que acompaña a nuestro país. Y añoranza de una generación de directores sin miedo a la radicalidad, capaces de firmas filmes como Furtivos (José Luis Borau, 1975), Cría cuervos (Carlos Saura, 1975), Canciones para después de una guerra (Basilio Martín Patino, 1976), Camada negra (Manuel Gutiérrez Aragón, 1977), Informe general sobre unas cuestiones de interés para una proyección pública (Pere Portabella, 1977) o Arrebato (Iván Zulueta, 1979).
¿Qué hemos hecho con la libertad? O como lo expondría la Temple… ¿qué libertad, idiota?